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Lectores míos: con seguridad habréis olvidado quién fue el que luchó con el valeroso Ruslán. Tratábase de un buscador de luchas sangrientas, de Rogday, el mejor guerrero de los Kievlanas, el sombrío enamorado de Liudmila. Mucho tiempo hacía que iba siguiendo las huellas de su rival; pero esta vez le faltó al hijo de las batallas y al guerrero de la vieja Rusia su fuerza acostumbrada y encontró su fin en aquellos parajes desolados.

Corrió la voz de que una joven ondina, moradora de aquellas aguas, cogió en sus brazos a Rogday y de que, besándolo, arrastró entre risas al guerrero a las profundidades del río. Desde entonces, alguna que otra noche, por aquellas riberas solitarias vaga el enorme fantasma del héroe atemorizando a los pescadores.

CANTO TERCERO

Ya la mañana —mañana muy fría— empieza a iluminar las oscuras cimas de los montes, pero el castillo encantado permanece aún silencioso. Chernomor, presa de una ira que no puede ocultar, yace en la cama, envuelto en su bata y sin su gorro, y resopla enfurecido. Sus callados servidores se mueven en torno a su barba blanca, en cuyos pelos ondulados intenta poner orden un peine de marfil. Al propio tiempo, y para mayor eficacia y belleza, vierten sobre sus infinitos bigotes aromas orientales. Empiezan ya a ponerse en orden sus rizados bucles, cuando entra de súbito por la ventana una serpiente voladora, haciendo sonar sus escamas de hierro, que se enroscan en ágiles nudos. Y acto seguido, ante el asombro de los servidores, se transforma en una mujer, en Naína.

—Te saludo, querido compañero —dice ella—. Hasta ahora sólo por la fama de su nombre conocía a Chernomor. Pero un destino fatal nos une en el odio común que alienta en nuestro pecho. Te amenaza un peligro: negros nubarrones se ciernen sobre tu cabeza; y a mí me arrastra mi honor ofendido, impulsándome a la venganza.

El enano astuto le tiende la mano y recibe la de ella con una mirada llena de falsa adulación:

—¡Oh, divina Naína! Muy preciosa es para mí tu alianza. Puedes estar segura de que habremos de reírnos de las astucias del finlandés. Por lo demás no me inspiran temor sus manejos; es un adversario débil para mí. Para que me comprendas voy a explicarte en qué consiste la fuerza milagrosa con que me dotó el destino. Mientras la espada del enemigo no consiga cortar mis barbas, ningún guerrero, por valeroso que sea, ni mortal alguno, podrá nada contra mis proyectos y deseos; Liudmila permanecerá aquí para siempre; y Ruslán está destinado a perecer.

La bruja repite sombríamente:

—¡Perecerá! ¡Perecerá!

Y al decir esto, lanza por tres veces un ronco grito, tres veces golpea el suelo y, volviendo a convertirse en una serpiente negra, desaparece volando.

*

Vestido con su manto de brocado y oro, el hechicero, animado por las palabras de la bruja, ha decidido depositar a los pies de su joven prisionera sus bigotes, en prueba de sumisión y de amor. El barbudo enano se dirige ricamente ataviado a los aposentos de la princesa pasando por una larga hilera de estancias. Pero no encuentra allí a la muchacha. Se dirige al jardín, y de allí al bosquecillo de laureles, bordea el lago, mira junto a la cascada, bajo el puente, en los pabellones... La princesa ha desaparecido sin dejar huellas.

¿Quién podría expresar su sorpresa, su indignación y su ira encendida? Perdiendo la cabeza, lanza el enano un alarido salvaje:

—¡A mí, a mí! ¡Acudid, siervos! ¡Encontradme inmediatamente a Liudmila! ¡Obedecedme en el acto! ¡De lo contrario voy a ahorcaros a todos con mis propias barbas!

Voy a decirte ahora, lector, dónde se encontraba la linda muchacha.

Durante toda la noche, unas veces llorando y otras riendo, no había podido menos de asombrarse ante lo extraño de su suerte. La barba del hechicero la había asustado. Pero ya conocía a Chernomor, que le había parecido ridículo; y todos sabemos muy bien que lo ridículo está reñido con lo espantoso. Sólo para ir al encuentro de los rayos matinales se levantó Liudmila de la cama, y entonces se fijó involuntariamente en los grandes y límpidos espejos que en la habitación había. Instintivamente empezó a arreglarse con negligencia sus dorados cabellos, que le caían sobre los hombros en largas trenzas, y descubrió sus vestidos del día anterior, que estaban en un rincón. Vistióse la muchacha suspirando y hasta llegó a llorar. Pero aun en medio del llanto no dejaba de lanzar miradas al espejo; y sucedió que, entre el tumulto de ideas que pasaban por su mente, se le ocurrió la de probarse el gorro puntiagudo de Chernomor. Todo parecía quieto y nadie la podía ver... Además ¿qué gorro no le iría bien a una muchacha de diecisiete años? Las mujeres nunca se cansan de ataviarse. Liudmila empezó, pues, a manejar el gorro ladeándolo ya a la derecha, ya a la izquierda, hundiéndoselo hasta las cejas o probándoselo al revés. ¡Y aquí vino lo maravilloso! Liudmila desapareció del espejo; y volvió a aparecer en él cuando se puso bien el gorro. Intentó ponérselo al revés y volvió a desaparecer.

—¡Qué bien! —exclamó ella—. ¡Qué contenta estoy, hechicero mío! Ahora ya no te tengo miedo y me siento aquí en la mayor seguridad.

Y al decir esto la princesa, encendida de alegría, se puso el gorro del malvado brujo al revés.

*

Pero volvamos a nuestro héroe. Porque ¿no es vergonzoso que nos ocupemos con tal atención de un gorro y de una barba, mientras dejamos abandonado a Ruslán a su propia suerte?

Después de su combate con Rogday, internóse Ruslán en un bosque frondoso. Al cabo de un rato surgió ante sus ojos un gran valle iluminado por la primera claridad del alba. Nuestro guerrero quedó sorprendido, y en verdad que tenía para ello razón: el valle había sido campo de una antigua batalla; todo, hasta la lejanía, aparecía completamente desierto y sembrado de huesos amarillentos; por doquier se veían corazas, adargas, arneses...; aquí una mano de esqueleto que empuñaba todavía una espada llena de herrumbre; allí, entre las hierbas, un casco en el cual se pudría un viejo cráneo...; más allá los restos de un héroe y, al lado, los de su corcel, rodeados de flechas y lanzas, hundidas en la tierra y cubiertas de plantas trepadoras. Nadie turba el silencio de aquel desierto y únicamente el sol abrasa con sus rayos aquel valle de muerte.