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Ahora Farlaf cabalga por las calles. La gente que ha logrado verle desde los cultivos le sigue corriendo y se apresura a dar la alegre noticia al padre.

El traidor está ya a las puertas de palacio.

En aquellos momentos Vladimir el Sol, con el alma siempre acongojada, está sentado en sus aposentos, torturándose con sus constantes y amargas ideas. Le acompañan sus boyardos y guerreros, cuya expresión continúa siendo triste y grave.

De pronto se oye un griterío; y un inusitado alboroto se levanta en la entrada del palacio... Se abre una puerta y aparece ante sus ojos un guerrero desconocido. Se levantan cuchicheando... Y, de repente, empiezan todos a gritar llenos de sorpresa:

—¡Ha llegado Liudmila! ¡Farlaf! ¿Eres tú?

Trasmudado el semblante, el viejo príncipe se levanta del sillón y con pesados pasos se precipita hacia su hija. Se acerca. Quiere palparla con sus propias manos. Pero la muchacha de nada se da cuenta y sigue durmiendo su sueño encantado en brazos del asesino. Todos miran al viejo príncipe Vladimir y, confusos, quedan esperando.

El anciano permanece un momento callado, y de súbito lanza sobre el guerrero una mirada inquieta.

Pero éste se lleva astutamente el dedo a los labios y dice:

—¡Liudmila duerme! ¡Así la encontré hace poco en los solitarios robledales de Murom y en brazos de un demonio de los bosques!... Lo que sucedió allí fue tremendo... Luchamos tres días: tres veces la luna se levantó para iluminar nuestro combate. Por fin cayó él, y la joven princesa, sumida en un profundo sopor, quedó en mis manos... Pero quién podrá despertarla de su larguísimo y maravilloso sueño, es cosa que yo no sé; las leyes del destino permanecen ocultas, y, para consolarnos, sólo nos quedan la esperanza y la paciencia.

Muy pronto la terrible noticia se propagó por toda la ciudad y la muchedumbre se agolpó en la plaza.

Para todo el mundo están abiertas las puertas de palacio. La gente se agita y se precipita al lugar donde, sobre un alto catafalco cubierto de rico brocado, descansa la princesa en su profundo sueño. Príncipes y guerreros la rodean, sumidos en honda tristeza. Suenan junto a ella cuernos, tímpanos, salterios y tamboriles. Rendido por el dolor, el viejo príncipe llora silenciosamente, y caen sus níveos cabellos a los pies de su hija.

Junto a él, cubierto el semblante de mortal palidez, está Farlaf. Arrepentido y furioso a un tiempo, tiembla, perdida toda su arrogancia.

Llega la noche. Pero nadie duerme en la ciudad. Todos se apretujan gritando y comentando el milagro.

Pero tan pronto como ha desaparecido la luz del cuarto menguante ante la faz del alba, toda la ciudad de Kiev se agita a causa de nuevas noticias alarmantes. De todas partes llegan ahora el griterío y el alboroto. Los habitantes de Kiev se agolpan ante los muros de la ciudad y desde allí presencian este cuadro: a través de la bruma matutina descúbrense claramente blancas tiendas de campaña en la orilla opuesta del río; centellean las adargas, por el campo galopan los jinetes y a lo lejos se ve como se aproximan los carros de combate, levantando negras nubes de polvo; en las cimas de las montañas se ven arder hogueras. ¡Oh, desgracia! ¡Se han sublevado los pechenegos!

*

Mientras tanto, el sabio finlandés, poderoso señor de los espíritus, aguardaba tranquilo en el desierto la llegada inevitable del día fijado desde hacía mucho tiempo por el destino.

Existe un valle milagroso, rodeado de abrasadoras estepas, protegidas por abruptas cordilleras, morada de vientos y tempestades; un valle existe en el cual a la caída del sol no se atreve a penetrar siquiera la mirada de la bruja.

Por aquel valle corren los arroyuelos. Uno de ellos lleva "agua de la vida", que murmura saltando alegremente sobre las piedras. Y el otro lleva el "agua de la muerte". Reina allí un profundo silencio. Duermen los vientos, no sopla la fresca brisa primaveral, se yerguen inmóviles los pinos seculares, los pájaros no revolotean, y el ciervo no se atreve a beber aquellas aguas misteriosas; ni aun en los días más sofocantes del verano. Custodia aquellas riberas desde el principio de los siglos una silenciosa pareja de espíritus.

A ellos se presentó, pues, el anacoreta, llevando en las manos dos jarros vacíos. Los espíritus despertaron de su sueño, pero, al verlo, se alejaron llenos de temor.

Inclinándose el anacoreta, sumergió en las vírgenes aguas sus dos jarros y, hecho esto, se elevó y desapareció en los aires.

En un instante compareció en el valle, donde yacía inmóvil Ruslán, bañado en su sangre.

El anciano se acercó al guerrero, le roció con unas gotas del "agua de la muerte" y al momento se cicatrizaron las heridas. Y el cuerpo del mancebo pareció revivir en toda su belleza. Roció luego el hechicero al príncipe con unas gotas de "agua de la vida" y Ruslán se levantó animoso, con fuerzas nuevas, rebosante de juventud, y contempló con ávida mirada la luz del día. Lo sucedido le parecía ahora una pesadilla.

Pero ¿y Liudmila?... ¡Está solo!... Su corazón deja de latir...

Se estremece de pronto, sin embargo, al oír la voz del finlandés, que le llama y que, abrazándole, le dice:

—¡Se ha cumplido lo que estaba escrito! Te espera la felicidad, pero te aguarda antes una sangrienta batalla, en la que tu espada caerá como la tormenta sobre tus enemigos. Después gozará Kiev de una dulce paz. Allí encontrarás entonces a tu esposa. Toma esta sortija sagrada. Toca con ella la frente de Liudmila e instantáneamente perderá su fuerza el encantamiento. Ante ti temblarán tus enemigos. La paz quedará restablecida y se desvanecerá la enemistad. ¡Sed, pues, felices los dos! Y ahora, ¡adiós, querido guerrero, y para mucho tiempo! Dame la mano... nos volveremos a ver al otro lado de la tumba... antes no.

Dicho esto, el anciano desapareció, esfumándose.

Loco de alegría, Ruslán, nacido a una vida nueva, hace un gesto como queriendo detenerle, pero nada se oye ya. El guerrero se encuentra solo en el campo. El caballo, con el enano atado a la silla, se encabrita y corre impaciente junto a él, agitando las crines y relinchando. El príncipe, que ya lo espera, monta sano y salvo y vuelve a galopar a través de montes y selvas.

*