—Pero existe un sentimiento consolador —dijo Fiodor, meditabundo—. Se pueden pedir préstamos a la herencia. ¿No le divierte imaginar que un día, en este mismo lugar, junto a este lago y bajo este roble, un soñador vendrá a sentarse e imaginará a su vez que usted y yo nos sentamos aquí una mañana?
—Y el historiador le dirá secamente que nunca paseamos juntos, que apenas nos conocíamos y que cuando nos veíamos, sólo hablábamos de cosas intrascendentes.
—¡Inténtelo de todos modos! Trate de experimentar aquella emoción extraña, futura, retrospectiva... ¡Todos los pelos del alma se ponen de punta! Sería algo bueno en general poner fin a nuestra bárbara concepción del tiempo; encuentro especialmente encantador oír hablar a la gente de que la tierra se congelará dentro de un trillón de años y todo desaparecerá a menos que traslademos a tiempo nuestros talleres tipográficos a una estrella vecina. O las tonterías sobre la eternidad: se ha concedido tanto tiempo al universo que la fecha de su fin ya debiera haber llegado, del mismo modo que es imposible en un solo segmento de tiempo imaginarse entero un huevo colocado en una carretera por la que pasa incesantemente un ejército. ¡Qué estupidez! Nuestro erróneo concepto del tiempo como algo en expansión es una consecuencia de nuestra condición finita, que al encontrarse siempre al nivel del presente, comporta una elevación constante entre el abismo acuoso del pasado y el abismo aéreo del futuro. Así la existencia es una transformación eterna del futuro en el pasado —proceso esencialmente fantasmal—, mero reflejo de las metamorfosis materiales que se producen en nuestro interior. En estas circunstancias, el intento de comprender el mundo se reduce a un intento de comprender lo que nosotros mismos hemos hecho deliberadamente incomprensible. El absurdo al que llega el pensamiento indagador sólo es un signo natural y genérico de que pertenece al hombre, y esforzarse por obtener una respuesta es lo mismo que pedir al caldo de gallina que empiece a cloquear. La teoría que me parece más tentadora —que no existe el tiempo, que todo es el presente situado como un resplandor más allá de nuestra ceguera— es una hipótesis finita tan imposible como todas las demás. «Lo entenderás cuando seas mayor», éstas son realmente las palabras más sabias que conozco. Y si añadimos a esto que la naturaleza veía doble cuando nos creó (oh, este maldito emparejamiento que es imposible rehuir: caballo-vaca, gato-perro, rata-ratón, pulga-chinche), que la simetría en la estructura de los cuerpos animados es una consecuencia de la rotación de los mundos (una peonza que gire durante el tiempo suficiente empezará, tal vez, a vivir, crecer y multiplicarse), y que en nuestra lucha hacia la asimetría, hacia la desigualdad, puedo detectar un alarido de libertad genuina, un impulso por abandonar el círculo...
— Herrliches Wetter, in der Zeitung steht es aber, dass es morgen bestimtht regnen wirdl—dijo finalmente el joven alemán que estaba sentado en el banco junto a Fiodor y en el cual éste había descubierto un parecido con Koncheyev.
La imaginación otra vez —¡y qué lástima! Incluso le he inventado una madre difunta a fin de hacer caer en la trampa a la verdad... ¿Por qué nunca puede convertirse en realidad una conversación con él, por qué no encuentra el camino de la realización? ¿O acaso esto es una realización y no se necesita nada mejor... ya que una conversación real tendría que ser decepcionante —con la confusión del tartamudeo, las vacilaciones, la paja de palabras triviales?
— Da kommen die Wolken schot—continuó el Koncheyev alemán, señalando con el dedo una nube pechugona que se elevaba por el oeste. (Con toda probabilidad, un estudiante. Quizá con una vena filosófica o musical. ¿Dónde estará ahora el amigo de Yasha? Sería difícil que viniera por aquí.)
— Halb fünf ungefáht—añadió en respuesta a la pregunta de Fiodor, y, recogiendo el bastón, se levantó del banco. Su silueta oscura y encorvada se fue alejando por las sombras del sendero. (¿Un poeta, tal vez? Después de todo, en Alemania tenía que haber poetas. Mezquinos, locales —pero aun así, no eran carniceros. ¿O sólo un acompañamiento de la carne?)
Le daba pereza nadar hasta la otra orilla; siguió a paso lento la vereda que bordeaba el lago por su lado norte. En el lugar donde un ancho declive arenoso llegaba hasta el agua, formando una margen resbaladiza que apuntalaban las raíces al descubierto de unos cuantos pinos recelosos, encontró otro grupo de gente, y más abajo, sobre una franja de hierba, vio tendidos tres cadáveres desnudos, blanco, rosado y marrón, como una muestra triple del efecto del sol. Más lejos, en la curva del lago, había un terreno pantanoso, y la tierra oscura, casi negra, se adhirió con refrescante tacto a sus plantas desnudas. Volvió a subir por una pendiente cubierta de agujas, y caminó por el bosque moteado hasta su guarida. Todo era alegre, triste, soleado, sombreado —no deseaba volver a casa, pero ya era hora de regresar. Se tendió un momento junto a un árbol viejo que parecía haberle hecho una seña—. «Te mostraré algo interesante.» Entre los árboles sonó una pequeña canción, y al poco rato, andando a buen paso, aparecieron cinco monjas —caras redondas, hábitos negros y cofias blancas —y la cancioncilla, medio de colegiala, medio angélica, revoloteó en torno a ellas todo el tiempo, mientras primero una y luego otra se agacharon sin detenerse para arrancar sendas flores modestas (invisibles para Fiodor, aunque estaba muy cerca) y en seguida se enderezaron, muy ágiles, alcanzando simultáneamente a las otras, recuperando el ritmo y añadiendo esta flor fantasma a un ramillete fantasma con un ademán idílico (juntando un instante el pulgar y el índice, y curvando con delicadeza los otros dedos) —y todo se parecía tanto a una escena teatral— y cuánta destreza había en todo ello, qué infinidad de gracia y de arte, qué gran director se ocultaba tras los pinos, qué bien calculado estaba todo —el ligero desorden del grupo y su reunión posterior, tres delante y dos detrás, y el hecho de que una de las jóvenes rezagadas riera brevemente (con buen humor muy monjil) porque una de las que iban delante, en un arranque de expansividad, casi desafinó una nota especialmente celestial, y el gradual amortiguamento de la canción a medida que se alejaba, mientras un hombro seguía inclinándose y unos dedos buscaban una brizna de hieba (pero ésta, meciéndose, continuó brillando al sol... ¿dónde había ocurrido esto antes —qué se había enderezado y empezado a mecerse...?)— y ahora todas se alejaban entre los árboles a paso rápido, calzadas con zapatos de botones, y un niño medio desnudo, fingiendo buscar una pelota en la hierba, grosera y automáticamente repitió un trozo de su canción (del llamado por los músicos «estribillo bufo»). ¡Qué bien montado estaba todo! ¡Cuánto trabajo empleado en esta escena rápida y ligera, en este diestro pasaje, qué músculos había bajo aquella tela negra y de aspecto basto que después del entreacto cambiarían por etéreos tutus de bailarina!
Una nube tapó el sol, la luz del bosque cambió y se fue extinguiendo poco a poco. Fiodor se dirigió al claro donde había dejado la ropa. En el agujero bajo el zarzal, que siempre la protegía con tanta amabilidad, sólo encontró una sandalia; la manta, la camisa y los pantalones habían desaparecido. Hay una historia según la cual un pasajero que dejó caer un guante por la ventanilla del tren, tiró sin tardanza la pareja para que al menos la persona que los encontrara pudiera usarlos. En este caso el ladrón había actuado al revés: las viejas y gastadas sandalias no le servirían de nada, pero había separado el par a fin de burlarse de su víctima. Por añadidura, entre las tiras asomaba un trozo de periódico, en el cual el ratero había escrito con lápiz: «Mielen Dank, muchas gracias.»
Fiodor dio muchas vueltas y no encontró nada ni a nadie. No le importaba la pérdida de la camisa, que estaba deshilacliada, pero le afligía un poco haber perdido la manta de viaje (traída desde Rusia) y los pantalones de franela recién comprados. Junto con los pantalones le habían robado veinte marcos, cobrados dos días antes y destinados a— un pago parcial de la habitación, un lápiz, un pañuelo y un manojo de llaves. Esto último era lo peor de todo. Si daba la casualidad de que no estuviera nadie en casa, lo cual era muy fácil, sería imposible entrar en el piso.