Por el mismo tiempo la asediada ciudad de Kiev presentaba un aspecto vergonzoso.
El pueblo, desesperado, contempla desde muros y torres los campos devastados y aguarda con terror el castigo del Cielo. Los habitantes lloran silenciosamente en sus casas y junto a los depósitos de trigo.
Vladimir, solo, reza fervorosamente al lado de su hija; una multitud de valerosos guerreros se prepara para la sangrienta lucha en unión de las fieles tropas de los príncipes.
*
Y llega el día en el cual las vastas e incontenibles masas de enemigos se ponen en movimiento; bajan de las lomas e, irrumpiendo en el valle, se acercan a los muros de la capital.
En la ciudad suenan las trompetas, los combatientes cierran sus filas y se precipitan al encuentro del temible enemigo. Y se entabla el combate.
Olfateando la muerte, los caballos se encabritan; empiezan a sonar espadas y corazas; silban nubes de flechas y la sangre inunda el campo. Los jinetes intervienen y chocan en abigarrada confusión.
Combaten por un lado las filas una frente a otra; más allá lucha un soldado de a caballo con otro de a pie; aquí galopa asustado un corcel sin jinete.
Allí yace un ruso, acullá un pechenego. Allí se oyen gritos de victoria, aquí se emprende la fuga.
Allí un combatiente ha caído muerto de un golpe de maza, aquí otro yace atravesado por una flecha veloz y, más cerca todavía, se ve un caballo enloquecido pisoteando a un luchador derribado.
La batalla dura hasta entrada la noche, pero ni el enemigo ni los de Kiev consiguen la victoria.
Los combatientes duermen fatigados entre montones de ensangrentados cadáveres, y sólo llegan del campo de batalla lamentos y oraciones de guerreros.
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Palidecen las sombras; empiezan a brillar las aguas del río y nace un día gris, con un oriente brumoso. Montes y bosques empiezan a clarear y se despierta el cielo. Pero el campo de batalla permanece todavía dormido.
Mas de pronto se anima con gran ruido el campamento contrario; de nuevo se entra en batalla y resuenan los gritos de guerra.
En las filas de los de Kiev empieza a reinar la confusión y corren a la desbandada.
Pero en aquel momento se ve surgir en el campo, entre los enemigos, un extraño jinete. Su armadura resplandece a los rayos del sol y le hace aparecer como envuelto en llamas.
El jinete corre, salta, reparte mandobles a diestro y siniestro y hace sonar el cuerno.
Es Ruslán, que cae sobre los paganos como el rayo enviado por Dios. Galopa por todo el campamento del acobardado enemigo llevando al enano atado a la silla. Por donde silba su espada, por donde su caballo corre, caen segadas las cabezas. Las filas retroceden unas tras otras, y unas sobre otras van cayendo. En un instante se levantan montones de ensangrentados cadáveres, que son aplastados por los caballos o se confunden con los que quedan todavía vivos, y con enorme cantidad de lanzas, corazas y flechas.
Al oír resonar el cuerno, los ejércitos eslavos acuden junto al héroe. Y vuelve a entablarse la lucha...
—¡Muere, pagano!
El pánico se apodera de los pechenegos, hijos perpetuos de las batallas. Intentan reunir a sus caballos dispersados. Ya no se sienten con ánimos de resistir por más tiempo y corren a la desbandada, dejando abandonado el campo polvoriento y huyendo de las espadas de Kiev. Pero están destinados a acabar en el infierno.
La espada rusa los hace caer por millares. La ciudad entera de Kiev celebra la victoria. El héroe esforzado recorre las calles. En la mano derecha sostiene su espada victoriosa; brilla la lanza como una estrella y resbala la sangre sobre su coraza de cobre. El viento hace mover la barba que lleva atada al casco. Y el guerreo se dirige apresurado, y animado por la esperanza, al palacio del príncipe, abriéndose paso entre la inmensa multitud.
El pueblo, entusiasmado, lo aclama calurosamente.
La alegría infunde nuevas fuerzas al joven príncipe. Llega a palacio. Se halla éste sumido en el silencio en que duerme Liudmila su sueño encantado. A sus pies está el gran príncipe Vladimir, triste y sin esperanzas. Todos sus amigos han sido llamados al campo de la sangrienta batalla.
Farlaf, que huye de la fama y prefiere hallarse lejos de las espadas enemigas y de los peligros del campamento, monta la guardia a las puertas del palacio.
Apenas el asesino reconoce a Ruslán, parécele que se le hiela la sangre en las venas, se le enturbia la mirada; se ahoga una exclamación en sus labios y, casi desvanecido, cae de rodillas. Su traición espera sólo el castigo que merece.
Pero Ruslán, acordándose del mágico anillo, corre ya en busca de Liudmila; la ve dormida plácidamente y aplica a su frente la sortija con mano temblorosa...!
¡Y se cumple el milagro!
¡La joven princesa suspira y abre sus ojos claros!
Parece extrañada por lo larga que ha sido la noche. Cree estar soñando todavía.
Pero no tarda en ver que tiene ante ella a su esposo...
El príncipe abraza a Liudmila, y en su alegría nada oye ni ve.
El anciano, por su parte, abraza emocionado y llorando a los seres queridos.
*
Y ¿cómo voy a acabar el cuento? ¡Lo adivináis ya, amigos míos!
La ira algo injustificada del anciano se ablandó. Farlaf, arrodillado ante Ruslán y Liudmila, reconoció y confesó su infamia y su vergonzosa conducta, y el príncipe le perdonó.
El enano, perdida ya su fuerza mágica, fue admitido en palacio.
Y en vista del feliz desenlace, Vladimir volvió a organizar un festín en sus espaciosos aposentos.
Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota.
* * *