Once hombres, rememoró Alatriste. Y salvo el joven marqués y uno de los duelos flamencos, un tal soldado Carmelo Tejada, no era capaz de recordar el nombre de ninguno de los otros nueve. O tal vez no los había sabido nunca. De cualquier modo, allí, oculto en las sombras del portal, esperando a las victimas de la emboscada, con el malestar de aquella herida aún reciente que lo mantenía anclado en la Corte, Diego Alatriste añoró una vez más los campos de Flandes, el crepitar de los arcabuces y el relinchar de los caballos, el sudor del combate junto a los camaradas, el batir de tambores y el paso tranquilo de los tercios entrando en liza bajo las viejas banderas. Comparada con Madrid, con aquella calle donde se disponía a matar a dos hombres a quienes no había visto en su vida, comparada con su propia memoria, la guerra, el campo de batalla, se le antojaban esa noche algo limpio y lejano, donde el enemigo era quien se hallaba enfrente y Dios -decían- siempre estaba de tu parte.
Dieron las ocho en la torre del Carmen Descalzo. Y sólo un poco más tarde, como si las campanadas de la iglesia hubieran sido una señal, un ruido de cascos de caballos se dejó oír al extremo de la calle, tras la esquina formada por la tapia del convento. Diego Alatriste miró hacia la otra sombra emboscada en el portillo, y el silbido de la musiquilla de su compañero le indicó que también estaba alerta. Soltó el fiador de la capa, despojándose de ella para que no le embarazase los movimientos, y la dejó doblada en el portal. Estuvo observando el ángulo de la calle alumbrado por el farol mientras el ruido de dos caballos herrados se acercaba despacio. La luz amarillenta iluminó un reflejo de acero desnudo en el escondrijo del italiano.
El capitán se ajustó el coleto de cuero y sacó la espada de la vaina. El ruido de herraduras sonaba en el mismo ángulo de la calle, y una primera sombra enorme, desproporcionada, empezó a proyectarse moviéndose a lo largo de la pared. Alatriste respiró hondo cinco o seis veces, para vaciar del pecho los malos humores; y sintiéndose lúcido y en buena forma salió del resguardo del portal, la espada en la diestra, mientras desenvainaba con la siniestra la daga vizcaína. A medio camino, de la tiniebla del portillo emergió otra sombra con un destello metálico en cada mano; y aquélla, junto a la del capitán, se movió por la calle al encuentro de las otras dos formas humanas que el farol ya proyectaba en la pared. Un paso, dos, un paso más. Todo estaba endiabladamente cerca en la estrecha calleja, y al doblar la esquina las sombras se encontraron en confuso desconcierto, reluciente acero y ojos espantados por la sorpresa, brusca respiración del italiano cuando eligió a su víctima y se tiró a fondo. Los dos viajeros venían desmontados, a pie, llevando de las riendas a los caballos, y todo fue muy fácil al principio, salvo el instante en que los ojos de Alatriste fueron del uno al otro, intentando reconocer al suyo. Su compañero italiano fue más rápido, o improvisador, pues lo sintió moverse como una exhalación contra el más próximo de los contrincantes, bien porque había reconocido a su presa o bien porque, indiferente al acuerdo que asignaba uno a cada cual, se lanzaba sobre el que iba en cabeza y tenía menos tiempo para mostrarse prevenido. De un modo u otro acertó, pues Alatriste pudo ver a un joven rubio, vestido con traje castaño, la mano en las riendas de un caballo bayo, lanzar una exclamación de alarma mientras saltaba hacia un lado para esquivar, milagrosamente, la cuchillada que el italiano acababa de largar sin darle tiempo a echar mano a la espada.
– ¡Steenie!… ¡Steenie!
Parecía más una llamada para alertar al acompañante que un reclamo de auxilio. Alatriste oyó al joven gritar eso dos veces mientras pasaba a su lado, y esquivando la grupa del caballo, que al sentir libre la rienda empezó a caracolear, alzó la espada hacia el otro inglés, el vestido de gris, que a la luz del farol se reveló extraordinariamente bien parecido, de cabello muy rubio y fino bigote. Este segundo joven acababa de soltar la rienda de su montura, y tras retroceder unos pasos sacaba el acero de la vaina con la celeridad de un rayo. Hereje o buen cristiano, eso situaba las cosas en sus correctos términos; así que el capitán se fue a él por derecho, y en cuanto el inglés tendió la espada para defenderse a distancia, afirmó un pie, avanzó el otro, dio un rápido toque de su acero contra el enemigo, y apenas apartó aquél la espada, Alatriste lanzó un golpe lateral con la vizcaína para desviar y confundir el arma del contrario. Un instante después éste había retrocedido otros cuatro pasos y se batía a la desesperada, la espalda contra el muro y sin espacio para obrar, mientras el capitán se disponía, metódico y seguro, a meterle tres cuartas de acero por el primer hueco y zanjar la cuestión. Lo que era cosa hecha, pues aunque el mozo reñía con valor y buen puño, era demasiado fogoso y estaba ahogándose en su propio esfuerzo. En ésas, Alatriste oía a su espalda el tintineo de las espadas del italiano y el otro inglés, su resuello y sus imprecaciones. Por el rabillo del ojo alcanzaba a ver el movimiento de las sombras en la pared.
De pronto, en el entrechocar de espadas sonó un gemido, y el capitán percibió la sombra del inglés más joven cayendo de rodillas. Parecía herido, cubriéndose desde abajo cada vez con mayor dificultad ante las acometidas del italiano. Aquello pareció sacar de sí al adversario de Alatriste: de golpe lo abandonaron su instinto de supervivencia y la destreza con que, hasta ese momento, había intentado, mal que bien, tenerlo a raya.
– ¡Cuartel para mi compañero! -gritó mientras paraba una estocada, en un español elemental cargado de fuerte acento-… ¡Cuartel para mi compañero!
Aquello, la distracción y sus gritos, le hicieron ceder un poco la guardia; y al primer descuido, tras una finta con la daga, el capitán lo desarmó sin esfuerzo. Pardiez con el hereje de los cojones, pensaba. Qué diablos era aquello de pedir cuartel para el otro, cuando él mismo estaba a punto de criar malvas. Aún volaba por el aire la espada del extranjero cuando Alatriste dirigió la punta de la suya a la garganta de éste y retrocedió el codo una cuarta, lo necesario para atravesársela sin problemas y resolver el asunto. Cuartel para mi compañero. Se necesitaba ser menguado, o inglés, para gritar aquello en una calle oscura de Madrid, lloviendo estocadas.
Entonces, de nuevo, el inglés hizo algo extraño. En lugar de pedir clemencia para sí, o -estaba claro que era un mozo valeroso- echar mano al inútil puñalito que aún conservaba al cinto, dirigió un desesperado vistazo al otro joven, que se defendía débilmente en el suelo, y señalándoselo a Diego Alatriste volvió a gritar:
– ¡Cuartel para mi compañero!
El capitán detuvo el brazo un instante, desconcertado. Aquel joven rubio de cuidado bigote, largos cabellos en desorden por el viaje y elegante traje gris cubierto de polvo, únicamente temía por su amigo, que estaba a punto de ser atravesado por el italiano. Sólo en ese momento, a la luz del farol que seguía iluminando el escenario de la refriega, Alatriste se permitió considerar los ojos azules del inglés, el rostro fino, pálido, crispado por una angustia que, saltaba a la vista, no era miedo a perder la propia vida. Manos blancas, suaves. Rasgos de aristócrata. Todo olía a gente de calidad. Y aquello -se dijo mientras recordaba rápidamente la conversación con los enmascarados, el deseo de uno de no hacer mucha sangre y la insistencia del otro, respaldado por el inquisidor Bocanegra, en asesinar a los viajeros- empezaba a mostrar demasiados ángulos oscuros como para despacharlo en dos estocadas y quedarse tranquilo.