Llorando de desesperación, Liudmila se cubre el rostro con las manos.
—¡Desventurada de mí! ¿Qué me aguarda ahora?...
Se precipita hacia una puerta y ésta se abre ante ella a los sones de una música melodiosa.
Liudmila se encuentra ahora en un jardín. ¡Qué maravilloso lugar! ¡Es más bello que los jardines de Armida y más admirable aún que los que poseyeron el rey Salomón y el príncipe de Taurida! Ofrécense a su vista, agitados y rumorosos, espléndidos bosques de robles, avenidas de palmeras y parques de laureles, hileras de mirtos, altivas copas de cedros y dorados naranjales. Y todo se refleja en el espejo de las aguas.
La colina, los bosquecillos y los valles se ven reanimados por un calor primaveral y una brisa de mayo sopla refrescando los campos encantados. Un ruiseñor chino canta entre el follaje. Brillan los surtidores lanzando hacia las nubes sus aguas cristalinas con alegre rumor, y salpicando las estatuas que los rodean, que parecen vivas. El propio Fidias, alumno de Febo y de Palas, contemplándolas, hubiera dejado caer, lleno de envidia, su divino cincel. Las cascadas, cayendo desde gran altura, se quiebran sobre rocas de mármol y se multiplican en perlas que brillan como el arco iris. Bajo la verde sombra de los bosques serpentean millares de arroyuelos, que vierten allí sus aguas soñolientas, lugares de frescura y descanso. Acá y acullá surgen de entre el eterno verdor soberbios pabellones entre tupidos rosales que bordean senderos solitarios.
Pero la inconsolable Liudmila ni siquiera mira todas aquellas bellezas. Está cansada de tanta maravilla y todo la entristece. Prosigue adelante su camino sin saber adónde va y pasea así por todo el jardín dando rienda suelta a sus lágrimas y elevando sus miradas al cielo, que le parece implacable y oscuro.
*
Paseándose mi encantadora Liudmila bajo el sol matinal, acaba por sentirse cansada. Considera llegado el momento de enjugar sus lágrimas y dice para sus adentros:
—¡Basta ya!
Se sienta sobre la hierba y empieza a mirar en torno suyo.
Pero apenas lo ha hecho, ve extenderse ante ella, con gran ruido, una sombreada tienda y ofrecérsele un suculento almuerzo con toda la vajilla de cristal. En el silencio del jardín empieza a tocar un arpa invisible.
La princesa cautiva se maravilla; pero piensa:
—¿Para qué seguiré viviendo lejos de mi amado y privada de libertad? ¡Oh, amado mío, cuyo amor me consuela y me martiriza a un tiempo! ¡Sábelo! No me infunde miedo el poder del malhechor. ¡Liudmila sabrá morir! ¡No me hacen falta, infame, tus tiendas ni tus manjares, ni tus canciones aburridas; no comeré, ni escucharé, y me verás morir en tus jardines!
Esto es lo que piensa Liudmila, pero se pone a comer.
La princesa se levanta y desaparecen en el acto la tienda y la lujosa vajilla, con las notas del arpa, y vuelve a reinar el silencio. Otra vez vaga Liudmila por los jardines solitarios y por los silenciosos bosques.
Mientras tanto, en el firmamento azulado empieza a navegar la luna, reina la noche; de todas partes acuden las sombras, cubriendo valles y promontorios. La princesa siente deseos de dormir, y entonces una fuerza misteriosa la levanta como un céfiro suave y la lleva, entre el aroma nocturno de las rosas, al castillo, depositándola en su aposento.
*
Reina un silencio sepulcral, en el que sólo se oye el palpitar de su corazón. Y en aquel silencio parécele de pronto que alguien se aproxima a ella. La princesa oculta su cabeza entre las manos, y... ¡horror! se oye ruido, y en la estancia penetra una luz, se abre la puerta y aparece una hilera de negros que se acercan majestuosa y silenciosamente blandiendo sus sables brillantes. Dan una vuelta a la derecha, y se acercan llevando sobre una gran almohada una larguísima barba blanca, tras la cual camina lentamente y con arrogante porte, levantando la cabeza sobre un cuello delgado y largo, un enano jorobado; a aquella cabeza, afeitada por completo y cubierta por un gorro alto y puntiagudo, pertenece la larga barba.
Ya está junto a la joven. La princesa da un salto y de un golpe hace caer el gorro del enano y se prepara a golpearle; al mismo tiempo lanza un terrible grito y empieza a chillar de tal modo que todos los negros se sobresaltan. El pobre enano, sorprendido y atemorizado, palidece aún más que la propia princesa; se enreda en su barba, y cae en tierra debatiéndose. Se levanta y vuelve a caer. Su séquito grita despavorido; tropiezan los negros unos con otros y por fin cogen en sus brazos al hechicero y salen con él de la estancia para desenredarlo de la barba. Pero dejan olvidado en el dormitorio de Liudmila su gorro puntiagudo.
*
¿Qué hace, entre tanto, nuestro querido guerrero? ¿Recordáis su último encuentro? Pues bien: bajo la luz indecisa de la luna entablan combate los enemigos. Sus miradas relampaguean de ira. Han hecho ya uso de sus lanzas, que cada uno ha arrojado desde lejos contra el adversario. Ya se han roto sus espadas, y sus corazas están cubiertas de sangre. Sus adargas han volado hechas pedazos. Ahora luchan cuerpo a cuerpo, juntando sus corceles, que luchan también, levantando con sus patas negras nubes de polvo. Los luchadores están pegados uno a otro y se diría que permanecen inmóviles en sus sillas. Sus manos forman un solo nudo y parecen rígidas en su tremenda tensión. Pero por sus venas corre fuego y tiemblan sus pechos estrechamente unidos. Pronto caerá uno de los dos...
En esto uno de los guerreros, enfurecido, apresa con su mano de hierro al enemigo y, arrancándolo y levantándolo de la silla, lo alza por encima de su cabeza y lo lanza a los olas desde la orilla, mientras exclama:
—¡Muere, odiado rival!
*