ARBENIN. - (Pensativo) En todas partes reina el mal y el engaño. Y yo ayer, como un tonto, he escuchado en silencio cómo ha sucedido...
KAZARIN. - (Aparte) Sigue pensativo.
(Dirigiéndose a Arbenin) Ahora pasaremos a otro caso y lo analizaremos, pero poco a poco para no confundirlo.
Supongamos, por ejemplo, que tú quieras nuevamente abandonarte al juego o al libertinaje y tu amigo te dijese:
«¡Eh, cuidado, hermano!», y te diese otros sabios consejos; tú le escucharías y le desearías buenas noches y muchos años felices. Y si tratase de curarte de tu vicio por el vino, debes emborracharlo inmediatamente, y en cuanto a los naipes, ganarle inmediatamente una partida a cambio de sus consejos y si se salva en el juego debes ir al baile y enamorar a su mujer y si no te enamoras, por lo menos conquistarla para vengarte del marido, y en ambos casos tendrás razón, amigo; le darás por el consejo una lección.
ARBENIN. - Eres un notable moralista. Todos te conocen... Pero en cuanto al príncipe, le pagaré por la lección con mi honradez.
KAZARIN. - (Sin prestar atención a sus palabras) El último punto lo debo aclarar. Tú amas una mujer, por ejemplo; le das en sacrificio tu honor, tu riqueza, tu amistad y tu vida tal vez; la rodeas de honores y diversiones, pero, ¿por qué te debe estar ella agradecida?
Tú habrás hecho todo eso quizá no por pasión, sino en parte por amor propio; para poseerla, tú te sacrificas, pero no es por su felicidad. ¡Sí! Piénsalo fríamente y me dirás que todo en el mundo es convencional.
ARBENIN. - (Disgustado) Sí, sí, tienes razón; ¿qué es el amor para las mujeres? Ellas siempre necesitan nuevas victorias y tal vez ruegos, llanto y tormentos, y le parecerá ridículo este aspecto y esta voz implorante.
Tienes razón: es tonto aquel que cree, que sueña encontrar en una sola mujer el paraíso terrenal.
KAZARIN. - Tú piensas con mucha sensatez, aunque eres casado y feliz.
ARBENIN. - ¿En serio?
KAZARIN. - ¿No te parece?
ARBENIN. - Yo, feliz... sí...
KAZARIN. - Yo estoy contento, aunque lamento que estés casado.
ARBENIN. - ¿Por qué?
KAZARIN. - Así no más... Recuerdo nuestro pasado... cuando contigo bebíamos a cuenta de no recuerdo quién y éramos dos muchachos sin cabeza.
¡Qué tiempos aquéllos! A la mañana descansando con los recuerdos agradables de la víspera, luego el almuerzo, el vino, Raúl, el honor en copas talladas, brillantes y con espuma desbordante, conversaciones animadas de agudezas, luego el teatro..., el alma estremecida pensando cómo atraer a las bailarinas o a las actrices... ¿No es verdad que antes todo era mejor y más barato? La obra ha terminado y corremos apresurados a la casa de un amigo... entramos... el juego está en su apogeo; junto a los naipes, columnas de monedas de oro; unos arden y otros palidecen. Nos sentamos y comienza de nuevo una batalla y parece nuestra alma atravesada de pasiones y sensaciones incontenibles, y con frecuencia una idea gigante como un resorte levanta y enciende nuestra mente... y si vences al enemigo con tu habilidad, te parecerá que el propio Napoleón es lastimoso y ridículo, pues creerás que tienes el destino humildemente a tus pies.
(Arbenin se aparta).
ARBENIN. - ¡Oh! ¡Quién me devolverá aquellas tempestuosas esperanzas, quién me devolviera aquellos días insoportables y ardientes! Por aquellos días yo daría mi dicha ignorada y la tranquilidad; pero no son para mí... ¿Acaso estoy hecho para ser marido o padre de familia? ¿Yo, a mí, que he probado todas las debilidades, los vicios y las perversidades y ante su rostro jamás he temblado? ¡Fuera de mí, ángel benefactor! Yo no te conozco. Yo he sido engañado y nuestra breve unión desde hoy queda rota, destrozada. Adiós, adiós... (Se deja caer sobre una silla y se cubre el rostro con las manos).
KAZARIN. - ¡Ahora me pertenece!
ESCENA III
LAS HABITACIONES DEL PRÍNCIPE. LA PUERTA QUE UNE LAS DOS HABITACIONES ESTÁ ABIERTA; ÉL SE HALLA ACOSTADO SOBRE UN SOFÁ
IVÁN Y LUEGO ARBENIN
(El lacayo Iván mira el reloj).
IVÁN. - Ya son más de las siete y me ha ordenado despertarlo cuando suenen las ocho. Como duerme a la rusa y no a la moda, tendré tiempo de ir hasta la cantina.
Cerraré la puerta con candado, es más seguro, pero... parece que sube alguien por la escalera; diré que no está en casa y rápidamente los haré marchar. (Entra Arbenin).
ARBENIN. - ¿Está el príncipe en casa?
LACAYO. - No está en casa, señor.
ARBENIN. - No es verdad.
LACAYO. - Hace cinco minutos que se acaba de ir.
ARBENIN. - (Escuchando) ¡Mientes! Está aquí.
(Señalando el escritorio del príncipe) Y está durmiendo, por lo visto, dulcemente; desde aquí se escucha su pausada respiración. (Aparte) Pero pronto dejarás de hacerlo.
LACAYO. - (Aparte) Qué oído tiene...
(Dirigiéndose a Arbenin) El príncipe me ha prohibido despertarlo.
ARBENIN. - Le gusta dormir... tanto mejor, ya dormirá para siempre en paz, en sueño eterno. (Al lacayo) Creo que ya le he dicho que deberé esperar hasta que se despierte. (El lacayo sale).
ARBENIN. - (Solo) Ha llegado el momento.
Ahora o nunca. Ahora pondré a prueba todo, sin trabajo y sin temor; demostraré a nuestra generación que por lo menos hay un espíritu que sabe responder con frutos cuando le cae la semilla de la ofensa y la humillación.
¡Oh! Yo no soy de ellos. Es tarde para mí. Gritando atraería al enemigo y ellos reirían..., pero ahora no podrán hacerlo, ¡oh, no! Yo no soy de ésos. No permitiré ni una hora más sobre mi cabeza esta vergüenza insoportable. (Acercándose a la puerta) Duerme. ¿Qué es lo que verá en sueños por última vez?