IV. LA EMBOSCADA
En marzo anochecía pronto. Aún quedaba un rastro de claridad en el cielo; pero las calles estrechas, bajo los aleros sombríos de los tejados, estaban negras como boca de lobo. El capitán Alatriste y su compañero habían elegido una travesía angosta, oscura y solitaria, por la que los dos ingleses iban a pasar forzosamente cuando se encaminaran a la casa de las Siete Chimeneas. Un mensajero había avisado de la hora y el itinerario. También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven, montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres pequeñas plumas blancas. Ambos tenían aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios días cabalgando. Su equipaje era escaso, contenido en dos portamanteos sujetos con correas a la grupa de sus cabalgaduras.
Oculto en la sombra de un portal, Diego Alatriste miró hacia el farol que él y su compañero habían colocado en un recodo de la calle, a fin de que iluminase a los viajeros antes de que éstos alcanzasen a verlos a ellos. La calle, que torcía en ángulo recto, arrancaba de la del Barquillo, junto al palacio del conde de Guadalmedina, y tras discurrir junto a la tapia del huerto del convento de los Carmelitas Descalzos iba a morir ante la casa de las Siete Chimeneas, en el cruce de la calle de Torres con la de las Infantas. El lugar elegido para la encerrona era el primer tramo con su ángulo más oscuro, estrecho y solitario, donde dos jinetes atacados por sorpresa podían ser desmontados con facilidad.
Refrescaba un poco, y el capitán se embozó mejor en su capa nueva, comprada con el adelanto en oro de los enmascarados. Al hacerlo tintineó el hierro que llevaba oculto debajo: roce de la daga vizcaína con la empuñadura de la espada, y con la culata de la pistola cargada y bien cebada que guardaba en la parte posterior del cinto, por si era necesario recurrir, en última instancia, a ese expediente ruidoso y definitivo, prohibido expresamente por pragmáticas reales, pero que en lances difíciles era oportuno llevar encima, por si un aquel. Esa noche, Alatriste completaba su equipo con el coleto de cuero de búfalo que le protegía el torso de eventuales cuchilladas, y con la puntilla de matarife oculta en la caña de una de sus botas viejas, de suelas cómodas y gastadas que le permitirían afirmar bien los pies en tierra cuando empezara el baile.
que se desciñe la espada…
Empezó a recitar entre dientes, para distraer la espera. Aún murmuró algunos fragmentos más del Fuenteovejuna de Lope, que era uno de sus dramas favoritos, antes de quedar de nuevo en silencio, oculto el rostro bajo el ala ancha del chapeo calado hasta las cejas. Otra sombra se movió ligeramente a unos pasos de su apostadero, bajo el arco de un portillo que daba a la huerta de los padres carmelitas. El italiano debía de estar tan entumecido como él, tras casi media hora larga de inmovilidad. Extraño personaje. Había acudido a la cita vestido de negro, envuelto en su capa negra y con sombrero negro, y su rostro cubierto de marcas de viruela sólo se había animado con una sonrisa cuando Alatriste propuso colocar el farol para iluminar el ángulo de la calle elegido para la emboscada.
– Que me place -se había limitado a decir con su voz ahogada, áspera-. Ellos en luz y nosotros en sombra. Visto y no visto.
Después se había puesto a silbar aquella musiquilla a la que parecía aficionado, tiruri-ta-ta, mientras en tono quedo, presto y profesional, se repartían los adversarios. Alatriste se ocuparía del mayor de los dos jóvenes, el inglés de traje gris y caballo tordo, mientras que el italiano despacharía al joven del traje marrón que montaba el bayo. Nada de pistoletazos, pues todo debía transcurrir con la discreción suficiente para, zanjada la cuestión, registrar los equipajes, encontrar los documentos y, por supuesto, aligerar a los fiambres del dinero que llevaran encima. Si levantaban mucho ruido y acudía gente, todo iba a irse al diablo. Además, la casa de las Siete Chimeneas no estaba lejos, y la servidumbre del embajador inglés podía venir en auxilio de sus compatriotas. Se trataba por tanto de un lance rápido y mortaclass="underline" cling, clang, hola y adiós. Y todos al infierno, o a donde diablos fuesen los anglicanos herejes. Al menos esos dos no iban a pedir a gritos confesión como hacían los buenos católicos, despertando a medio Madrid.
El capitán se acomodó mejor la capa sobre los hombros y miró hacia el ángulo de la calle iluminado por la macilenta luz del farol. Bajo el paño cálido, su mano izquierda descansaba en el pomo de la espada. Por un instante se entretuvo intentando recordar el número de hombres que había matado: no en la guerra, donde a menudo resulta imposible conocer el efecto de una estocada o un arcabuzazo en mitad de la refriega, sino de cerca. Cara a cara. Eso del cara a cara era importante, o al menos lo era para él; pues Diego Alatriste, a diferencia de otros bravos a sueldo, jamás acuchillaba a un hombre por la espalda. Verdad es que no siempre ofrecía ocasión de ponerse en guardia de modo adecuado; pero también es cierto que nunca asestó una estocada a nadie que no estuviese vuelto hacia él y con la herreruza fuera de la vaina, salvo algún centinela holandés degollado de noche. Pero ése era azar propio de la guerra, como lo fueron ciertos tudescos amotinados en Maastricht o el resto de los enemigos despachados en campaña. Tampoco aquello, en los tiempos que corrían, significaba gran cosa; pero el capitán era uno de esos hombres que necesitan coartadas que mantengan intacto, al menos, un ápice de propia estimación. En el tablero de la vida cada cual escaquea como puede; y por endeble que parezca, eso suponía su justificación, o su descargo. Y si no resultaba suficiente, como era obvio en sus ojos cuando el aguardiente asomaba a ellos todos los diablos que le retorcían el alma, sí le daba, al menos, algo a lo que agarrarse cuando la náusea era tan intensa que se sorprendía a sí mismo mirando con excesivo interés el agujero negro de sus pistolas.
Once hombres, sumó por fin. Sin contar la guerra, cuatro en duelos soldadescos de Flandes e Italia, uno en Madrid y otro en Sevilla. Todos por asuntos de juego, palabras inconvenientes o mujeres. El resto habían sido lances pagados: cinco vidas a tanto la estocada. Todos hombres hechos y derechos, capaces de defenderse y, algunos, rufianes de mala calaña. Nada de remordimientos, excepto en dos casos: uno, galán de cierta dama cuyo marido no contaba con agallas para afeitarse los cuernos él mismo, había bebido demasiado la noche que Diego Alatriste le salió al encuentro en una calle mal iluminada; y el capitán no olvidó nunca su mirada turbia, falta de comprensión ante lo que estaba ocurriendo, cuando apenas sacada la titubeante espada de la vaina el desgraciado se vio con un palmo de acero dentro del pecho. El otro había sido un lindo de la Corte, un mocito boquirrubio lleno de lazos y cintas cuya existencia molestaba al conde de Guadalmedina por cuestiones de pleitos, y de testamentos, y de herencias. Así que el de Guadalmedina le había encargado a Diego Alatriste simplificar los trámites legales. Todo se resolvió durante una excursión del joven, un tal marquesito Álvaro de Soto, a la fuente del Acero con unos amigos, para requebrar a las damas que acudían a tomar las aguas al otro lado de la puente segoviana. Un pretexto cualquiera, un empujón, un par de insultos que se cruzan, y el joven -apenas contaba veinte años- entró ciegamente a por uvas, echando mano fatal a la espada. Todo había ocurrido muy rápido; y antes de que nadie pudiera reaccionar, el capitán Alatriste y los dos secuaces que le cubrían la espalda se esfumaron, dejando al marquesito boca arriba y bien sangrado ante la mirada horrorizada de las damas y sus acompañantes. El asunto hizo algún ruido; pero las influencias de Guadalmedina procuraron resguardo al matador. Sin embargo, incómodo, Alatriste tuvo tiempo de llevarse consigo el recuerdo de la angustia en el pálido rostro del joven, que no deseaba batirse en absoluto con aquel desconocido de mostacho fiero, ojos claros y fríos y aspecto amenazador; pero que se vio forzado a meter mano al acero porque sus amigos y las damas lo estaban mirando. Sin preámbulos, el capitán le había atravesado el cuello con una estocada sencilla de círculo entero cuando el jovenzuelo aún intentaba acomodarse de modo airoso en guardia, recto el compás y ademán compuesto, intentando desesperadamente recordar las enseñanzas elegantes de su maestro de esgrima.