Pero el día termina ya, guerrero, y te conviene el reposo.
Ruslán se acuesta sobre el blando musgo, a la tenue luz de la lamparilla, e intenta conciliar el sueño...
Suspira, cambia de posición; mas todo es en vano.
—No puedo dormir, padre mío —acaba diciendo—. No sé qué hacer. Mi alma está enferma... el sueño huye de mí... La vida me es penosa en demasía... Permite que me alivie con tu santa conversación. Perdóname una pregunta indiscreta: ¿quién eres tú, hombre bondadoso y enigmático?... ¿Quién te obligó a vivir en este lugar desierto?
El anciano, suspirando, le sonrió afablemente y le dijo:
—Querido hijo mío. Yo soy finlandés, y por el tiempo de mi despreocupada juventud, apacenté ganado de las vecinas aldeas en valles sólo por nosotros conocidos. Ignoraba todo lo que no fueran bosques impenetrables, arroyos y cavernas ocultas en las rocas, así como las diversiones propias de nuestra salvaje miseria. A pesar de ello, no quiso la suerte que viviera yo largo tiempo en aquella tranquila quietud.
Cerca de nuestra aldea crecía entonces, como una flor solitaria, una muchacha llamada Naína, que sobresalía entre sus amigas por su extraordinaria belleza.
Cierto día, al llevar yo mis rebaños por los prados y cuando estaba preparando mi gaita, me encontré a orillas de un torrente impetuoso.
Una hermosa muchacha trenzaba allí una corona de flores... El destino me había llevado hasta ella...
¡Era Naína, guerrero! Me le acerqué, y mi atrevida mirada vióse correspondida con otra no menos ardiente. Conocí entonces lo que era el amor, con toda su celestial delicia y su angustia torturadora.
Así transcurrió medio año, durante el cual le declaré mi amor diciéndole: "Te quiero, Naína."
Pero Naína, que se complacía sólo en sus propios encantos, escuchó mis palabras con altivez e indiferencia y me contestó fríamente: "Pues yo no te quiero, pastor."
Al escuchar tal respuesta, me pareció que el mundo se oscurecía; y ni los árboles, ni los bosques frondosos, ni los alegres juegos de los pastores, lograron ya calmar mi angustia.
Mi corazón languideció de tristeza. Y así, decidíme al fin a abandonar los campos finlandeses y a atravesar los peligrosos abismos del mar, a fin de conquistar el corazón de la altiva Naína, con la gloria de guerreras hazañas.
Reuní, pues, a unos cuantos pescadores decididos, y les invité a buscar peligros y oro. Por primera vez el país tranquilo de mis padres y abuelos oyó el estrépito de las armas y miró pasar las naves de guerra.
Así me perdí en la lejanía, henchido de esperanza, con aquel puñado de valientes, hijos de mi tierra.
Por espacio de diez largos años salpicamos con sangre de enemigos las nieves y las aguas. Nos precedió la fama; los reyes temblaron ante mi arrojo, y sus orgullosos regimientos huyeron ante las armas del Norte.
Guerreábamos denodadamente y llenos de alegría. Nos repartíamos dones y botines y celebrábamos las victorias en unión de los vencidos.
Pero mi corazón, rebosante de amor por Naína, sufría silenciosamente en el fragor de las batallas y en el bullicio de los festines, sin poder olvidar nunca las riberas finlandesas.
"¡Amigos!", dije. "Ya es hora de volver y de colgar las armas a la sombra de nuestras casas paternas."
Moviéronse ruidosamente los remos, dejando tras nosotros el terror y la muerte; y muy pronto atracamos con júbilo en el golfo de nuestra querida patria.
"¡Por fin se ven realizadas mis ilusiones y mis más ardientes deseos! Se aproxima la hora del dulce encuentro... Arrojaré a los pies de la muchacha hermosa y altiva mi espada ensangrentada, arrojaré perlas, y oro y corales."
Así comparecí ante ella, embriagado de pasión y rodeado de sus envidiosas amigas, semejante en todo a un sumiso vencido.
Pero la hermosa muchacha se alejó y me dijo con tono indiferente:
"¡Héroe! ¡No te quiero!"
Mas, ¿para qué contarte, hijo mío, todo lo que, para ser contado, requeriría de mí fuerzas que no tengo?
¡Ay! Aún ahora, viviendo aquí completamente a solas con mi alma, y encontrándome ya a las puertas de la tumba, corren amargas lágrimas por mi barba blanca, recordando el pasado.
Pero déjame que prosiga. En mi patria, entre los pescadores solitarios, se practica una ciencia milagrosa. Siempre ocultos y al amparo del eterno silencio de los bosques, viven, en los más apartados rincones, viejos hechiceros. Todos sus pensamientos se dirigen a la más alta sabiduría. Saben todo lo pasado y todo lo por venir. Y las cosas todas están sometidas a su terrible voluntad, la muerte y aun el mismo amor.
Ávido y empedernido buscador de oro como yo era, resolvíme, en mi infinita tristeza, a conquistar a Naína por medio de las artes mágicas, encendiendo una llama amorosa en el corazón de la hermosa muchacha con artificios de hechicería.
Me alejé, pues, internándome en aquellos bosques sombríos, en los que pasé largos años estudiando entre los sabios hechiceros. Llegó finalmente el día, por mí tan anhelado, en que pude ya, con mi clara inteligencia, penetrar los más ocultos y terribles arcanos de la naturaleza y en el que comprendí todo el poder de las invocaciones mágicas.
"¡Así conseguiré coronar pronto mis deseos y mi amor!" pensaba yo." Ahora, Naína. te venceré y serás mía!"
Mas no fui yo el vencedor, sino el destino, que me perseguía sin descanso.
Lleno de esperanzas juveniles, empecé a invocar a los espíritus. Y he aquí que el silencio eterno de la fronda se vio turbado por un trueno formidable, acompañado de la luz de un relámpago. Prodújose un mágico torbellino... La tierra tembló bajo los pies... y ante mis ojos apareció sentada una vieja canosa, con ojos brillantes y hundidos y una enorme joroba, símbolo de la más triste decrepitud.
¡Ay guerrero! ¡Aquella mujer era Naína! Quedé horrorizado y sin poder hablar, contemplando el repugnante fantasma y sin dar fe a mis propios ojos...