– Te has metido en un buen lío.
Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina, era apuesto, elegante, y tan rico que podía perder en una sola noche 10.000 ducados en el juego o con una de sus queridas sin alzar siquiera una ceja. Por la época de la aventura de los dos ingleses debía de tener treinta y tres o treinta y cuatro años, y se hallaba en la flor de la vida. Hijo del viejo conde de Guadalmedina -Don Fernando Gonzaga de la Marca, héroe de las campañas de Flandes en tiempos del gran Felipe II y de su sucesor Felipe III-, Álvaro de la Marca había heredado de su progenitor una grandeza de España, y podía estar cubierto en presencia del joven monarca, el Cuarto Felipe, que le dispensaba su amistad; y a quien, se decía, acompañaba en nocturnos lances amorosos con actrices y damas de baja estofa, a las que uno y otro eran aficionados. Soltero, mujeriego, cortesano, culto, algo poeta, galante y seductor, Guadalmedina había comprado al Rey el cargo de correo mayor tras la escandalosa y reciente muerte del anterior beneficiario, el conde de Villamediana: un punto de cuidado, asesinado por asunto de faldas, o de celos. En aquella España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado, el título y los beneficios de correo mayor acrecentaban la fortuna e influencia de Guadalmedina en la Corte; una influencia que además se veía prestigiada por un breve pero brillante historial militar de juventud, desde que con veintipocos años había formado parte del estado mayor del duque de Osuna, peleando contra los venecianos y contra el turco a bordo de las galeras españolas de Nápoles. De aquellos tiempos, precisamente, databa su conocimiento de Diego Alatriste.
– Un lío endiablado -repitió Guadalmedina.
El capitán se encogió de hombros. Estaba destocado y sin capa, de pie en una pequeña salita decorada con tapices flamencos, y junto a él, sobre una mesa forrada de terciopelo verde, tenía un vaso de aguardiente que no había probado. Guadalmedina, vestido con exquisito batín de noche y zapatillas de raso, fruncido el ceño con preocupación, se paseaba de un lado a otro ante la chimenea encendida, reflexionando sobre lo que Alatriste acababa de contarle: la historia verdadera de lo ocurrido, paso a paso excepto un par de omisiones, desde el episodio de los enmascarados hasta el desenlace de la emboscada en el callejón. El conde era una de las pocas personas en que podía fiar a ciegas; y como había decidido mientras conducía hasta su casa a los dos ingleses, tampoco tenía mucho donde elegir.
– ¿Sabes a quiénes has intentado matar hoy?
– No. No lo sé -Alatriste escogía con sumo cuidado sus palabras-. En principio, a un tal Thomas Smith y a su compañero. Al menos eso me dicen. O me dijeron.
– ¿Quién te lo dijo?
– Es lo que quisiera saber yo.
Álvaro de la Marca se había detenido ante él y lo miraba, entre admirado y reprobador. El capitán se limitó a mover la cabeza en un breve gesto afirmativo, y oyó al aristócrata murmurar «cielo santo» antes de recorrer de nuevo el cuarto arriba y abajo. En ese momento los ingleses estaban siendo atendidos en el mejor salón de la casa por los criados del conde, movilizados a toda prisa. Mientras Alatriste esperaba, había estado oyendo el trajín de puertas abriéndose y cerrándose, voces de criados en la puerta y relinchos en las caballerizas, desde las que llegaba, a través de las ventanas emplomadas, el resplandor de antorchas. La casa toda parecía en pie de guerra. El mismo conde había escrito urgentes billetes desde su despacho antes de reunirse con Alatriste. A pesar de su sangre fría y su habitual buen humor, pocas veces el capitán lo había visto tan alterado.
– Así que Thomas Smith -murmuró el conde.
– Eso dijeron.
– Thomas Smith tal cual, a secas.
– Eso es.
Guadalmedina se había detenido otra vez ante él.
– Thomas Smith mis narices -remachó por fin, impaciente-. El del traje gris se llama Jorge Villiers. ¿Te suena?… -con gesto brusco cogió de la mesa el vaso que Alatriste mantenía intacto y se lo bebió de un solo trago-. Más conocido en Europa por su título inglés: marqués de Buckingham.
Otro hombre con menos temple que Diego Alatriste y Tenorio, antiguo soldado de los tercios de Flandes, habría buscado con urgencia una silla donde sentarse. O para ser más exactos, donde dejarse caer. Pero se mantuvo erguido, sosteniendo la mirada de Guadalmedina como si nada de aquello fuera con él. Sin embargo, mucho más tarde, ante una jarra de vino y conmigo como único testigo, el capitán reconocería que en aquel momento hubo de colgar los pulgares del cinto para evitar que las manos le temblaran. Y que la cabeza se puso a darle vueltas como si estuviese en el ingenio giratorio de una feria. El marqués de Buckingham, eso lo sabía cualquiera en España, era el joven favorito del Rey Jacobo I de Inglaterra: flor y nata de la nobleza inglesa, famoso caballero y elegante cortesano, adorado por las damas, llamado a muy altos destinos en el regimiento de los asuntos de Estado de Su Majestad británica. De hecho lo hicieron duque semanas más tarde, durante su estancia en Madrid.
– Resumiendo -concluyó, ácido, Guadalmedina-. Que has estado a punto de despachar al valido del Rey de Inglaterra, que viaja de incógnito. Y en cuanto al otro…
– ¿John Smith?
Esta vez había una nota de resignado humor en el tono de Diego Alatriste. Guadalmedina inició el gesto de llevarse las manos a la cabeza, y el capitán observó que la sola mención de micer John Smith, fuera quien fuese, hacía palidecer al aristócrata. Al cabo de un instante, Álvaro de la Marca se pasó la uña de un pulgar por la barbita que llevaba recortada en perilla y volvió a mirar al capitán de arriba abajo, admirado.
– Eres increíble, Alatriste -dio dos pasos por el cuarto, se detuvo de nuevo y volvió a mirarlo del mismo modo-. Increíble.
Hablar de amistad sería excesivo para definir la relación entre Guadalmedina y el antiguo soldado; pero sí podríamos hablar de mutua consideración, en los límites de cada cual. Álvaro de la Marca estimaba sinceramente al capitán; la historia arrancaba de cuando, en su juventud, Diego Alatriste había servido en Flandes destacándose bajo las banderas del viejo conde de Guadalmedina, que ya entonces tuvo oportunidad de mostrarle afición y aprecio. Más tarde, los azares de la guerra pusieron al joven conde cerca de Alatriste, en Nápoles, y se contaba que, aunque simple soldado, éste rindió al hijo de su antiguo general algunos servicios importantes cuando la desastrosa jornada de las Querquenes. Álvaro de la Marca no había olvidado aquello, y con el tiempo, heredada fortuna y títulos, trocadas las armas por la vida cortesana, no echó en vacío al capitán. De vez en cuando alquilaba sus servicios como espadachín para solventar asuntos de dinero, escoltarlo en aventuras galantes y peligrosas, o ajustar cuentas con maridos cornudos, rivales en amores y acreedores molestos, como en el caso del marquesito de Soto, a quien, recordemos, Alatriste había administrado en la fuente del Acero, por prescripción del propio Guadalmedina, una dosis letal de lo mismo. Pero lejos de abusar de aquella situación, cual sin duda habría hecho buena parte de los valentones licenciados que andaban por la Corte tras un beneficio o unos doblones, Diego Alatriste mantenía las distancias, sin acudir al conde salvo en ocasiones como aquélla, de absoluta y desesperada necesidad. Algo que, por otra parte, nunca hubiera hecho de no tener por cierta la calidad de los hombres a quienes había atacado. Y la gravedad de cuanto estaba a punto de caerle encima.
– ¿Estás seguro de que no reconociste a ninguno de los enmascarados que te encargaron el negocio?