Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches, incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. El cochero charlaba en un corro de curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había errado.
– A vuestro servicio -dije, afirmando la voz a duras penas.
Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar, alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho.
El caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno, sonrió al reconocerme; incluso se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de su vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el ambiente caballeresco de la situación me acícateaban la audacia. También reforzaba mi aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro y unas viejas medias calzas pertenecientes al capitán Alatriste, que el hilo y la aguja de Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas.
– Hoy no hay barro en la calle -dijo, y su voz me estremeció hasta la punta de la coronilla. Era el suyo un tono quedo y seductor, nada infantil. Casi demasiado grave para su edad. Algunas damas usaban ese mismo tono al dirigirse a sus galanes en las jácaras representadas en las plazas, y en las comedias. Pero Angélica de Alquézar -cuyo nombre yo ignoraba todavía- no era actriz, y era una niña. Nadie le había enseñado a fingir aquel eco oscuro, aquel modo de pronunciar las palabras de un modo capaz de hacerte sentir como un hombre hecho y derecho, y además el único existente en mil leguas a la redonda.
– No hay barro -repetí, sin prestar atención a lo que yo mismo decía-. Y lo siento, porque eso me impide tal vez serviros de nuevo.
Con las últimas palabras me llevé la mano al corazón. Reconozcan, por tanto, que no me las compuse mal; y que la respuesta galante y el gesto estuvieron a la altura de la dama y de las circunstancias. Así debió de ser, pues en vez de desentenderse de mí, ella sonrió otra vez. Y yo fui el mozo más feliz, y más galante, y más hidalgo del mundo.
– Es el paje del que os hablé -dijo entonces ella, dirigiéndose a alguien que estaba a su lado, en el interior del coche, y a quien yo no podía ver-. Se llama Íñigo, y vive en la calle del Arcabuz -estaba vuelta de nuevo hacia mí, que la miraba con la boca abierta, fascinado por el hecho de que fuera capaz de recordar mi nombre-. Con un capitán, ¿no es cierto?… Un tal capitán Batiste, o Eltriste.
Hubo un movimiento en la penumbra del interior del coche y, primero una mano de uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, redonda la cabeza, villano el pelo escaso, deslucido y gris como su bigote y su perilla. Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto, compartía coche, y tal vez lazos de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuando la niña pronunció el nombre del capitán Alatriste.
VII. LA RÚA DEL PRADO
El día siguiente era domingo. Empezó en fiesta, y a pique estuvo para Diego Alatriste y para mí de terminar en tragedia. Pero no adelantemos acontecimientos. La parte festiva del asunto transcurrió en torno a la rúa que, en espera de la presentación oficial ante la Corte y la infanta, el Rey Don Felipe IV ordenó en honor de sus ilustres huéspedes. En aquel tiempo se llamaba hacer la rúa al paseo tradicional que todo Madrid recorría en carroza, a pie o a caballo, bien por la carrera de la calle Mayor, entre Santa María de la Almudena y las gradas de San Felipe y la puerta del Sol, o bien prolongando el itinerario calle abajo, hasta las huertas del duque de Lerma, el monasterio de los Jerónimos y el Prado del mismo nombre.
Respecto a la calle Mayor, ésta era vía de tránsito obligada desde el centro de la villa al Alcázar Real, y también lugar de plateros, joyeros y tiendas elegantes; por eso al caer la tarde se llenaba de carrozas con damas, y caballeros luciéndose ante ellas. En cuanto al Prado de San Jerónimo, grato en días de sol invernal y en tardes de verano, era lugar arbolado y verde, con veintitrés fuentes, muchas tapias de huertas y una alameda por donde circulaban carruajes y paseantes en amena conversación. También era sitio de cita social y galanteo, propicio para lances furtivos de enamorados, y lo más granado de la corte se solazaba en su paisaje. Pero quien mejor resumió todo esto de hacer la rúa fue Don Pedro Calderón de la Barca, algunos años más tarde, en una de sus comedias:
Ningún lugar, pues, más idóneo para que nuestro monarca el Cuarto Felipe, galante como cosa propia de sus jóvenes años, decidiera organizar el primer conocimiento oficioso entre su hermana la infanta y el gallardo pretendiente inglés. Todo debía transcurrir, naturalmente, dentro de los límites del decoro y el protocolo propios de la Corte española; cuyas reglas eran tan estrictas que la regia familia tenía establecido, de antemano, lo por hacer en todos y cada uno de los días y horas de su vida. No es de extrañar, por tanto, que la visita inesperada del ilustre aspirante a cuñado fuese acogida por el monarca como pretexto para romper la rígida etiqueta palatina, e improvisar fiestas y salidas. Pusiéronse manos a la obra, organizándose un paseo de carrozas en el que participó todo aquel que era algo en la Corte; y el pueblo ofició como testigo de aquella exhibición caballeresca que tanto halagaba el orgullo nacional y que, sin duda, a los ingleses parecería singular y asombrosa. Por cierto, cuando el futuro Carlos I inquirió sobre la posibilidad de saludar a su novia, aunque fuera con un simple buenas tardes, el conde de Olivares y el resto de los consejeros españoles se miraron gravemente unos a otros antes de comunicar a Su Alteza, con mucho protocolo diplomático y mucha política, que verdes las habían segado. Era impensable que nadie, ni siquiera un príncipe de Gales, que oficialmente aún no había sido presentado, hablase o pudiera acercarse a la infanta doña Maria, o a cualquier otra dama de la familia real. Con todo recato se verían al pasar, y gracias.