Algo más lejos todo era más bonito: los pinos estaban a sus anchas, y entre sus troncos rosados y escamosos, el grácil follaje de los serbales bajos y el verdor vigoroso de los robles convertían las rayas de sol del bosque de pinos en multitud de vivaces manchas moteadas. En la densidad de un roble, cuando se miraba desde abajo, la superposición de hojas sombreadas e iluminadas, verde oscuro y esmeralda brillante, se antojaba un rompecabezas unido por sus bordes ondulados, y sobre estas hojas, dejando que el sol acariciara su seda amarilla y parda o cerrando con fuerza las alas, se posó una mariposa de alas esquinadas, que tenía una raya blanca en el vientre punteado de oscuro; de pronto echó a volar y se paró en mi pecho desnudo, atraída por el sudor humano. Y todavía más arriba, encima de luí rostro levantado, las copas y los troncos de los pinos participaban en un complejo intercambio de sombras, y su follaje me recordaba las algas meciéndose en el agua transparente. Y si levantaba aún más la cabeza, de modo que la hierba (de un verde primitivo e inexpresable desde este punto de vista invertido) pareciera estar creciendo hacia abajo, hacia una luz transparente y vacía, experimentaba algo similar a lo que debe sentir un hombre que ha volado a otro planeta (con diferente gravedad, diferente densidad y una presión diferente sobre los sentidos), en especial, cuando una familia que iba de excursión pasó cabeza abajo, dando a cada uno de sus pasos una sacudida extraña y elástica, y lanzando una pelota que parecía caer, cada vez más despacio, en un abismo turbulento.
Si se avanzaba aún más —no hacia la izquierda, donde el bosque se prolongaba infinitamente, ni tampoco hacia la derecha, donde quedaba interrumpida por un seto de abedules jóvenes, que olían fresca y puerilmente a Rusia—, el bosque volvía a ser menos denso, perdía la maleza y descendía por pendientes arenosas a cuyos pies el ancho lago se elevaba sobre pilares de luz. El sol iluminaba caprichosamente la orilla opuesta, y cuando, con la llegada de una nube, el mismo aire parecía cerrarse como un gran ojo azul para volver a abrirse lentamente, una orilla iba siempre a la zaga de la otra en el proceso de oscurecerse e iluminarse. En la otra orilla apenas había playa arenosa, y los árboles bajaban todos juntos hasta los juncos densos, mientras más arriba se encontraban pendientes cálidas y secas cubiertas de trébol, acedera y tártago y bordeadas del exuberante verde oscuro de robles y hayas, que descendían temblando hasta los húmedos barrancos en uno de los cuales se había quitado la vida Yasha Chernyshevski.
Cuando yo entraba por las mañanas en este mundo del bosque, cuya imagen había elevado, cabe decir, con mis propios esfuerzos por encima del nivel de esas ingenuas impresiones domingueras (papeles en el suelo, una muchedumbre de excursionistas) de las que se componía el concepto berlinés del «Grünewald»; cuando en estos bochornosos días laborables de. verano me dirigía a su parte sur, a sus profundidades, a lugares salvajes y secretos, experimentaba tanto placer como si se tratara de un paraíso primitivo a tres kilómetros de la Agamemnonstrasse. Al llegar a uno de mis rincones favoritos, que combinaba mágicamente una libre afluencia de sol con la protección del follaje, me desnudaba y tendía boca arriba sobre la manta, colocando bajo la cabeza el innecesario bañador. Gracias al tono bronceado de todo mi cuerpo (sólo las plantas, palmas y arrugas en torno a los ojos conservaban su color natural), me sentía un atleta, un Tarzán, un Adán, cualquier cosa menos un ciudadano desnudo. La incomodidad que suele acompañar a la desnudez depende de la conciencia de nuestra indefensa blancura, que ha perdido hace mucho tiempo toda relación con los colores del mundo circundante y por esta razón se encuentra en disonancia artificial con él. Pero el efecto del sol remedia esta deficiencia, nos hace iguales a la naturaleza en nuestro derecho a la desnudez, y el cuerpo bronceado ya no siente vergüenza. Todo esto parece arrancado de un folleto nudista, pero la propia verdad no tiene la culpa si coincide con la verdad que un pobre sujeto ha pedido prestada.
El sol brillaba con fuerza. El sol me lamía todo el cuerpo con su lengua grande y suave. Poco a poco sentía que me volvía transparente, que me había fundido en el fuego y sólo existía gracias a él. Del mismo modo que se traduce un libro a un idioma exótico, así yo me traducía al sol. El Fiodor Godunov-Cherdyntsev flaco, helado, invernal, estaba ahora tan lejos de mí como si le hubiera desterrado a la provincia de Yukutsk. Era una pálida copia de mí mismo, mientras este yo estival era su magnífica reproducción de bronce. Mi yo personal, el que escribía libros, el que amaba las palabras, los colores, los fuegos de artificio mentales, a Rusia, el chocolate, a Zina, parecía haberse desintegrado, disuelto; después de convertirse en transparente por la fuerza de la luz, ahora lo asimilaba el resplandor del bosque veraniego, con sus agujas satinadas y sus hojas de un verde celestial, con sus hormigas corriendo sobre la lana radiante, transfigurada, de la manta de viaje, con sus pájaros, olores, aliento cálido de las ortigas y el olor de esperma de la hierba calentada por el sol, con su cielo azul donde zumbaba un avión muy alto, que parecía cubierto por una capa de polvo azul, la esencia azul del firmamento: el avión era azulado, como el pez está mojado en el agua.
De este modo uno podía disolverse completamente. Fiodor se incorporó y se sentó. Un reguero de sudor le bajaba por el pecho bien afeitado e iba a caer al embalse del ombligo. Su vientre plano tenía un brillo nacarado y broncíneo. Una hormiga extraviada se movía nerviosamente entre los rizos negros de su vello pubiano. Las espinillas parecían pulidas. Tenía agujas de pino entre los dedos de los pies. Con el bañador se secó la cabeza, la nuca y el cuello. Una ardilla de lomo arqueado saltó sobre el césped, de árbol a árbol, en una carrera sinuosa y casi torpe. Los robles jóvenes, los matorrales, los troncos de los pinos, todo tenía motas deslumbrantes, y una nube pequeña, sin afear en modo alguno el rostro del día veraniego, lentamente, como a tientas, pasó de largo al sol.
Se levantó, dio un paso —e inmediatamente la zarpa ingrávida de una sombra cayó sobre su hombro izquierdo; otro paso y desapareció. Fiodor consultó la posición del sol y arrastró la manta un metro hacia el lado para evitar que la sombra de las hojas cayera sobre él. Moverse desnudo era una dicha sorprendente —le agradaba en especial la libertad en torno a las caderas. Anduvo entre los matorrales, escuchando la vibración de los insectos y los crujidos de los pájaros. Un reyezuelo corrió como un ratón por entre el follaje de un pequeño roble; una avispa voló muy bajo, cargada con una oruga entumecida. La ardilla que acababa de ver trepó por la corteza de un árbol con un sonido áspero y espasmódico. Cerca, en alguna parte, sonaron voces de muchachas, y Fiodor se detuvo en un dibujo de sombras que permanecía inmóvil en su brazo pero palpitaba rítmicamente en su costado izquierdo, entre las costillas. Una mariposa chata y dorada, equipada con dos comas negras, se posó en una hoja de roble, abrió a medias las alas oblicuas, y de pronto echó a volar como una mosca de oro. Y como le ocurría a menudo en estos días, especialmente cuando veía mariposas que le eran familiares, Fiodor imaginó el aislamiento de su padre en otros bosques —gigantescos, infinitamente lejanos, en comparación con los cuales éste no era más que un zarzal, una cepa, una insignificancia. Y pese a ello sentía algo parecido a aquella libertad asiática que se esparcía por los mapas, el peregrinaje del espíritu de su padre —y lo más difícil era creer que pese a la libertad, pese al follaje y aquella sombra oscura y feliz, salpicada de sol, su padre estaba muerto.