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Ya levanta la mano. La espada centellea.

Pero se para al oír el gemido lastimero y suplicante de la Cabeza.

Baja la espada. Desaparecen su ira y su afán vengativo, ablandados por la súplica.

Así se derrite el hielo en los campos bajo el sol del mediodía.

*

—Tu mano, ¡oh héroe!, me ha hecho comprender —dijo la Cabeza, suspirando— que soy culpable ante ti. Desde ahora me someto, pues, a tu voluntad. ¡Pero sé magnánimo, guerrero! Mi suerte merece, en verdad, tu compasión.

En mis tiempos yo también fui un guerrero valeroso, y jamás encontré quien me superara en las batallas. Y hoy seguiría siendo feliz si no hubiera tenido un rival en la persona de mi hermano menor. ¡Oh. sanguinario y vengativo Chernomor! ¡Tú eres el culpable de todas mis desdichas! ¡Tú que naciste enano y con una barba descomunal, has sido la deshonra de toda nuestra familia!

Desde pequeño sintióse él envidioso de mi gigantesca estatura y por ello me empezó a odiar desde la infancia. Yo era grande, pero en extremo confiado; y aquel infeliz, a pesar de su ridícula pequeñez, pues se trataba de un auténtico enano, era listo como el propio diablo.

Debes saber, además, que toda su fuerza reside en su barba milagrosa, y desdeña los peligros porque sabe el malvado que a nadie puede temer mientras conserve intacta su barba.

Pero una vez, fingiéndome amistad, me dijo:

"Oye, no me niegues un favor. He descubierto en unos libros que tras unas montañas, allá en Oriente, en las apacibles orillas del mar, y guardada tras pesados cerrojos, en un sótano oscuro, hay una espada. Pues bien: las líneas secretas de aquel libro me han revelado que dicha espada nos debe ser fatal por designio del cielo, y que por ella hemos de perecer, cortándome a mí la barba y a ti la cabeza. Y con esto puedes ya comprender lo importante que es para nosotros apoderarnos de este engendro de los espíritus malignos."

"Bueno", dije yo al enano, "no veo en ello inconveniente ni dificultad alguna. Me tienes dispuesto a hacerlo. ¡Iré a buscarla hasta el fin del mundo si es preciso!"

Arranqué un pino, me lo cargué sobre uno de mis hombros, e hice sentarse a mi hermano sobre el otro, para que me pudiera servir de consejero.

Así emprendí la marcha. Al principio todo fue bien, gracias a Dios, a pesar de los malos augurios. En efecto, tras las lejanas montañas, descubrimos el sótano en cuestión. Excavé en él con mis manos y encontré la espada allí escondida.

Pero —y aquello estaba escrito ya— surgió entre nosotros una disputa, cuyo motivo era el siguiente: ¿Quién debía quedarse con la espada?

Yo persuadía, mi hermano se indignaba, y así discutimos largo rato. Pero por fin inventó el muy astuto una celada y fingió calmarse.

"Dejemos de discutir inútilmente", me dijo, lleno de gravedad Chernomor, "discutiendo, lograremos sólo debilitar nuestra alianza. La razón nos aconseja que vivamos en paz. Así es que mejor será que lo sometamos todo a la suerte, para que ésta decida a cuál de los dos debe pertenecer la espada. Vamos a echarnos, pues, en tierra y a escuchar pegando el oído al suelo (¡qué cosa no es capaz de inventar el odio!) y el que primeramente oiga un ruido, aquél será dueño de la espada hasta su muerte".

Y dicho esto se echó a tierra. Y yo, ¡tonto de mí!, imité su ejemplo.

Permanezco echado, pero no oigo nada, aunque empiezo a pensar en engañarle.

¡Pero el engañado fui yo! El enano se levantó y se acercó a mí de puntillas sin hacer ruido. Brilló en lo alto la afilada espada y antes de que pudiera volverme, rodó mi cabeza, separada de mis hombros. Pero una fuerza mágica conservó la vida a mi cabeza.

El resto de mi cuerpo se quedó allí, entretejido con hierbas y olvidado del mundo, descomponiéndose tal vez sin recibir sepultura.

Mi cabeza fue trasladada por el enano a este país solitario, en el que, por designio del destino, debía yo guardar eternamente la espada que acabas de coger.

¡Oh, guerrero! ¡Que la suerte te proteja! ¡Guárdatela y que Dios te ayude! ¡Quién sabe si surgirá en tu camino el brujo enano!

Pero si te topas con él, no dejes de vengarme por la mala acción que cometió.

Entonces quedaré satisfecho, podré abandonar ya tranquilo este mundo y mi agradecimiento será tan grande que me hará olvidar tu bofetón.

CANTO CUARTO

El joven Ratmir, que había puesto su caballo en dirección al sur, esperaba encontrar a la esposa de Ruslán antes de la caída del sol.

Pero era ya el atardecer, tornábase todo de un color rosado, y en vano los ojos del guerrero intentaban penetrar, a través de la bruma, la lejanía. Todo estaba tranquilo en las proximidades del río, y sobre el bosque dorado se apagaba el último rayo de sol.

Nuestro héroe cabalgaba con lentitud junto a las negras rocas, buscando entre los árboles dónde poder pasar la noche.

Penetra por fin en un valle y allá arriba, en la cima de un picacho, descubre un castillo rodeado de altos y almenados muros, en cuyos ángulos se levantan negros torreones. Y sobre uno de los muros pasea, como un cisne sobre el lago, una doncella, iluminada por la aurora.

La doncella canta, pero su voz apenas se oye en el silencio del profundo valle:

Cae sobre el campo la bruma nocturna.

Las olas despiden un viento frío.

¡Es tarde ya, joven viajero!

¡Ven aquí, a refugiarte en nuestro alegre castillo!

Aquí reina durante la noche el placer y el descanso.

Y durante el día se vive en continuo festín.

¡Oh, ven aquí, joven viajero!

¡Oh, ven aquí, al alegre festín!