Dicho esto, la vieja desapareció.
Por ser nuestro héroe muy prudente, púsose acto seguido en camino hacia su casa, renunciando a la gloria y llegando hasta a olvidar a la joven y hermosa princesa. Y cabalgó, asustándose por el menor rumor del bosque, por el vuelo de un pájaro o por el murmullo de un arroyo.
*
Entre tanto, Ruslán estaba muy lejos de allí, atravesando selvas o galopando por los campos, con el pensamiento fijo en Liudmila, su única alegría.
—¡Ay, querida compañera! ¿Dónde estás? ¡Si yo pudiera encontrarte, esposa fiel!... ¡Quién sabe si no volveré a contemplar ya más tus hermosos ojos ni a oír tu dulce voz!... ¿Querrá el destino que permanezcas para siempre prisionera del hechicero y que languidezcas marchitándote en tu prisión? ¿O me encontrará uno de mis rivales y...? ¡Pero no, esto no! ¡No temas, tesoro mío, mi fiel espada me acompañará siempre y mi cabeza se mantendrá firme sobre mis hombros!
Cierta noche oscura seguía Ruslán la orilla abrupta y pedregosa de un río. Corría abajo el agua. Todo estaba tranquilo alrededor. De pronto silbó una flecha... se oyó el ruido de una coraza y los relinchos y el galope de un caballo.
—¡Detente! —le grita una voz.
Ruslán vuelve la cabeza. Un jinete vuela hacia él con la lanza en alto. Es el khan de los kazares, que se precipita sobre el príncipe.
—¡Por fin he logrado encontrarte, amigo! ¡Prepárate a morir! —le grita el jinete—. ¡Inmóvil te quedarás en este mismo lugar... y entonces podrás ir en busca de tu princesa!
Ruslán, enfurecido, reconoció la voz de Ratmir.
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Pero, amigos ¿qué le ocurre a nuestra gentil doncella? Dejemos de ocuparnos, por un momento, de los jóvenes guerreros. Más tarde volveremos a ellos. Ha llegado ya el punto de acordarnos de la princesa y del terrible Chernomor.
Os he contado ya cómo durante una noche oscura desaparecieron, ante los ojos de Ruslán y envueltos en una densa niebla, los encantos de la dulce princesa.
¡Pobre Liudmila! Cuando el raptor se apoderó de ti, arrebatándote de tu aposento, voló contigo por las nubes y se dirigió, envuelto en humo y tinieblas, hacia sus montañas; perdiste el conocimiento y te encontraste después, pálida y temblorosa, en el castillo encantado del brujo.
Así vi también una vez, desde el umbral de mi casita, cómo un día de verano corría un gallo, sultán del gallinero, persiguiendo a una tímida gallina. Disponíase ya mi gallo a alcanzarla... Pero por encima de él un azor gris, viejo raptor de los polluelos de la aldea, volaba describiendo círculos caprichosos, y lleno de oscuras intenciones. De súbito cayó como un rayo en el corral y volvió a subir. Y ya se encuentra la pobrecilla en las garras del peligroso raptor, que se la lleva a sus oscuras cuevas, lugar seguro para él. En vano el gallo, sorprendido y tembloroso, llama a su compañera. No ve ya más que plumas que vuelan arrastradas por el viento...
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La princesa permaneció sin sentido toda aquella noche, sumida en una oscura pesadilla. Por fin volvió en sí, y era ya la mañana, presa de una viva emoción, y angustiada a la vez por un funesto presentimiento.
Su alma vuela al encuentro de la dicha y buscando con impaciencia a aquel a quien ama, murmura:
—¿Dónde estás, esposo amado?
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Pero se estremece al mirar en derredor...
¡Liudmila! ¿Dónde está tu habitación?... La pobre doncella se despierta entre mullidas alfombras, bajo un rico baldaquín... allí cortinas... aquí espesos colchones, borlas y bordados incomparables... Por doquier riquísimos brocados... Brillan las piedras preciosas; y de los trípodes de oro ascienden nubes de humo aromático...
Pero basta... No es preciso que describa un palacio encantado, pues Scherezade lo hizo antes que yo.
Mas ningún valor tiene el más soberbio de los palacios si no alberga a un ser querido.
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Tres doncellas de adorable belleza, ataviadas con ligeras y maravillosas vestiduras, presentáronse ante la princesa... Se acercaron y la saludaron inclinándose hasta el suelo.
Una de ellas, con sus dedos ligeros como el aire, le peinó sus dorados cabellos, disponiéndolos en trenzas, con maestría digna de nuestros tiempos; luego ciñó su blanca frente con una corona de perlas.
Acercóse después, con tímida mirada, una segunda doncella. Y el esbelto cuerpo de Liudmila se vio envuelto en una riquísima túnica color de cielo. Sobre sus hombros y su pecho cayó un velo transparente como la bruma. Dos ligerísimas zapatillas comprimieron su par de piececillos, maravilla entre las maravillas.
La tercera de las doncellas ofreció a la princesa un cinturón de corales, mientras una cantante invisible entonaba alegres canciones.
Pero ni las piedras preciosas, ni las perlas, ni tampoco las alegres canciones de alabanza, podían aliviar el alma de la joven princesa. En vano le mostraba el espejo sus encantos, sus espléndidos vestidos; ella permanecía triste y callada.
Y los amantes de la verdad, como en general todos los que pueden leer en el fondo de los corazones, saben sobradamente que si una mujer se muestra apenada y si, a través de sus lágrimas, se olvida, contra toda razón y costumbre, de lanzar una mirada, aunque sea de reojo, al espejo, es que en verdad se siente en extremo afligida.
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Liudmila vuelve a encontrarse sola. Sin saber qué hacer se acerca a una ventana enrejada y su mirada se pierde en la brumosa lejanía. Todo parece muerto. Los valles están cubiertos de blancas alfombras de nieve. Los sombríos picos de las montañas parecen dormidos en medio de aquella blanca monotonía y de aquel eterno silencio. En parte alguna se divisa una humeante chimenea, ni huellas de vida humana. El son alegre del cuerno de caza no resuena por aquellos montes desolados. Tan sólo ráfagas de viento soplan sobre el campo desierto, agitando las copas de los árboles desnudos que se elevan hacia el cielo pálido.