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Una alfombrilla vuelta hacia atrás mantenía la puerta abierta de par en par mientras el portero sacudía el polvo de otra alfombra golpeándola con energía contra el tronco de un limero inocente: ¿qué he hecho para merecer esto? El asfalto aún estaba a la sombra azulada de las casas. En la acera brillaban los primeros y frescos excrementos de un perro. Un coche fúnebre, que ayer se encontraba frente a un taller de reparaciones, salió con cautela por un portal y bajó por la calle vacía, y en su interior, tras el cristal y unas rosas blancas artificiales, en lugar de un ataúd había una bicicleta: ¿de quién? ¿por qué? La lechería ya estaba abierta, pero el perezoso estanquero continuaba dormido. El sol jugaba sobre diversos objetos del lado derecho de la calle, como una urraca eligiendo con el pico cosas minúsculas que brillan; y en el extremo, donde la cruzaba el profundo barranco de un ferrocarril, una nube de humo de locomotora apareció de improviso a la derecha del puente, se desintegró contra sus costillas de hierro y volvió a recuperar inmediatamente su forma blanca en el otro lado, donde se alejó serpenteando por entre los árboles. Al cruzar el puente después de la nube, Fiodor se alegró, como de costumbre, al ver la maravillosa poesía de los terraplenes de la vía férrea, su naturaleza libre y diversa: una multitud de langostas y sauces, matorrales, abejas, mariposas; todo esto vivía en aislamiento y despreocupación de la tosca vecindad del polvo de carbón que brillaba más abajo, entre los cinco chorros de raíles, y en dichosa ignorancia de los bastidores de la ciudad, de los muros agrietados de las casas viejas que tostaban sus espaldas tatuadas al sol de la mañana. Más allá del puente, cerca del pequeño jardín público, dos ancianos empleados de correos, tras completar la comprobación de una estampadora, y sintiéndose repentinamente juguetones, salían a hurtadillas de entre el jazmín, uno detrás de el otro, uno imitando los gestos del otro, en dirección a un tercero —que humilde y brevemente descansaba en un banco con los ojos cerrados antes de iniciar su jornada de trabajo—, con objeto de hacerle cosquillas en la nariz con una flor. ¿Dónde pondré todos estos regalos con que me recompensa la mañana veraniega, a mí y sólo a mí? ¿Los guardaré para futuros libros? ¿Los usaré inmediatamente para un manual práctico: ¿Cómo ser feliz? O profundizando más, yendo al fondo de las cosas: ¿comprenderé lo que se oculta detrás de todo esto, detrás del juego, el centelleo, la pintura gruesa y verde del follaje? ¡Porque hay algo, verdaderamente hay algo! Y uno quiere ofrecer su agradecimiento y no hay nadie a quien ofrecerlo. La lista de donaciones ya está hecha: 10.000 días de un Donante Desconocido.

Siguió andando, frente a verjas de hierro, frente a los profundos jardines de las villas de los banqueros, con sus grutas en la sombra, su boj, hiedra y césped perlados por el agua de riego, y entonces, entre los tilos y los olmos aparecieron los primeros pinos, enviados a la vanguardia por los pinares del Grünewald (o, por el contrario, ¿rezagados del regimiento?). Silbando con fuerza e irguiéndose (cuesta arriba) sobre los pedales de su triciclo, pasó el mandadero de la panadería; un camión de riego se acercaba lentamente, con un sonido sibilante y húmedo; una ballena sobre me das regaba con generosidad el asfalto. Alguien provisto de una cartera abrió de golpe una verja pintada de rojo y se marchó hacia una oficina desconocida. Fiodor salió al bulevar justo detrás de él (todavía el mismo Hohenzollerdamm en cuyo principio habían incinerado al pobre Alexander Yakovlevich), y allí, haciendo centellear la cerradura, la cartera echó a correr, tras un tranvía. Ahora el bosque ya no estaba lejos y aceleró el paso, sintiendo ya en el rostro levantado la máscara caliente del sol. Pasaron por su lado las estacas de una valla, salpicando su visión. En el solar de ayer se estaba construyendo una pequeña villa, y como el cielo miraba a través de los agujeros de futuras ventanas, y como bardanas y rayos de sol habían aprovechado la lentitud de la obra para instalarse con comodidad entre las blancas paredes inacabadas, éstas habían adquirido el semblante pensativo de las ruinas, como la expresión «a veces», que sirve igual para el pasado y el futuro. Una muchacha con una botella de leche se acercaba a Fiodor; tenía cierto parecido con Zina, o, mejor dicho, contenía una partícula de aquella fascinación, vaga y especial a la vez, que encontraba en muchas chicas, pero con particular abundancia en Zina, por lo que todas tenían un misterioso parentesco con ella, parentesco que sólo él conocía, aunque era totalmente incapaz de formular los indicios de esta afinidad (fuera de la cual las mujeres evocaban en él un penoso hastío), y ahora, al seguirla con la mirada y captar sus contornos fugitivos, dorados, tan familiares, que en seguida desaparecieron para siempre, sintió por un momento el impacto de un deseo sin esperanzas cuyo único encanto y riqueza estribaba en su calidad de irrealizable. Oh, trivial diablo de las emociones baratas, no me tientes con el apunte «mi tipo». No es eso, no es eso, sino algo que va más allá. La definición es siempre finita, pero yo sigo persiguiendo lo lejano; busco, más allá de las barricadas (de palabras, de sentidos, del mundo), lo infinito, donde todas, todas las líneas convergen.

Al final del bulevar apareció el lindero verde del bosque, y también el recargado pórtico de un pabellón recién construido (en cuyo atrio se encontraba un surtido de lavabos, para caballeros, señoras y niños), a través de los cuales había que pasar —según el proyecto del Lenótre local —a fin de entrar en un jardín de rocas recién inaugurado, con flora alpina a lo largo de sus veredas geométricas, que servía —también según el mismo proyecto— de umbral agradable del bosque. Pero Fiodor se desvió hacia la izquierda, evitando el umbraclass="underline" por aquí se llegaba antes. El lindero todavía silvestre del pinar se prolongaba infinitamente, bordeando una avenida para automóviles, pero el próximo paso de las autoridades municipales era inevitable: cercar todo este acceso libre con una verja sin fin, para que el pórtico se convirtiera en entrada por necesidad (en el sentido más literal y elemental). Os construimos esta pieza ornamental y no os atrajo; así que ahora, ahí la tenéis: ornamental y de reglamento. Pero (retrocedamos con un salto mentaclass="underline" f3-g1) las cosas apenas podían ser mejores cuando este bosque —retirado ahora y concentrado en torno al lago (y como nosotros, en nuestro propio alejamiento de peludos antepasados, conservando sólo una vegetación marginal)— se extendía hasta el mismo corazón de la ciudad actual, y una chusma ruidosa y principesca galopaba por entre los árboles con cuernos, lebreles y batidores.

El bosque que yo encontré aún estaba vivo, exuberante, lleno de pájaros. Había oropéndolas, palomas y grajos; un cuervo pasó volando, con un jadeo de alas: kshu, kshu, kshu; un carpintero de cabeza roja picoteaba el tronco de un pino, y a veces, me imagino, imitando vocalmente su picoteo, para prestarle más fuerza y convicción (en honor de la hembra); porque no hay nada tan divino y encantador en la naturaleza como los engaños ingeniosos con que nos sorprende en lugares inesperados: el saltamontes, por ejemplo (pone en marcha su pequeño motor pero siempre le cuesta: tsig, tsig, tsig, y sale disparado), después de saltar y aterrizar, reajusta inmediatamente la posición de su cuerpo volviéndose de tal modo que la dirección de sus rayas oscuras coincida con la de las agujas caídas (¡o de sus sombras!). Pero, cuidado: me gusta recordar lo que escribió mi padre: «Al observar de cerca, no importa cuánto, los acontecimientos de la naturaleza, debemos impedir que en el proceso de observación nuestra razón —ese intérprete locuaz que siempre se adelanta— nos anticipe explicaciones que luego empiezan a influir, de modo imperceptible, el mismo curso de la observación, deformándolo: así la sombra del instrumento cae sobre la verdad.»

Déme la mano, querido lector, y entremos juntos en el bosque. Mire: observe primero estos claros con grupos de cardos, ortigas y adelfillos sedosos, entre los que encontrará toda clase de trastos: a veces incluso un colchón viejo, de muelles rotos y oxidados: ¡no lo desdeñe! Aquí hay un soto de pequeños abetos donde una vez descubrí un hoyo cavado cuidadosamente antes de morir por el animal que yacía dentro, un perro joven, de hocico largo y raza de lobo, doblado en una curva de maravillosa gracia, pata contra pata. Y ahora vienen montículos desnudos, sin maleza —sólo con una alfombra de agujas pardas bajo pinos simplistas, entre los cuales se balancea una hamaca llena de un cuerpo poco exigente— y también se ve el esqueleto de alambre de una pantalla, tirado por el suelo. Un poco más allá tenemos un terreno baldío rodeado de acacias blancas, y sobre la arena gris, ardiente y pegajosa hay una mujer sentada, en ropa interior, con las horribles piernas desnudas estiradas, zurciendo una media, mientras a su alrededor gatea un niño sucio de polvo. Desde aquí aún puede verse la avenida y el fulgor de los radiadores de los automóviles, pero si se penetra un poco más, ya el bosque vuelve por sus fueros, los pinos se ennoblecen, el musgo cruje bajo los pies, e invariablemente se ve algún vagabundo dormido, con un periódico tapándole la cara: el filósofo prefiere el musgo a las rosas. Éste es el lugar exacto donde cayó el otro día un aeroplano pequeño: alguien que llevaba a su novia de paseo por el cielo azul, se entusiasmó en exceso, perdió el control de la palanca de mando y se sumergió con un chasquido y un crujido directamente entre los pinos. Por desgracia, llegué demasiado tarde: ya habían tenido tiempo de llevarse los restos, y dos policías montados se alejaban al paso hacia la avenida, pero aún podía verse el impacto de una muerte osada bajo los pinos, uno de los cuales había sido cortado en dos por un ala, y el arquitecto Stockschmeisser, que paseaba con su perro, estaba contando lo ocurrido a un niño y su niñera; pocos días después ya no quedaba ninguna huella (sólo la herida amarilla en el pino), e ignorantes por completo del hecho, un anciano y su esposa —ella en corpiño y él en calzoncillos —habían sencillos ejercicios gimnásticos en el mismo lugar.