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Reanimado por aquella voz, Ruslán coge en sus brazos a su esposa y abandona plácidamente aquellas alturas, bajando a los valles solitarios.

En silencio, y con el enano atado a la silla, emprende el regreso. Liudmila descansa en sus brazos, fresca como la aurora; su cabeza reposa sobre el hombro del guerrero. El viento del desierto juguetea con los bucles de sus cabellos, y sus labios murmuran el nombre de su esposo.

Ruslán, en su dulce ensimismamiento, percibe su aliento delicioso, su sonrisa, sus lágrimas y sus apagados gemidos.

Y el guerrero prosigue noche y día su camino por valles y montes. Aún está lejos el término y la doncella continúa dormida.

Surge ante ellos un valle en el que crecen escasamente algunos pinos; en el horizonte se divisa sobre el fondo claro del cielo azul una redonda colina. Ruslán adivina que se acerca a la Cabeza. Su caballo acelera el trote. Ya se ve claramente el milagro de los milagros. La Cabeza le mira fijamente. Sus cabellos, que le crecen sobre la vasta frente, semejan un oscuro bosque. Pero su rostro aparece inánime y pálido, como cubierto de una capa de plomo. Tiene abierta la enorme boca y se ven sus dientes apretados... Pesa sobre la Cabeza el último de sus días. El guerrero corre hacia ella, llevando consigo a la princesa y al enano atado a la silla, y le grita:

—¡Te saludo, Cabeza! ¡Aquí estoy! ¡El que te traicionó ha recibido ya su castigo! ¡Mira! ¡Aquí lo llevo! ¡El infame es ahora nuestro prisionero!

Estas palabras del príncipe reaniman a la Cabeza; recobra los sentidos y, como despertando de un sueño, le mira; y lanza un terrible gemido al reconocer al guerrero y adivinar la suerte de su hermano. Se le hinchan las narices, vuelven a coloreársele las mejillas y en sus ojos furibundos se refleja una última llamarada de furor. En su muda rabia hace rechinar sus dientes y balbucea con su lengua ya inánime denuestos ininteligibles.

Pronto debían concluir sus prolongados sufrimientos. Su frente se enfrió, su respiración fatigosa hízose más lenta, y el príncipe y Chernomor no tardaron en asistir a las convulsiones de la agonía... Y quedó dormida en el eterno sueño.

El guerrero se apartó silenciosamente de la Cabeza: el enano, que temblaba atado a la silla, no se atrevía a moverse ni a respirar y en el idioma de la magia negra rezó fervorosamente a los demonios.

*

En el declive de las sombreadas orillas de cierto río hasta ahora sin nombre, se levantaba una casita con techumbre derruida, rodeada de frondosos pinos y oculta en la frescura de un bosque.

La apacible corriente del río lamía el seto con sus perezosas olas, murmurando a la caricia de un fresco céfiro. El valle era solitario, sombrío y de los más apartados. Parecía que hubiera reinado allí el silencio más absoluto desde la mismísima creación del mundo.

Ruslán había hecho detenerse a su caballo. Todo estaba tranquilo y reinaba la paz más absoluta. El valle y el bosque de junto al río aparecían envueltos en la bruma matutina.

Depositó Ruslán a su esposa en tierra, sentóse junto a ella y, en silencio, suspiró triste y tiernamente.

Ve de pronto la vela de una barca y oye la canción de un pescador que resuena por la superficie de las tranquilas aguas.

El pescador, arrastrando las redes e inclinado sobre los remos, se dirige hacia la orilla cubierta de bosques, acercándose a la humilde cabaña. El príncipe ve cómo amarra la barca en la orilla. Una muchacha sale de la cabaña y corre al encuentro del pescador. Su cuerpo esbelto, sus cabellos en desorden, su tímida mirada, todo es tan gracioso que cautiva las almas sin querer. Se abrazan y se sientan junto a las frescas aguas. Ha llegado para ellos la hora de la charla y del descanso.

Pero nuestro joven guerrero, sentado allí junto a su amada, y en su muda sorpresa, ¿a quién reconoce en aquel feliz pescador?

Pues al khan de los kazares, al glorioso Ratmir, su joven rival de amor y de sangrientas luchas, a Ratmir, que en aquel lugar despoblado se ha olvidado de la hermosísima Liudmila.

El héroe se acerca a él, y también aquel hombre retirado del mundo reconoce a Ruslán y corre a su encuentro. Se oye una exclamación... El príncipe abraza al joven khan.

—¿Qué ven mis ojos? —pregunta el héroe—. ¿Qué haces aquí? ¿Has huido acaso de la vida agitada de las batallas, dejando abandonada tu espada victoriosa?

—¡Amigo! —le contesta el pescador—. Mi alma estaba cansada de las vanas y fugaces ilusiones de la gloria guerrera. Puedes creer que las distracciones inocentes, el amor y los bosques apacibles me gustan cien veces más. Ahora, al haber perdido aquel afán de luchar, ya no pago tributos a la locura, disfruto de una felicidad amable, y ¿creerás, buen compañero, que todo lo he olvidado ya... hasta los encantos de Liudmila?...

—¡Querido khan! ¡Me alegro por ti! —le dice Ruslán—. Porque la traigo conmigo.

—¿Es posible? ¿Cómo ha sido esto? ¿Qué escucho? ¿Dónde está? Yo tengo ya una esposa a la que quiero. Ha sido ella la causa de mi feliz transformación. ¡Ella representa ahora para mí toda mi alegría, mi vida entera! Ha sido ella la que me ha devuelto mi perdida juventud, la que me ha traído la paz y la que me ha hecho conocer el verdadero amor. Doce eran las doncellas que me enamoraban; pero a todas las abandoné por ésta. Abandoné su alegre castillo, oculto entre bosques del robles. Abandonados quedaron mi espada y mi pesado casco, me olvidé de la gloria y de mis enemigos. Me convertí en pacífico y anónimo anacoreta, y permanecí en este lugar tranquilo y solitario... ¡contigo, querida esposa, contigo, luz de mi alma!...

La pastora escuchaba sonriendo y suspirando la franca conversación de los amigos y miraba cariñosamente al khan de los kazares.

El pescador y el guerrero permanecieron hasta entrada la noche sentados en aquellas riberas, hablando animadamente y a corazón abierto.

Las horas transcurren veloces. Oscurécense ya el bosque y las montañas. Asciende la luna. Todo se sumerge en una paz todavía mayor.