Entonces prorrumpí en súbito llanto y dije:
"¿Es posible que seas tú, Naína? ¿Dónde está tu hermosura? ¿Cómo has podido cambiar así?... Dime, ¿cuánto tiempo hace que no nos hemos visto?..."
"¿Cuánto?... Pues cuarenta años justos", me contestó ella. "Hoy he cumplido los setenta... ¡Qué se le va a hacer!", prosiguió con su voz cascada y ronca. "El tiempo vuela. Ha pasado ya tu primavera y la mía también... Los dos nos hemos hecho viejos... Pero escúchame, querido mío, todo esto no tiene importancia... Claro que ahora ya tengo canas... También me siento menos animada que en otros tiempos... No tengo tantos atractivos... Pero en cambio voy a confesarte una cosa: ¡Soy bruja!"
Y decía la verdad. Quédeme inmóvil y aturdido.
Comprendí que era un imbécil a pesar de toda mi sabiduría.
¡Pero lo más terrible fue que la fuerza mágica consiguió lo que yo me había propuesto! ¡Sintióse aquella vieja enamorada de mí!
Entonces huí.
La vieja se puso a perseguirme, y llenándome de insultos:
"¡Ah, ingrato!" me dijo. "¿Para qué has querido turbar mi sosiego? ¿Por qué, al conseguir mi amor, huyes de mí, de tu Naína, y me desprecias? ¡Ay, así son todos los hombres! ¡Traidores todos! ¡Infeliz de mí!... ¡Pero me vengaré de ti, vil seductor, déspota y raptor de doncellas inocentes!"
Así nos despedimos. Desde entonces vivo aquí en la mayor soledad, con el alma destrozada. La naturaleza, la sabiduría y la tranquilidad constituyen el consuelo de este anciano que miras ahora, y a quien espera ya la tumba.
Pero la llama de amor de la vieja se ha convertido en terrible odio. En su alma anida la más negra maldad, y, sin duda alguna, la vieja bruja habrá de odiarte a ti también... Por fortuna, los pesares no son eternos en este mundo nuestro.
*
El guerrero había escuchado ávidamente las palabras del anciano, sin cerrar los ojos, sin sentir deseos de dormir; y, meditando y reflexionando, no se dio cuenta de cómo transcurría la noche.
Empezó a clarear el nuevo día...
Suspirando, el agradecido mancebo se despidió del anciano dándole un fuerte abrazo.
Su alma estaba llena de esperanza.
Salió de la cueva y, espoleando a su caballo adormecido, y enderezándose en la silla, lanzó un silbido y gritó al hechicero:
—¡No me abandones, padre!
Y se lanzó el campo.
—¡Buen viaje! —le contestó el viejo—. ¡Adiós! ¡Quiere a tu esposa y no olvides los consejos de este anciano!
CANTO SEGUNDO
El indómito Rogday que, lleno de un presentimiento inexplicable, se había dirigido a un país desierto, dejando a sus compañeros, cabalgaba ahora meditabundo entre selvas solitarias, y el espíritu maligno no dejaba de turbar un solo instante su alma entristecida.
Marchaba el guerrero, sombrío y malhumorado, murmurando constantemente:
—¡Combatiré y mataré! ¡Venceré todos los obstáculos que salgan a mi paso!... ¡Sabrás quien soy, Ruslán! ¡Y entonces podrá prorrumpir en llanto la doncella!
Y dando una súbita vuelta, regresó cabalgando por el mismo camino.
Aquella mañana el intrépido Farlaf, después de un largo y muy tranquilo sueño dormido cerca de un arroyo, huyendo de los rayos del sol, almorzaba, en completa soledad, para reponer sus fuerzas.
De pronto ve cómo vuela por el campo, semejante a la tormenta, un jinete desconocido. Sin perder tiempo, Farlaf abandona la comida, el casco, la coraza y los guantes y, saltando sobre el caballo, huye al galope.
Pero el otro le persigue:
—¡Detente! ¡Villano! ¡Cobarde! —le grita el desconocido—. ¡Espera! ¡Quiero cortarte la cabeza!
Farlaf reconoce la voz de Rogday y se estremece; tiembla y espolea más aún a su caballo. Así corre la liebre, con las orejas tiesas, a través de campos y bosques, huyendo del perro.
El terreno por el cual cabalgaba Farlaf, estaba cruzado por turbios arroyos, producidos por el deshielo primaveral. Su caballo veloz tropezó con un foso, pero agitando la cola y las blancas crines, saltó y venció el obstáculo. Mas el cobarde jinete cayó pesadamente en el fango del foso con los pies al aire; y, confundiendo tierra y cielo, aguardó la muerte.
Rogday se acercó blandiendo su espada.
—¡Muere, cobarde! —exclamó.
Pero al reconocer a Farlaf, sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Su mirada expresó desconcierto y desdén. Y nuestro héroe Rogday se apresuró a alejarse del foso.
Se sentía irritado y al propio tiempo no podía menos de reírse de sí mismo.
Poco después encontró en el camino a una anciana de larga cabellera canosa jorobada por más señas. La vieja apenas podía caminar, pero, no obstante, señaló con el bastón la dirección del norte y le dijo:
—¡Por allí le encontrarás!
Y Rogday, lleno de alegría, voló hacia el norte, sin saber que volaba tal vez hacia la muerte.
*
¿Y Farlaf? ¿Qué hace Farlaf?
Pues Farlaf se ha quedado en el foso, sin atreverse a respirar de nuevo, preguntándose si aún vive o no y cavilando sobre la dirección que habría tomado su adversario.
Oye de pronto la voz cascada de una anciana que le habla desde arriba:
—¡Levántate, mancebo! En el campo reina la calma. Te traigo el caballo. Levántate y escúchame.
Turbado, abandona el guerrero el enfangado foso, mira con recelo a todas partes y, animado ya y respirando por fin libremente, exclama:
—¡Gracias a Dios, estoy sano y salvo!
—Está bien —prosigue la vieja—. Pero debes saber que encontrar a Liudmila es cosa más que difícil. Está muy lejos. Y ni tú ni yo daremos con ella. Además es sumamente peligroso andar errante por el mundo. Créeme, mejor harás siguiendo mi consejo; regresa tranquilamente a tu propiedad de Kiev, y descansa allí sin preocuparte. A Liudmila la encontrarán sin nuestra ayuda.