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– Estamos en deuda con vuestra merced -dijo el de gris, y tras una breve pausa, añadió- A pesar de todo.

Era el suyo un español lleno de imperfecciones, con fuerte acento de allá arriba, o sea, británico. Y su tono parecía sincero; resultaba evidente que él y su compañero habían visto de verdad la muerte cara a cara, sin paños calientes ni heroicos redobles, sino a oscuras y casi por la espalda, cual ratas en un callejón distante varias leguas de todo lo remotamente parecido a la gloria. Experiencia que de vez en cuando no está de más vivan algunos miembros de las clases altas, demasiado acostumbrados a cascarla de perfil entre pifanos y tambores. El caso es que de vez en cuando parpadeaba sin apartar los ojos del capitán, como sorprendido de seguir vivo. Y lo cierto es que ya podía estarlo, el hereje.

– A pesar de todo -repitió.

El capitán no supo qué decir. A fin de cuentas, pese al desenlace de la escaramuza, él y su compañero de fortuna habían intentado asesinar a aquellos jóvenes señores Smith, o quien infiernos fuesen. Para llenar la embarazosa pausa miró alrededor, y vio relucir en el suelo la espada del inglés. Así que fue a por ella y se la devolvió. El tal Steenie, o Thomas Smith, o como diantre se llamara realmente, la sopesó pensativo antes de meterla en la vaina. Seguía mirando a Alatriste con aquellos ojos azules y francos que tan incómodo hacían sentirse al capitán.

– En el primer momento os creímos… -dijo, y aguardó como si esperase que Alatriste completara sus palabras. Pero éste se limitó a encoger los hombros. En ese momento el herido hizo gesto de incorporarse, y el llamado Steenie se volvió hacia él para ayudarlo. Ambos tenían ahora sus espadas en las vainas y, a la luz del farol que seguía ardiendo en el suelo, observaban al capitán con curiosidad.

– No sois un vulgar salteador -concluyó por fin el tal Steenie, que iba recobrando poco a poco el color.

Alatriste le echó un vistazo al más joven, a quien su compañero había llamado varias veces milord. Bigotito rubio, manos finas, apariencia aristocrática a pesar de la ropa de viaje, el polvo y la suciedad del camino. Si aquel individuo no era de muy buena familia, el capitán estaba dispuesto a profesar en la fe del turco. Por su vida que sí.

– ¿Vuestro nombre? -preguntó el del traje gris.

Era extraño que siguieran vivos, porque aquellos herejes eran unos ingenuos. O quizá seguían vivos precisamente por eso. La cuestión es que Alatriste permaneció silencioso e impasible; no era hombre dado a confidencias, y menos ante dos fulanos a los que había estado a punto de despachar. Así que no podía imaginar en nombre de qué pensaba ese pisaverde que iba a abrirle su corazón por las buenas. De todos modos, a pesar del interés que sentía por averiguar qué carajo era todo aquello, el capitán empezó a pensar si no sería mejor poner tierra de por medio. Entrar en el terreno de las preguntas y las explicaciones no era algo que conviniera lo más mínimo. Además, podía aparecer alguien: la ronda de corchetes o algún inoportuno que complicase las cosas. Incluso, puestos en lo peor, al italiano podía ocurrírsele regresar silbando su tirurí-ta-ta y con refuerzos para rematar la faena. El pensamiento le hizo echar un vistazo a la calle oscura a su espalda, preocupado. Había que irse de allí, y rápido.

– ¿Quién os envía? -insistió el inglés.

Sin contestar, Alatriste fue en busca de su capa y se la puso terciada sobre un hombro, dejando libre la mano de manejar la espada, por si acaso. Los caballos seguían cerca, arrastrando las riendas por el suelo.

– Monten y váyanse -dijo por fin.

El llamado Steenie no se movió, limitándose a consultar con su compañero, que no había pronunciado una palabra en castellano y apenas parecía comprender el idioma. A veces cambiaban unas frases en su lengua, en voz baja, y el herido terminaba asintiendo con la cabeza. Por fin, el joven del traje gris se dirigió a Alatriste.

– Vuestra merced iba a matarme y no lo hizo -dijo-. También salvó la vida de mi amigo… ¿Por qué?

– Los años. Me vuelven blando.

Negó el inglés con la cabeza.

– Ésto no es casual -miró a su compañero y luego al capitán, con renovada atención-. Alguien los envió contra nosotros, ¿verdad?

El capitán empezaba a amostazarse con tanta pregunta, y más cuando vio que su interlocutor iniciaba un gesto hacia la bolsa que le pendía del cinto, dando a entender que cualquier palabra útil podía ser remunerada de modo conveniente. Entonces frunció el ceño, se retorció el bigote y apoyó la mano en el pomo de la espada.

– Míreme bien la cara vuestra merced -dijo-… ¿Tengo aspecto de ir contándole mi vida a la gente?

El inglés lo miró fijo, de hito en hito, y apartó despacio la mano de la bolsa.

– No -concedió-. Realmente no lo tiene.

Alatriste movió la cabeza, aprobador.

– Celebro que se dé cuenta de eso. Ahora cojan sus caballos y lárguense. Mi compañero podría volver.

– ¿Y vos?

– Yo soy cosa mía.

Volvieron a cambiar unas palabras los ingleses. El del traje gris parecía reflexionar cruzados los brazos, apoyada la barbilla en los dedos pulgar e índice. Un gesto desusado, lleno de afectación, más propio de los palacios elegantes de Londres que de una calleja sombría del viejo Madrid, que en él, sin embargo, parecía habitual; como si estuviese acostumbrado a adoptar con frecuencia cuidadas poses ante la gente. Tan blanco y rubio tenía todo el aire de un lindo o un cortesano; pero lo cierto era que se había batido con destreza y valor, igual que su compañero. Cuyos modales, observó el capitán, estaban cortados por el mismo patrón. Un par de mozos de buena crianza, concluyó. Con mujeres, religión o política de por medio. Quizá las tres cosas a la vez.

– Esto no debe saberse -dijo por fin el inglés; y Diego Alatriste se echó a reír quedo, entre dientes.

– No soy el más interesado en que se sepa.

Su interlocutor pareció sorprendido por aquella risa, o tal vez le costó comprender el sentido de las palabras; pero al cabo de un instante sonrió también. Una sonrisa leve, cortés. Un poco desdeñosa.

– Hay muchas cosas en juego -apuntó.

En eso Alatriste estaba por completo de acuerdo.

– Mi cabeza -murmuró-. Por ejemplo.

Si el inglés había captado la ironía, no pareció prestarle atención. De nuevo reflexionaba.

– Mi amigo necesita descansar un poco. Y el hombre que lo hirió puede estar aguardándonos más adelante… -de nuevo dedicó un momento a estudiar a quien tenía ante si, intentando calibrar cuánto de conspiración y cuánto de sinceridad había en su actitud. Al cabo encogió los hombros, dando a entender que ni él ni su compañero disponían de muchas opciones para elegir-… ¿ Conoce vuestra merced nuestro destino final?

Alatriste sostuvo impávido su mirada.

– Puede ser.

¿Conoce la casa de las Siete Chimeneas?

– Quizás.

– ¿Nos guiaría hasta allí?

– No.

– ¿Iría a llevar un mensaje nuestro?

– Ni lo soñéis.

Aquel fulano debía de haberlo tomado por imbécil. Era justo lo que faltaba: ir a meterse en la boca del lobo, poniendo sobre aviso al embajador inglés y a sus criados. La curiosidad mató al gato, se dijo mientras echaba un vistazo inquieto alrededor. Se repitió que ya iba siendo ocasión de cuidar el pellejo que, sin duda, más de uno estaría dispuesto a agujerearle a aquellas horas. Era tiempo de ocuparse de sí mismo; de modo que hizo ademán de terminar la conversación. Pero el inglés aún lo retuvo un instante.

– ¿Conoce vuestra merced algún lugar cercano donde podamos encontrar ayuda?… ¿O descansar un poco?

Iba a negar Diego Alatriste por última vez, antes de desaparecer entre las sombras, cuando una idea cruzó su pensamiento con el fulgor de un relámpago. Él mismo no tenía donde guarecerse, pues el italiano y más gente provista por los enmascarados y el padre Bocanegra podía ir a buscarlo a su casa de la calle del Arcabuz, donde a esas horas yo dormía como un bendito. Pero a mí nadie iba a hacerme daño; y a él, sin embargo, le rebanarían el gaznate antes de que tuviera tiempo de echar mano a la blanca. Había una oportunidad de conseguir resguardo aquella noche y ayuda para lo que estuviera por venir; y al mismo, tiempo socorrer a los ingleses, averiguando más sobre ellos y sobre quienes con tanto afán procuraban su despacho para el otro mundo. Esa carta en la manga, de la que Diego Alatriste procuraba no usar en exceso jamás, se llamaba Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Y su casa palacio estaba a cien pasos de allí.