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– Ya lo he dicho a vuestra merced. Parecía gente de respeto, más no pude identificar a ninguno.

Guadalmedina se acarició de nuevo la perilla.

– ¿Sólo estaban ellos dos contigo aquella noche?

– Ellos dos, que yo recuerde.

– Y uno dijo de no matarlos, y el otro que sí.

– Más o menos.

El conde miró detenidamente a Alatriste.

– Algo me ocultas, pardiez.

El capitán volvió a encoger los hombros, sosteniendo la mirada de su protector.

– Quizás -repuso con calma.

Álvaro de la Marca sonrió torcidamente, manteniendo sobre él sus ojos escrutadores. Se conocían de sobra como para saber que Alatriste no iba a decir nada más de lo que había dicho, aun en el caso de que el conde amenazara con desentenderse del asunto y echarlo a la calle.

– Está bien -concluyó-. Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego.

El capitán asintió con gesto fatalista. Una de las pocas imprecisiones en el relato hecho al conde consistía en callar la actuación de fray Emilio Bocanegra. No porque deseara proteger la persona del inquisidor -que más bien debía ser temido que protegido-, sino porque, a pesar de la ilimitada confianza que tenía en Guadalmedina, él no era ningún delator. Una cosa era hablar de dos enmascarados, y otra muy distinta denunciar a quien le había encomendado un trabajo; por más que uno de éstos fuese el fraile dominico, y toda aquella historia, y su desenlace, pudiera costarle al propio Alatriste acabar en las poco simpáticas manos del verdugo. El capitán pagaba la benevolencia del aristócrata poniendo en sus manos la suerte de aquellos ingleses y también la suya propia. Pero aunque viejo soldado y acero a sueldo, él también tenía sus retorcidos códigos. No estaba dispuesto a violentarlos aunque le fuese la vida en ello, y eso Guadalmedina lo sabía de sobra. Otras veces, cuando era el nombre de Álvaro de la Marca el que andaba en juego, el capitán se había negado a revelarlo a terceros, siempre con idéntico aplomo. En la reducida porción de mundo que, pese a sus vidas tan dispares, ambos compartían, aquéllas eran las reglas. Y Guadalmedina no estaba dispuesto a infringirlas, ni siquiera con aquel inesperado marqués de Buckingham y su acompañante sentados en el salón de la casa. Era evidente, por su expresión, que Álvaro de la Marca meditaba a toda prisa sobre el mejor partido que podía sacar al secreto de Estado que el azar y Diego Alatriste habían ido a poner en sus manos.

Un criado se detuvo respetuosamente en el umbral. El conde fue hasta él, y Diego Alatriste los oyó cambiar algunas palabras en voz baja. Cuando se retiró el fámulo, Guadalmedina vino al capitán, pensativo.

– Había previsto avisar al embajador inglés, pero esos caballeros dicen que no resulta conveniente que el encuentro tenga lugar en mi casa… Así que, como ya están repuestos, voy a hacer que varios hombres de mi confianza, y yo mismo con ellos, los escolten hasta la casa de las Siete Chimeneas, para evitar más encuentros desagradables.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar a vuestra merced?

El conde lo miró con irónico fastidio.

– Ya has hecho bastante por hoy, me temo. Lo mejor es que te quites de en medio.

Alatriste asintió, y con un íntimo suspiro hizo el gesto resignado, lento, de despedirse. Era obvio que no podía volver a su casa, ni a la de ningún conocido habitual; y si Guadalmedina no le ofrecía alojamiento, se exponía a vagar por las calles a merced de sus enemigos o de los corchetes de Martín Saldaña, que tal vez estaban alertados sobre el suceso. El conde sabía todo eso. Y sabía también que Diego Alatriste nunca le pediría ayuda claramente; era demasiado orgulloso para hacerlo. Y si Guadalmedína no daba por recibido el mensaje tácito, el capitán no tendría más remedio que afrontar de nuevo la calle sin otro recurso que su espada. Pero ya sonreía el conde, distraído en sus reflexiones.

– Puedes quedarte aquí esta noche -dijo-. Y mañana veremos qué nos depara la vida… He ordenado que te dispongan una habitación.

Alatriste se relajó imperceptiblemente. Por la puerta entreabierta vio cómo al aristócrata le preparaban la ropa. Observó que los criados traían también un coleto de ante y varias pistolas cargadas. Álvaro de la Marca no parecía dispuesto a que sus invitados de fortuna corrieran más riesgos.

– Dentro de unas horas se extenderá la noticia de la llegada de estos señores, y todo Madrid estará patas arriba -suspiró el conde-. Ellos me piden bajo palabra de gentilhombre que se silencie la noticia de la escaramuza contigo y con tu acompañante, y que tampoco se sepa que los ayudaste a buscar refugio aquí… Todo esto es muy delicado, Alatriste. Y va en ello bastante más que tu cuello. Oficialmente el viaje ha de terminar, sin incidentes, ante la residencia del embajador inglés. Y es lo que vamos a procurar ahora mismo.

Había iniciado el movimiento hacia el cuarto donde le aderezaban las ropas, cuando de pronto pareció recordar algo.

– Por cierto -añadió, parándose-, desean verte antes de irse. No sé cómo diantre resolviste al final la cuestión, pero después que les conté quién eres y cómo se fraguó todo, no parecen guardarte demasiado rencor. ¡Esos ingleses y su condenada flema británica!… Voto a Dios que si me hubieras dado a mí el susto que les diste a ellos, yo estaría pidiendo a gritos tu cabeza. No habría tardado un minuto en hacerte asesinar.

La entrevista fue breve, y tuvo lugar en el enorme vestíbulo, bajo un cuadro del Tiziano que mostraba a Dánae a punto de ser fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Álvaro de la Marca, ya vestido y equipado como para asaltar una galera turca, con culatas de pistolas sobresaliéndole del cinto junto a la espada y la daga, condujo al capitán al lugar donde los ingleses se disponían a salir envueltos en sus capas, rodeados de criados del conde que también iban armados hasta los dientes. Afuera aguardaban más criados con antorchas y alabardas, y sólo faltaba un tambor para que aquello pareciese una ronda nocturna de soldados en vísperas de escaramuza.

– He aquí al hombre -dijo Guadalmedina, irónico, mostrándoles al capitán.

Los ingleses se habían aseado y repuesto del viaje. Sus ropas estaban cepilladas y razonablemente limpias, y el más joven llevaba un amplio pañuelo alrededor del cuello, sosteniéndole el brazo, del que tenía cercana la herida. El otro inglés, el del traje gris, identificado como Buckingham por Álvaro de la Marca, había recuperado una arrogancia que Alatriste no recordaba haberle visto durante la refriega del callejón. Por aquel tiempo, Jorge Villiers, marqués de Buckingham, era ya gran almirante de Inglaterra y gozaba de considerable influencia cerca del Rey Jacobo I. Apuesto, ambicioso, inteligente, romántico y aventurero, estaba a punto de recibir el título ducal con que lo conocerían la Historia y la leyenda. Ahora, todavía joven y en plena ascensión hasta la más alta privanza de la corte de Saint James, el favorito del Rey de Inglaterra miraba con displicente atención a su agresor, y Alatriste soportó impávido el escrutinio. Marqués, arzobispo o villano, aquel tipo elegante de rasgos agraciados no le daba frío ni calor, ya fuera valido del Rey Jacobo o primo hermano del Papa. Eran fray Emilio Bocanegra y los dos enmascarados los que iban a quitarle el sueño aquella noche, y mucho se temía que también algunas más.

– Casi nos mata hoy, en la calle -dijo muy sereno el inglés en su español con fuerte acento extranjero, dirigiéndose más a Guadalmedina que a Alatriste.

– Siento lo ocurrido -respondió el capitán, tranquilo, con una inclinación de cabeza-. Pero no todos somos dueños de nuestras estocadas.

El inglés aún lo miró con fijeza unos instantes. Asomaba un aire despectivo a sus ojos azules, esfumada de ellos la sorprendida espontaneidad de los primeros momentos tras la lucha en el callejón. Había tenido tiempo para recapacitar, y el recuerdo de haberse visto a merced de un espadachín desconocido lastimaba su amor propio. De ahí aquella recién estrenada arrogancia, que Alatriste no había visto por ninguna parte cuando a la luz del farol cruzaban las espadas.