El borde de una nube se incendió de modo deslumbrante y el sol volvió a salir. Emitió una fuerza tan cálida y dichosa que Fiodor, olvidando su enojo, se tendió sobre el musgo y empezó a contemplar el avance del próximo coloso blanco, que se comía el azul durante su marcha: el sol se deslizó suavemente dentro de él después de despedir un fuego tembloroso que se dividió al pasar por entre el niveo cúmulo —y entonces, una vez hallada una salida, lanzó primero tres rayos y en seguida se dilató y llenó los ojos de fuego moteado, apagándolos (de modo que dondequiera que uno mirase, sólo veía pasar puntos de dominó) —y según que la luz se intensificara o palideciera, todas las sombras del bosque respiraban o flotaban.
Halló un pequeño alivio accidental en el hecho de que gracias a la marcha de los Shchyogolev a Dinamarca al día siguiente, habría un par de llaves sobrantes —lo cual significaba que podía callar la pérdida de las suyas. ¡Se marchan, se marchan, se marchan! Imaginó lo que había estado imaginando sin cesar durante los dos últimos meses —el comienzo (¡mañana por la noche!) de su vida plena con Zina —la liberación, el aplacamiento, y entretanto una nube cargada de sol agrandándose, creciendo, con venas hinchadas de color turquesa y una comezón violenta en su núcleo tormentoso, se elevó en toda su ampulosa e imponente magnificencia y abrazó al cielo, al bosque y a él, y resolver esta tensión parecía un gozo montruoso que ningún hombre podría soportar. Una oleada de viento le recorrió el pecho, su excitación se fue serenando, el aire se volvió oscuro y sofocante, era necesario apresurarse. Una vez más buscó entre las matas; al final se encogió de hombros, apretó más el cinturón elástico de su bañador y emprendió el camino de regreso.
Cuando dejó el bosque y atravesó una calle, la viscosidad del asfalto bajo sus pies desnudos resultó una novedad agradable. También era interesante andar por la acera. Una ligereza de sueño. Un transeúnte entrado en años, tocado con un sombrero de fieltro negro, se detuvo, le siguió con la mirada e hizo una observación vulgar. Pero inmediatamente, como compensación, un ciego sentado contra una pared con su concertina murmuró su pequeña petición de una limosna y le regaló con un polígono de música, como si no ocurriera nada fuera de lo común (aunque resultaba extraño: tiene que haber oído que voy descalzo) Dos colegiales gritaron al peatón desnudo desde la parte trasera de un tranvía, a la que iban agarrados, y entonces los gorriones volvieron al césped del otro lado de la verja, de donde habían sido ahuyentados por el estruendo del coche amarillo. Empezaban a caer gotas de lluvia, y daba la impresión de que alguien estaba aplicando una moneda de plata a diferentes partes de su cuerpo. Un policía joven se apartó de un quiosco de periódicos y se dirigió hacia él.
—Está prohibido andar por la ciudad de esta manera —dijo, mirando el ombligo de Fiodor.
—Me lo han robado todo —explicó Fiodor con brevedad.
—Esto no debe ocurrir —observó el policía.
—No, pero ha ocurrido —repuso Fiodor, meneando la cabeza (varias personas se habían detenido junto a ellos y seguían el diálogo con curiosidad).
—Tanto si le han robado como si no, está prohibido ir desnudo por la calle —insistió el policía, enfadándose.
—Cierto, pero tengo que llegar de algún modo a la parada de taxis, ¿comprende?
—No puede hacerlo en este estado.
—Por desgracia, soy incapaz de convertirme en humo o improvisar un traje.
—Y yo le estoy diciendo que no puede circular así —repitió el policía. («Una desvergüenza inaudita», comentó la voz gruesa de alguien de la última fila.)
—En tal caso —dijo Fiodor—, la única solución es que usted vaya a buscarme un taxi mientras yo me quedo aquí.
—Permanecer quieto, pero desnudo, también es imposible —replicó el policía.
—Me quitaré el bañador e imitaré a una estatua —sugirió Fiodor.
El policía sacó su cuaderno y arrancó con tanta furia el capuchón del lápiz que se le cayó al suelo. Un obrero lo recogió servilmente.
—Nombre y dirección —dijo el policía, fuera de sí.
—Conde Fiodor Godunov-Cherdyntsev —contestó Fiodor.
—Deje de hacerse el gracioso y dígame su nombre —vociferó el policía.
Llegó un oficial de mayor graduación y preguntó qué ocurría.
—Me han robado la ropa en el bosque —explicó Fiodor pacientemente, y de pronto advirtió que estaba empapado de lluvia. Uno o dos mirones habían corrido a refugiarse bajo una marquesina y una vieja que se mantenía muy cerca de Fiodor, abrió el paraguas y casi le sacó un ojo.
—¿Quién se la ha robado? —preguntó el sargento.
—No lo sé, y lo que es más, no me importa —repuso Fiodor—. Lo único que quiero ahora es irme a casa, y ustedes me lo están impidiendo.
La lluvia arreció de repente, barriendo el asfalto; toda su superficie parecía cubierta de velas saltarinas. Los policías (mojados y ennegrecidos por la humedad) consideraron tal vez el chaparrón como un elemento en el que un bañador era, si no apropiado, al menos permisible. El más joven intentó de nuevo conseguir la dirección de Fiodor, pero su superior le hizo una seña, y ambos, acelerando un poco el paso, se retiraron hacia el toldo de una tienda de comestibles. Fiodor Konstantinovich, reluciente de pies a cabeza, echó a correr bajo el ruidoso aguacero, dobló una esquina y se metió en un coche con la rapidez del rayo.
Al llegar a su casa dijo al conductor que esperase, pulsó el botón que hasta las ocho de la noche abría automáticamente la puerta de entrada y se lanzó escaleras arriba. Le abrió Marianna Nikolavna; el recibidor estaba lleno de gente y de cosas: Shchyogolev en mangas de camisa, dos individuos luchando con una caja (que al parecer contenía la radio), una bonita modistilla con una caja de sombreros, un rollo de alambre y un montón de ropa blanca de la lavandería...
—¡Está loco! —gritó Marianna Nikolavna.
—Por el amor de Dios, pague el taxi —dijo Fiodor, sorteando personas y cosas con el cuerpo aterido— y por fin, saltando sobre la barricada de baúles, entró como una tromba en su habitación.
Aquella noche cenaron todos juntos, y más tarde vendrían los Kasatkin, el barón báltico, una o dos personas más... En la mesa Fiodor dio una versión mejorada de su contratiempo, y Shchyogolev se rió con ganas, mientras Marianna Nikolavna quería saber (no sin razón) cuánto dinero llevaba en los pantalones. Zina se limitó a encogerse de hombros y con insólita franqueza instó a Fiodor a servirse vodka, temiendo que se hubiera resfriado.
—Bueno... ¡nuestra última velada! —exclamó Boris Ivanovich, después de reír a sus anchas—. Que tenga usted éxito, signor. Alguien me dijo el otro día que pergeñó un artículo bastante venenoso sobre Petrashevski. Muy laudable. Escucha, mamá, tenemos otra botella y no vale la pena llevárnosla; dásela a los Kasatkin.
«... de modo que va a quedarse huérfano —continuó, atacando la ensalada italiana y devorándola con la máxima intemperancia—. No creo que nuestra Zinaida Oscarovna le cuide demasiado bien. ¿Eh, princesa?... En fin, así es la vida, mi querido muchacho, un giro del destino, y jaque mate. Jamás creí que la fortuna llegara a sonreírme, toquemos madera, toquemos madera. Imagínese, el invierno pasado me preguntaba qué debía hacer: ¿apretarme el cinturón o vender a Marianna Nikolavna como chatarra? Usted y yo hemos cohabitado durante año y medio, si me permite la expresión, y mañana nos separaremos, probablemente para siempre. El hombre es juguete del destino. Hoy feliz, mañana hecho papilla. Cuando la cena concluyó y Zina hubo salido para abrir la puerta a los invitados, Fiodor se retiró en silencio a su habitación, donde todo estaba animado por la lluvia y el viento. Entornó la ventana, pero un momento después la noche dijo: «No», y con una especie de desvelada insistencia, desdeñando ataques entró nuevamente. «Me emocionó tanto saber que Tania ha tenido una niña, y estoy muy contento por ella y por ti. El otro día escribí a Tania una carta lírica y larga, pero tengo la incómoda sensación de haberme equivocado en el sobre: en lugar de "122" puse otro número, sin darme cuenta, como ya hice otra vez; ignoro por qué ocurren estas cosas, uno escribe una dirección muchas veces, correcta y automáticamente, y de repente otro día titubea, la mira con atención y siente que no está seguro, que parece desconocida, es muy extraño... Ya sabes, como elegir una palabra sencilla, "indolente", por ejemplo, y verla como "in-dolente" o "indo-lente" hasta que es completamente extraña y salvaje, algo parecido a "impelente" o "emoliente". Creo que esto ocurrirá algún día con toda la existencia. En cualquier caso, desea de mi parte a Tania todo lo alegre, verde y estival de Leshino. Mañana se marchan mis patronos y estoy fuera de mí de alegría: fuera de mí, situación muy agradable, como estar de noche sobre un tejado. Me quedaré otro mes en Agamemnonstrasse y luego me trasladaré. Ignoro cómo irán las cosas. A propósito, mi Chemyshevski se está vendiendo bastante bien. ¿Quién te dijo exactamente que Bunin lo alabó? Mis esfuerzos por el libro ya me parecen una historia antigua, así como aquellas tormentas del pensamiento, los apuros de la pluma, y ahora estoy completamente vacío, limpio y dispuesto a recibir nuevos inquilínos. Parezco un gitano de tan moreno que me ha puesto el sol del Grunewald. Algo está empezando a tomar forma, creo que escribiré una novela clásica, con "tipos", amor, destino, conversaciones...»