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El guerrero lo contempla todo, suspirando.

—¡Oh, campo! ¿De quién fueron los huesos que te cubren? ¿A qué héroe perteneció el caballo que te pisó en el último momento de la sangrienta lucha? ¿Qué guerrero sucumbió aquí gloriosamente? ¿De quién fueron las últimas plegarias que escuchó el Cielo? ¿Por qué, ¡oh, campo!, permaneces silencioso y cubierto por el musgo del olvido? ¡Acaso no halle salida yo tampoco y no pueda evitar las eternas tinieblas! ¡Quién sabe si en aquella colina no irán a enterrar el ataúd de Ruslán!

Pero nuestro guerrero recuerda pronto que a un héroe le hace falta una espada y también una coraza; y él, después de su último encuentro, ha quedado desarmado.

Inmediatamente se pone a buscar armas, creyendo poder encontrarlas entre los arbustos y montones de podridos huesos, entre las corazas y los cascos destrozados. Entre tanto, el campo entero parece revivir y se oyen sones y crujidos... Ruslán levanta del suelo una adarga y después una coraza, la primera que ve. Encuentra además un cuerno, pero no logra dar con ninguna espada, pues todas son o demasiado ligeras o cortas en exceso; y es preciso saber que el príncipe era un joven robusto, en nada parecido a los guerreros de nuestros tiempos.

Para tener algo en la mano escogió una lanza, púsose la coraza y prosiguió su camino.

*

Sobre la tierra adormecida palidece ya la aurora, cae una azulada niebla y aparece la blanca luna. Oscurécense los campos. Ruslán camina pensativo por un sombrío sendero y en la lejanía, a través de la bruma, divisa una oscura colina. No tarda en advertir que de ella se escapa un ronco rugido. Se acerca un poco más y ve entonces que la mágica colina parece moverse y respirar.

Ruslán la examina pacientemente con la mayor atención, pero su caballo se asusta, mueve las orejas, tiembla y quiere retroceder; agita la cabeza y se le erizan las crines.

De pronto la luna, despejada por completo, ilumina a través de la bruma la extraña colina. El guerrero mira y contempla algo sorprendente. No sé si encontraré palabras y colores para describirlo...

Ante él se yergue una Cabeza, una cabeza viva. Sus ojos están cerrados y duermen. La Cabeza emite un son ronco, y agita el plumaje que lleva en el casco; las plumas, al moverse, proyectan grandes sombras. Y entonces la Cabeza aparece con toda su horrible belleza en la extensión de la estepa oscura, destacándose como temible guardián de aquel desierto silencioso. Surge amenazadora, algo velada por ligeras nubes.

Ruslán la mira indeciso, se acerca más aún, da una vuelta en torno a ella y, deseando despertarla de su profundo sueño, se para ante sus narices y le hace cosquillas introduciendo en ellas la lanza.

La Cabeza hace una mueca, arruga la frente, bosteza, abre los ojos... y estornuda.

Sopla entonces un viento huracanado; el campo se estremece, se levanta una nube de polvo. De cejas, bigotes y orejas salen volando manadas de búhos. Se despiertan los bosques silenciosos...

A causa del estornudo el caballo de Ruslán se encabrita relinchando, y salta con tal violencia, que a duras penas puede sostenerse el guerrero sobre la silla.

En aquel momento se deja oír la voz de la Cabeza:

—¿A dónde vas, imprudente guerrero? ¡Vuelve atrás! ¿O no sabes que no tolero bromas y que me tragaré al osado que quiera jugar conmigo?

Ruslán la mira con desprecio, detiene el caballo y sonríe lleno de arrogancia.

—¿Qué quieres de mí? —prosigue la Cabeza—. ¡Qué extraño visitante me envía el destino!

E, indignándose, le grita:

—¡Fuera de aquí! Es de noche y quiero dormir. ¡Márchate!

Pero el valiente guerrero, al oír tan descorteses palabras, e indignándose a su vez, le contesta:

—¡Cállate, cráneo vacío! Sé de un proverbio que dice: "Frente grande, pocos! sesos" y otro conozco aún que dice así: "Voy con cuidado, pero no doy cuartel a quien me planta cara".

Enmudece entonces la Cabeza y tórnase roja de furor; lanzan fuego sus ojos que se llenan de sangre; sus labios tiemblan y se cubren de espuma; de su boca y de sus oídos se escapan nubes de vapor; y con tremenda violencia sopla sobre el príncipe.

En vano procura el caballo resistir haciendo frente a la tromba con su pecho; es arrastrado por un huracán mezclado con lluvia y queda rodeado de tinieblas. Cegado, atemorizado y sin fuerzas, corre a campo traviesa, sin encontrar el camino, con la esperanza de salvarse y de descansar lejos de allí.

Pero el guerrero lo obliga a regresar.

Y les aguarda la misma suerte; otra vez es rechazado el guerrero. Pierde ya la esperanza de triunfar.

Mientras tanto, la Cabeza se burla de él riendo a carcajadas.

—¡Ja, ja! ¡Vaya un héroe! ¡Vaya un guerrero!... ¡Eh! ¿A dónde vas tan aprisa? ¡Aguarda! ¡Párate! ¡Sé valiente, buen guerrero, e intenta cuando menos alcanzarme con tu lanza antes de que se te muera el caballo!

Y al decir esto, le enseña burlonamente su horrible lengua.

Ruslán, profundamente ofendido, pero no dejando traslucir su indignación, primero la amenaza blandiendo la lanza sin decir palabra, y luego, escogiendo un momento que le parece propicio, la arroja con gran fuerza. El arma tiembla, vuela y se hunde en la lengua de la que sale en el acto un torrente de sangre.

La Cabeza, sorprendida y atormentada por un inmenso dolor, pierde su anterior arrogancia, mira con asombro al intrépido guerrero y palidece de rabia mordiendo el hierro de la lanza.

Aprovechando la ocasión, nuestro valiente guerrero salta como un azor hacia la Cabeza, y con su diestra poderosa, armada con el guante de hierro, le da un tremendo bofetón.

El eco repite el golpe, que resuena por toda la amplitud de la estepa. La sangre mancha la hierba en torno a la Cabeza, que se tambalea y rueda, haciendo sonar con estrépito su casco.

Entonces, en el lugar que ocupaba aquélla, ve el guerrero una enorme espada. La coge sonriendo y se precipita sobre la Cabeza con la terrible intención de cortarle la nariz y las orejas.