Las voces sonaron más cerca y luego retrocedieron. Un tábano instalado a hurtadillas en su muslo consiguió clavarle su afilada trompa. Musgo, hierba, arena, cada uno se comunicaba a su modo con las plantas de sus pies desnudos, y también a su modo, el sol y la sombra acariciaban la cálida seda de su cuerpo. Sus sentidos, agudizados por el calor sin trabas, fueron tentados por la posibilidad de encuentros en la selva, de míticos raptos. Le sanglot dont j'étais encoré ivre. Habría dado un año de su vida, incluso un año bisiesto, por que Zina estuviera aquí —o cualquiera de su cuerpo de baile.
Se tendió otra vez, y otra vez volvió a levantarse; escuchó con el corazón desbocado ruidos taimados, vagos, vagamente prometedores; después se puso el bañador, ocultó la manta y la ropa bajo unas zarzas y se fue a vagar por el bosque que rodeaba el lago. De vez en cuando, raramente en los días laborables, se veían cuerpos más o menos anaranjados. Evitaba mirarlos con atención por temor a pasar de Pan a Punch. Pero a veces, junto a una cartera de colegiala y su bicicleta reluciente apoyada en el tronco de un árbol, podía verse tendida, como ahora, a una ninfa solitaria, con las piernas de terciopelo descubiertas hasta la ingle y el vello de los sobacos centelleando al sol; la flecha de la tentación estaba a punto de silbar y atravesarle cuando observó a poca distancia, en tres puntos equidistantes que formaban un triángulo mágico (¿de quién sería el premio?), a tres cazadores inmóviles, desconocidos entre sí, visibles tras los troncos: dos muchachos (uno en posición supina, el otro echado de costado) y un hombre maduro, sin chaqueta, con dobleces en las mangas de la camisa, sentado en la hierba, inmóvil y eterno, con ojos tristes pero pacientes; y daba la impresión de que estos tres pares de ojos dirigidos al mismo punto acabarían, con ayuda del sol, practicando un agujero en el bañador negro de aquella pobre chica alemana, que ni siquiera había abierto los párpados untados de aceite.
Bajó a la orilla arenosa del lago y aquí, entre el estruendo de voces, se destrozó completamente la trama encantada que él mismo había tejido con tanto cuidado, y miró coa repugnancia los cuerpos arrugados, torcidos, deformados por los azares de la vida, más o menos desnudos o más o menos vestidos (estos últimos eran los más terribles) de los bañistas que se movían por la arena de un color gris sucio (burgueses de medio pelo, trabajadores eventuales). En el punto en que el camino de la playa rodeaba el borde estrecho del lago, se habían levantado unas estacas que sostenían restos atormentados de una alambrada, y el lugar próximo a estas estacas era muy apreciado por los habituales de la playa —en parte, porque resultaba muy cómodo poder colgar los pantalones por los tirantes (mientras la ropa interior se dejaba sobre las ortigas polvorientas) y, en parte, a causa de la vaga sensación de seguridad que comunica una valla a nuestras espaldas.
Las piernas grises de los viejos, cubiertas de granos y venas hinchadas; los pies planos; la costra oscura de los callos; las barrigas porcinas y sonrosadas; los adolescentes mojados, temblorosos, pálidos, de voz enronquecida; los globos de los pechos; los traseros voluminosos; los muslos blandos; las varices azuladas; la carne de gallina; los hombros pecosos de la chicas con piernas torcidas; los macizos cuellos y nalgas de los gamberros musculosos; la vacuidad sin esperanza ni salvación de los rostros satisfechos; los alborotos, las risotadas, las bulliciosas salpicaduras —todo esto formaba la apoteosis de aquel renombrado buen humor alemán que con tanta facilidad puede convertirse de pronto en un clamor frenético.
Y sobre todo ello, en especial los domingos, cuando el gentío era más soez que nunca, se abatía un olor inolvidable, olor de polvo, de sudor, de barro acuático, de ropa interior sucia, de pobreza aireada y reseca, olor de almas secadas, ahumadas, envasadas, a un penique la pieza. Pero el propio lago, con grupos de árboles muy verdes en la otra orilla y una estela de ondulante sol en el centro, se comportaba con dignidad.
Después de seleccionar una pequeña cala privada entre los juncos, Fiodor se metió en el agua. Su cálida opacidad le envolvió, chispas de sol bailaron ante sus ojos. Nadó durante mucho rato, media hora, cinco horas, veinticuatro, una semana, otra. Finalmente, alrededor de las tres de la tarde del veintiocho de junio, emergió en la otra orilla.
Se abrió paso entre las espinacas del borde del lago, se encontró en un bosquecillo, y de allí trepó a un caliente montículo donde no tardó en secarse al sol. A la derecha había una hondonada llena de ramas y zarzas. Y hoy, como todas las veces que venía aquí, Fiodor bajó a aquella hondonada que siempre le atraía, como si en cierto modo hubiera sido culpable de la muerte del muchacho desconocido que se había matado aquí —precisamente aquí. Pensó que Alexandra Yakovlevna también solía venir, y removía a conciencia los matorrales con sus manos diminutas enguantadas de negro... Entonces no la conocía y no podía haberla visto —pero a juzgar por el relato de sus múltiples peregrinaciones, Fiodor sentía que debía ser algo así: la búsqueda resuelta, el susurro de las hojas, la sombrilla moviéndose a tientas, los ojos radiantes, los labios trémulos por los sollozos. Recordó su encuentro con ella esta primavera —el último encuentro—, después de la muerte de su marido, y la extraña sensación que le dominó al mirar aquel rostro inclinado, y la frente espiritual, de que en realidad no la había visto nunca antes, y ahora buscaba en su rostro la semblanza de su marido difunto, cuya muerte permanecía expresada en él a través de un parentesco de sangre, fúnebre y oculto hasta ahora. Al día siguiente se marchó a vivir con unos parientes que residían en Riga, y ya su rostro, los relatos sobre su hijo, las veladas literarias en su casa y la enfermedad mental de Alexander Yakovlevich —todo cuanto sirvió en su tiempo— se retiró por propia iniciativa y encontró su fin, como un paquete de vida atado de través, que se conservará largo tiempo pero nunca más lo desatarán nuestras manos indolentes, morosas e ingratas. Sintió el deseo arrollador de no permitir que se cerrara y perdiera en un rincón del cuarto trastero de su alma, el deseo de aplicar todo esto a sí mismo, a su eternidad, a su verdad, a fin de hacer posible que brotara de una forma nueva. Hay una manera, la única manera.
Subió otra ladera y en su cumbre, junto a un sendero que descendía, sentado en un banco a la sombra de un roble, dibujando lenta y pensativamente en la arena con el bastón, se hallaba un joven de hombros redondos, vestido con un traje negro. Cuánto calor debe tener, pensó el desnudo Fiodor. El joven levantó la vista... El sol se volvió y con el delicado gesto de un fotógrafo levantó un poco su rostro, un rostro exangüe, de ojos separados, grises y miopes. Entre los bordes de su cuello almidonado (del tipo llamado una vez en Rusia «delicia del perro»), centelleaba un botón sobre el nudo flojo de la corbata.
—Qué moreno está —dijo Koncheyev—; no creo que sea bueno para usted. ¿Y dónde están sus ropas?
—Allí —repuso Fiodor—, al otro lado, en el bosque.
—Alguien puede robárselas —oservó Koncheyev—. No en vano dice el proverbio: A ruso generoso, prusiano ligero de manos.
Fiodor se sentó y replicó:
—No existe tal proverbio. A propósito, ¿sabe dónde estamos? Detrás de aquellas moreras, en una hondonada, es donde se mató de un tiro el joven Chernyshevski, el poeta.
—¡Oh!, ¿fue aquí? —dijo Koncheyev sin un interés especial—. No sé si está enterado de que su Olga se casó hace poco con un peletero y marchó a Estados Unidos. No del todo el lancero con quien se casó la Olga de Pushkin, pero aun así...