—¿No tiene calor? —le preguntó Fiodor.
—En absoluto. Tengo el pecho delicado y siempre siento frío. Pero, claro, al estar sentado junto a un hombre desnudo uno es físicamente consciente de que existen tiendas de ropa, y el propio cuerpo se siente ciego. Además, me parece que cualquier trabajo mental le ha de resultar completamente imposible en tal estado de desnudez.
—Un buen argumento —sonrió Fiodor—. Se tiene la impresión de vivir de modo superficial, en la superficie de la propia piel...
—Exacto. No interesa otra cosa que patrullar el propio cuerpo y perseguir al sol. Pero a la mente le gustan las cortinas y la cámara oscura. La luz del sol es buena en el grado en que acrecienta el valor de la sombra. Una cárcel sin carcelero y un jardín sin jardinero es, a mi juicio, la disposición ideal. Dígame, ¿leyó lo que dije sobre su libro?
—Sí —replicó Fiodor, y se fijó en una oruguita geométrica que comprobaba el número de centímetros que había entre los dos escritores—, claro que lo leí. Al principio quería escribirle una carta de agradecimiento —ya sabe, con una conmovedora referencia a mi falta de merecimientos, etc.—, pero luego pensé que ello introduciría un intolerable olor humano en el ámbito de la libre opinión. Y además, si he escrito un buen libro, debo estar agradecido a mí mismo y no a usted, del mismo modo que usted debe agradecer a sí mismo y no a mí el haber comprendido algo que era bueno, ¿no es así? Si empezamos a hacernos reverencias, en cuanto uno se detenga, el otro se sentirá ofendido y se alejará al instante.
—No esperaba perogrulladas de usted —dijo Koncheyev con una sonrisa—. Sí, todo esto es cierto. Una vez en mi vida, sólo una vez, di las gracias a un crítico, y él me replicó: «Verá, ¡la cuestión es que su libro me ha gustado realmente!», y este «realmente» me serenó para siempre. A propósito, no dije todo cuanto podía decir sobre usted... Le acribillaron de tal modo por defectos inexistentes que me pasaron las ganas de insistir en aquellos que me resultaban obvios. Además, o se librará de ellos en su próxima obra o se convertirán en virtudes especiales muy suyas, como una partícula, en un embrión se convierte en un ojo. Usted es zoólogo, ¿verdad?
—En cierto modo, como aficionado. Pero, ¿cuáles son esos defectos? Me pregunto si coinciden con los que yo conozco.
—Primero, excesiva confianza en las palabras. A veces ocurre que, a fin de introducir la idea necesaria, sus palabras tienen que pasarla de contrabando. La frase puede ser excelente, pero aun así existe contrabando y, además, contrabando gratuito, puesto que el camino legal está abierto. Pero sus contrabandistas, amparándose en un estilo oscuro y con toda clase de operaciones complicadas, importan mercancías que en todos los casos no pagan derechos. Segundo, cierta torpeza en la reproducción de las fuentes: parece usted indeciso sobre si reforzar su estilo en discursos y sucesos pasados o conceder más importancia a estos últimos. Me tomé la molestia de confrontar uno o dos pasajes de su libro con el contexto de la edición de obras completas de Chernyshevski, el mismo ejemplar que debió usar usted: encontré ceniza de su cigarrillo entre las páginas. Tercero, a veces lleva la parodia a tal grado de naturalidad que llega a convertirse en un auténtico pensamiento serio, pero en este nivel titubea de improviso, cae en un amaneramiento que es de usted y no la parodia de un amaneramiento, aunque es precisamente lo que está ridículizando —como si alguien que hiciese la parodia de un actor que lee mal a Shakespeare, se dejara llevar por su ardor, y tras un comienzo logrado, mutilara accidentalmente un verso. Cuarto, en una o dos de sus transiciones se observa algo mecánico, cuando no automático, que sugiere que está persiguiendo su propia ventaja y tomando el rumbo que encuentra más fácil. En un pasaje, por ejemplo, un mero retruécano sirve como transición. Quinto y último, a veces dice cosas calculadas principalmente para pinchar a sus contemporáneos, pero cualquier mujer le dirá que nada se pierde con más facilidad que una horquilla —y no digamos del hecho de que el menor cambio de la moda puede desterrar el uso de las horquillas: ¡piense en la cantidad de pequeños objetos punzantes que se han hallado bajo tierra y cuyo uso exacto no conoce ningún arqueólogo! El verdadero escritor ha de ignorar a todos los lectores menos uno, el del futuro, quien, a su vez, es sólo el autor reflejado en el tiempo. Creo que tal es la suma de mis quejas contra usted y, hablando en general, son triviales. Quedan totalmente eclipsadas por la brillantez de sus logros, sobre los que aún podría extenderme mucho.
—Oh, esto es menos interesante —dijo Fiodor, quien durante esta parrafada (como solían escribir Turguenev, Goncharov, el conde Salias, Grigorovich y Boborykin) había asentido con la cabeza, expresando aprobación—. Ha diagnosticado muy bien mis defectos —continuó— y corresponden a mis propias quejas de mí mismo, aunque, naturalmente, yo los pongo en otro orden —algunos de los puntos van unidos mientras otros se subdividen. Pero además de las deficiencias que ha observado en mi libro, me doy perfecta cuenta de tres más, como mínimo, y quizá son los más importantes. Sin embargo, no pienso nombrárselas, pues ya no aparecerán en mi próximo libro. ¿Quiere que ahora hablemos de su poesía?
—No, gracias, prefiero no hacerlo —repuso Koncheyev, temeroso—. Tengo razones para pensar que a usted le gusta mi obra, pero soy orgánicamente contrario a discutirla. Cuando era pequeño, antes de acostarme solía rezar una oración larga y confusa que mi difunta madre —mujer piadosa y muy desgraciada— me había enseñado (ella, desde luego, habría dicho que estas dos cosas son incompatibles, pero aun así, lo cierto es que la felicidad no toma los hábitos). Yo recordaba esta oración y la recé durante años, casi hasta la adolescencia, pero un día analicé su sentido, comprendí todas las palabras y, en cuanto la hube comprendido, la olvidé inmediatamente, como si hubiera roto un hechizo irrecuperable. Tengo la impresión de que podría ocurrir lo mismo con mis poesías, que si intento explicarlas racionalmente, perderé al instante mi capacidad de escribirlas. Sé que usted corrompió hace tiempo su poesía con palabras y significado, y ahora no es probable que continúe escribiendo versos. Es usted demasiado rico, demasiado codicioso. El encanto de la Musa reside en su pobreza.
—Es extraño —observó Fiodor—: una vez, hará unos tres años, imaginé con gran claridad una conversación con usted acerca de estos temas ¡y resulta que fue algo similar! Aunque, como es natural, usted me aduló descaradamente y cosas por el estilo. El hecho de que le conozca tan bien sin conocerle me hace feliz hasta lo increíble, porque ello significa que en el mundo hay uniones que no dependen en absoluto de amistades en masa, afinidades necias o «el espíritu de la época», y tampoco de organizaciones místicas o asociaciones de poetas, en las cuales sus esfuerzos conjuntos prestan «fulgor» a una docena de bien avenidas mediocridades.
—En todo caso, quiero advertirle —dijo Koncheyev con franqueza— que no se haga ilusiones respecto a nuestra similitud: usted y yo diferimos en muchas cosas. Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de El dobley Los poseídos, a quien usted está dispuesto a menospreciar... Hay muchas cosas de usted que no me gustan —su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert— y, perdóneme, considero sencillamente un ultraje su obscena desnudez deportiva. Pero, teniendo en cuenta estas reservas, es probable que pudiéramos decir que en alguna parte —no aquí sino en otro plano, de cuyo ángulo, por cierto, usted tiene una idea aún más vaga que yo—, en algún lugar de las afueras de nuestra existencia, muy lejos, de un modo misterioso e indefinible, un vínculo bastante divino está creciendo entre nosotros. Pero quizás usted siente y dice todo esto porque alabé su libro en la prensa —lo cual puede ocurrir, ya lo sabe.
—Sí, lo sé. También yo lo he pensado. En especial porque antes solía envidiar su fama. Pero en conciencia...
—¿Fama? —interrumpió Koncheyev—. No me haga reír. ¿Quién conoce mis poesías? Mil, mil quinientos, como máximo dos mil expatriados inteligentes, de los cuales un noventa por ciento no las comprende. ¡Dos mil entre tres millones de refugiados! Esto es éxito provinciano, pero no fama. Tal vez el futuro me resarcirá, pero tendrá que pasar mucho tiempo para que el tungo y el calmuco del «Exegi monumentum» de Pushkin se arranquen de las manos mi «Comunicación», mientras el finés los mira con envidia.