La puerta se abrió de improviso. Zina se asomó y, sin soltar la manecilla, tiró algo sobre la mesa.
—Paga a mamá con esto —dijo; le miró con los ojos semicerrados y desapareció.
Fiodor desdobló el billete. Doscientos marcos. La cantidad se le antojaba colosal, pero un sencillo cálculo le demostró que no sobraría nada después de pagar los dos últimos meses, ochenta más ochenta, y treinta y cinco para el siguiente, que no incluiría la pensión. Pero todo se hizo confuso cuando empezó a considerar que el último mes no había almorzado ningún día, pero por otro lado disfrutado de ceñas más abundantes aparte la cantidad entregada a cuenta, diez (¿o quince?) marcos, debía conversaciones telefónicas y dos o tres tonterías más, como el taxi de hoy. La solución del problema estaba más allá de sus fuerzas, le aburría; guardó el dinero debajo de un diccionario.
«... y descripciones de la naturaleza. Me alegra mucho que estés releyendo mi libro, pero ahora hay que olvidarlo, ha sido sólo un ejercicio, una prueba, un ensayo antes de las vacaciones escolares. Te he echado mucho de menos y tal vez (lo repito, no sé cómo irán las cosas) te visitaré en París. En términos generales, mañana mismo abandonaría este país, opresivo como un dolor de cabeza, donde todo me resulta extraño y repelente, donde consideran la cumbre de la literatura una novela sobre el incesto u otro tema escabroso, o un cuento pegajoso, retórico y seudobrutal sobre la guerra; donde, de hecho, no hay literatura ni la ha habido durante mucho tiempo; donde, asomando por entre la niebla de una humedad democrática extremadamente monótona —también seudo—, pueden verse las mismas botas y el mismo casco; donde nuestra nativa e impuesta "intención social" en literatura ha sido reemplazada por la oportunidad social, etc. etc. Podría seguir así mucho rato —y es divertido que cincuenta años atrás todo pensador ruso que dispusiera de una maleta escribiera exactamente lo mismo— acusación tan obvia que ha llegado a ser incluso trivial. En cambio, en la mitad dorada del siglo pasado, ¡Dios mío, qué transportes! "Pequeña Alemania, tan gemütlich, ach, íntima, agradable, casitas de ladrillo, ach, los niños van a la escuela, ach, el campesino no golpea a su caballo con un garrote...! No importa, tiene su propio modo alemán de torturarlo, en un cómodo rincón, con un hierro candente. Sí, me habría marchado hace tiempo, pero hay ciertas circunstancias personales (además de mi maravillosa soledad en este país, el benéfico y maravilloso contraste entre mi estado interior y el mundo de terrible frialdad que me rodea; ya sabes que en los países fríos las casas están más calientes que en el sur, y mejor aisladas), pero incluso estas circunstancias personales pueden tomar un giro que me permita abandonar la Fetterland y llevarla conmigo. ¿Y cuándo regresaremos a Rusia? Qué sentimentalismo estúpido, qué gemido rapaz debe parecer nuestra inocente esperanza a la gente de Rusia. Pero nuestra nostalgia no es histórica —sólo humana—, ¿cómo explicárselo a ellos? Claro, para mí es más fácil que para otros vivir fuera de Rusia, porque sé seguro que volveré —primero, porque me llevé las llaves, y segundo, porque, no importa cuándo, dentro de cien o doscientos años —viviré allí en mis libros, o al menos en una nota al pie de algún investigador. Ya ves; ahora tenemos una esperanza histórica, una esperanza histórico-literaria... "Anhelo la inmortalidad, ¡incluso su sombra terrena!" Hoy te escribo tonterías continuas (sucesión continua de ideas) porque estoy bien y soy feliz, y además, todo esto tiene algo que ver, aunque de un modo indirecto, con la niña de Tania.
»La revista literaria que te interesa se llama La Torre. No la tengo, pero creo que la encontrarás en cualquier librería rusa. No ha llegado nada de tío Oleg. ¿Cuándo lo envió? Me parece que te has confundido. Bueno, es igual. Cuídate, je t'embrasse. La noche, la lluvia —cayendo en silencio— ha encontrado su ritmo nocturno y ahora puede continuar hasta el infinito.»
Oyó que el recibidor se llenaba de voces que se despedían, oyó caer el paraguas de alguien y llegar y detenerse el ascensor reclamado por Zina. Volvió a reinar el silencio. Fiodor fue al comedor, donde Shchyogolev cascaba las últimas nueces, masticándolas sólo con un lado, y Marianna Nikolavna quitaba la mesa. Su rostro rechoncho y sonrosado, las relucientes ventanas de la nariz, las cejas violeta, el cabello color de albaricoque que se volvía azul en la gruesa nuca afeitada, los ojos azules, con el rabillo pintado en exceso, momentáneamente fijos en las últimas gotas del fondo de la tetera, sus anillos, su broche granate, el chal floreado sobre los hombros, todo esto constituía, en su conjunto, una estampa tosca pero de colores muy vivos de un género algo anticuado. Se puso las gafas y leyó una hoja llena de números cuando Fiodor le preguntó cuánto le debía. Al oír esto Shchyogolov arqueó las cejas, sorprendido: estaba seguro de no obtener un céntimo más de su huésped, y como era bondadoso por naturaleza, la víspera había aconsejado a su mujer que no presionara a Fiodor y le escribiera una o dos semanas después desde Copenhague, y le amenazara con dirigirse a sus familiares. Después de pagar, Fiodor se guardó los tres marcos y medio que sobraban de los doscientos y fue a acostarse. En el recibidor se cruzó con Zina, que volvía de abajo. «¿Bien?» —dijo ella, con un dedo en el interruptor— interjección medio inquisitiva, medio apremiante que significaba, más o menos: «¿Vas a pasar? Yo apago la luz, así que date prisa.» El hoyuelo de su brazo desnudo, piernas enfundadas en seda pálida, zapatillas de terciopelo, rostro inclinado hacia abajo. Oscuridad.
Se acostó y empezó a dormirse al murmullo de la lluvia. Como siempre que se hallaba entre el estado consciente y el sueño, se inmiscuyeron toda clase de desechos verbales, brillando y tintineando: «El cristal crujiente de aquella noche cristiana bajo una estrella crisolítica...» y su mente, después de escuchar, aspiró a reunirlos y usarlos y empezó a añadir por su cuenta: Extinguida la luz de Yasnaya Poliana, y Pushkin muerto, y Rusia lejana... pero como esto no servía, el rosario de rimas continuó: «Una estrella fugaz, un crisólito audaz, el avatar de un aviador...» Su mente fue descendiendo poco a poco a un infierno de aliteraciones reptantes, a infernales asociaciones de palabras. A través de su insensata acumulación notó el pinchazo de un botón de la almohada en la mejilla; se volvió del otro lado y vio contra un fondo negro personas desnudas saltando al lago del Grunewald, y un monograma de luz parecido a un infusorio se deslizó en diagonal hasta el extremo más alto de su campo de visión subpalpebral. Tras cierta puerta cerrada de su cerebro, apoyada en la manecilla pero dándole la espalda, su mente empezó a discutir con alguien un secreto importante y complicado, pero cuando la puerta se abrió durante un minuto, resultó que hablaban de sillas, mesas y establos. De pronto, bajo la niebla cada vez más espesa, junto al último peaje de la razón, llegó la vibración argentina de un timbre de teléfono, y Fiodor dio otra media vuelta, se quedó boca abajo, cayéndose... La vibración permanecía entre sus dedos, como si le hubiera picado una ortiga. En el recibidor, donde ya había devuelto el auricular a su caja negra, estaba Zina, que parecía asustada.