Выбрать главу

—Era para ti —dijo en voz baja—. Tu antigua patrona, Frau Stoboy, quiere que vayas allí inmediatamente. Hay alguien esperándote en su casa. Date prisa.

Fiodor se puso unos pantalones de franela y, jadeando, salió a la calle. En esta época del año hay en Berlín algo similar a las noches blancas de San Petersburgo: el aire era de un gris transparente, y las casas parecían flotar en un espejismo jabonoso. Unos obreros del turno de noche habían levantado el arroyo en el chaflán, y era preciso caminar por estrechos pasadizos de tablas; a cada persona que entraba le daban una lihternita que a la salida debía colgar de un gancho clavado al poste, o bien dejar en la acera junto a unas botellas de leche vacías. Fiodor hizo esto último y siguió andando por las calles sin brillo, y el presentimiento de algo increíble, de una sorpresa imposible y sobrehumana salpicó su corazón con una mezcla de horror y felicidad. En la penumbra gris, unos niños ciegos que llevaban gafas oscuras salieron de dos en dos del edificio de una escuela y pasaron por su lado; estudiaban de noche (en escuelas económicamente oscuras, que durante el día cobijaban a niños videntes), y el clérigo que les acompañaba se parecía al maestro de escuela de Leshino, Bychkov. Apoyado contra un farol y con la cabeza colgando, muy abiertas las piernas en forma de tijera, enfundadas en las perneras de unos pantalones a rayas, y con las manos metidas en los bolsillos, un borracho flaco se antojaba recién salido de las páginas de una vieja revista satírica rusa. Aún había luz en la librería rusa, distribuían libros entre los taxistas nocturnos, y a través de la opacidad amarillenta del cristal distinguió la silueta de Misha Berezovski, que alargaba a alguien el atlas negro de Petrie. ¡Debe ser duro trabajar de noche! La excitación volvió a dominarle en cuanto llegó a su antiguo vecindario. Estaba sin aliento de tanto correr, y la manta enrollada le pesaba mucho en el brazo; tenía que apresurarse, pero no podía recordar el plano de las calles, y la noche cenicienta lo confundía todo, cambiando como en la imagen de un negativo la relación entre las partes oscuras y claras, y no había nadie a quien preguntar, todo el mundo dormía. De pronto se irguió un álamo y detrás una iglesia alta que tenía un rosetón de color rojo violáceo, dividido en rombos de luz policroma: en su interior tenía lugar un servicio nocturno y una vieja enlutada que llevaba un poco de algodón bajo el puente de las gafas, subía a toda prisa los escalones. Fiodor encontró su calle, pero en la entrada un poste con el dibujo de una mano enguantada indicaba que era preciso entrar en la calle por el otro extremo, donde estaba el edificio de correos, pues en este extremo habían depositado un montón de banderas para los festejos del día siguiente. Pero tenía miedo de perderla si daba un rodeo, y además, a la oficina de correos tendría que ir después, si aún no se había enviado un telegrama a su madre. Trepó por tablones, cajas y un ensortijado granadero de juguete y vislumbró la tan conocida casa, frente a la cual los obreros ya habían extendido una alfombra roja desde la acera hasta la esquina, igual como solían hacer frente a su casa del Malecón del Neva las noches de baile. Corrió escaleras arriba y Frau Stoboy le abrió inmediatamente. Tenía las mejillas ardientes y llevaba una bata blanca de hospital —con anterioridad había practicado la medicina—. «Le ruego que no se excite —dijo—. Vaya a su habitación y espere. Debe estar preparado para cualquier cosa», añadió con una nota vibrante en la voz, y le empujó hacia el interior de la habitación que él había creído no volver a ver en su vida. Perdiendo el control de sí mismo, la agarró por el hombro, pero ella se desasió. «Alguien ha venido a verle —dijo Frau Stoboy—; ahora descansa... Espere un par de minutos.» Cerró la puerta de golpe. La habitación estaba igual que cuando vivía en ella: los mismos cisnes y lirios en el papel de la pared, el mismo techo pintado y ornamentado con mariposas tibetanas (allí, por ejemplo, estaba la Thecla bieti). Expectación, temor, la escarcha de la felicidad, el ímpetu de los sollozos, fundidos en una única agitación cegadora mientras esperaba, incapaz de moverse, en el centro de la habitación, escuchando y mirando la puerta. Sabía quién entraría dentro de un momento y le asombraba haber dudado alguna vez de su regreso: la duda se le antojaba ahora igual que la obtusa obstinación de un demente, la desconfianza de un salvaje, la complacencia de un ignorante. El corazón le latía como ante una ejecución, pero al mismo tiempo esta ejecución era un gozo tan inmenso que la vida palidecía ante él, y no podía comprender la repugnancia que solía experimentar cuando, en sueños rápidamente construidos, evocaba lo que ahora iba a ocurrir en la vida real. De repente, la puerta se estremeció (otra, lejana, se había abierto ya) y oyó unos pasos conocidos, el murmullo doméstico de unas zapatillas de tafilete. Sin ruido, pero con terrible fuerza, la puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció su padre. Llevaba un casquete bordado en oro y una chaqueta negra de cheviotcon bolsillos para la pitillera y la lupa; las mejillas atezadas, con dos largos surcos a ambos lados de la nariz, estaban pulcramente afeitadas; algunos cabellos grises brillaban como sal en su barba oscura; entre una red de arrugas, sus ojos rieron, cálidos y francos. Pero Fiodor no se movió, incapaz de dar un paso. Su padre dijo algo, pero en voz tan tenue que le fue imposible entender nada, aunque intuía que tenía relación con su regreso, sano y salvo, humano y real. Pero incluso así, era terrible acercarse —tan terrible que Fiodor sentía que moriría si el recién llegado daba un paso hacia él—. En alguna de las habitaciones de atrás se oyó la risa extasiada de su madre, mientras su padre emitía sonidos suaves separando apenas los labios, como solía hacer cuando tomaba una decisión o buscaba algo en la página de un libro... entonces volvió a hablar —y esta vez sus palabras significaban que todo iba bien, que todo era sencillo, que ésta era la verdadera resurrección, que no podía ser de otro modo, y además: que estaba satisfecho —satisfecho de sus capturas, de su regreso, del libro de su hijo sobre él—, y entonces, por fin, todo se hizo fácil, se encendió una luz, y su padre abrió los brazos con efusiva alegría. Fiodor, con un gemido y un sollozo, se adelantó, y en la sensación colectiva de una chaqueta de lana, manos grandes y el tierno pinchazo de un bigote bien recortado, surgió un calor de felicidad extática, vivo, enorme, paradisíaco, en el cual se fundió y disolvió su corazón gélido.

Al principio la superposición de una cosa y otra y la franja pálida y palpitante que iba hacia arriba le resultaron totalmente incomprensibles, como palabras de una lengua olvidada o partes de un motor desmontado, y esta confusión sin sentido hizo que le recorriera un estremecimiento de pánico: me he despertado en la tumba, en la luna, en la mazmorra del no ser. Pero algo dio media vuelta en su cerebro, se serenaron sus pensamientos y se apresuraron a pintar la verdad, y se dio cuenta de que estaba mirando la cortina de una ventana entornada, sentado ante la mesa frente a esa ventana; tal es el tratado con la razón, el teatro del hábito terreno, la librea de la sustancia temporal. Bajó la cabeza hasta la almohada y se esforzó por alcanzar un sentido fugitivo —cálido, maravilloso, omnisciente— pero su nuevo sueño era una compilación árida, hilvanada con restos de la vida cotidiana y adaptada a ella.

La mañana era nublada y fresca y había charcos negros y grisáceos en el asfalto del patio; podía oírse el ruido desagradable del picado de alfombras. Los Shchyogolev habían terminado de hacer el equipaje; Zina estaba en la oficina y a la una almorzaría con su madre en el Vaterland. Por suerte no hubo sugerencias de que Fiodor las acompañara, por el contrario, Marianna Nikolavna, mientras le calentaba un poco de café en la cocina, donde él esperaba en bata, desconcertado por el ambiente de vivaque del apartamento, le advirtió que en la despensa tenía algo de jamón y ensalada italiana para el almuerzo. Por cierto, resultó que la infortunada persona que siempre obtenía su número por error, había llamado anoche: esta vez estaba tremendamente agitado, algo había ocurrido, algo que permaneció en el misterio.