Yo mismo estaba en la calle con los curiosos, y reconozco que el espectáculo fue el colmo de la galantería y la finura, con la flor y la nata de Madrid vestida de sus mejores galas; pero, al mismo tiempo, y a causa del todavía oficial incógnito de nuestros visitantes, todo el mundo se comportó con la mayor naturalidad, como quien no quiere la cosa. El de Gales, Buckingham, el embajador inglés y el conde de Gondomar, nuestro diplomático en Londres, estaban en una carroza cerrada en la puerta de Guadalajara -una carroza invisible, pues se había prohibido expresamente vitorearla o señalar su presencia- y desde allí Carlos vio pasar por primera vez los carruajes que llevaban de paseo a la familia real. En uno de ellos, junto a nuestra bellísima reina de veinte años doña Isabel de Borbón, vio por fin el de Gales a la infanta doña María, que en plena juventud lucía rubia, guapa y discreta, con un vestido de brillante brocado y, al brazo, la cinta azul convenida para que la reconociera su pretendiente. Entre idas y venidas por la calle Mayor y el Prado, tres veces pasó la carroza aquella tarde junto a la de los ingleses; y aunque apenas dio tiempo al príncipe de ver unos ojos azules y un dorado cabello adornado con plumas y piedras preciosas, cuentan que quedó rendidamente enamorado de nuestra infanta. Y así debió de ser, pues durante los cinco meses siguientes permanecería en Madrid, en demanda de conseguirla como esposa, mientras el Rey lo agasajaba como a un hermano y el conde de Olivares le daba largas y lo toreaba con la mayor diplomacia del mundo. La ventaja es que, mientras hubo esperanzas de boda, los ingleses hicieron una tregua en lo de hacernos la puñeta apresándonos galeones de Indias con sus piratas, sus corsarios, sus amigos holandeses y la puta que los parió; así que bueno fue lo comido por lo servido.
Desoyendo los consejos del conde de Guadalmedina, el capitán Alatriste no puso pies en polvorosa ni quiso esconderse de nadie. Ya he contado en el capítulo anterior que, la misma mañana en que Madrid conoció la llegada del de Gales, el capitán vino a pasear ante la misma casa de las Siete Chimeneas; y aún tuve ocasión de encontrarlo entre el gentío de la calle Mayor cuando la célebre rúa de aquel domingo, mirando pensativo la carroza de los ingleses. Inclinada, eso sí, el ala del chapeo sobre el rostro, y bien dispuesto el disimulado rebozo de la capa. Después de todo, ni lo cortés ni lo valiente suponen dar tres cuartos al pregonero.
Aunque nada me había contado de la aventura, yo estaba al tanto de que algo ocurría. La noche siguiente me había mandado a dormir a casa de la Lebrijana, so pretexto de que tenía gente que recibir para cierto negocio. Pero luego supe que la pasó en vela, con dos pistolas cargadas, espada y daga. Nada ocurrió, sin embargo; y con las luces del alba pudo echarse a dormir tranquilo. De ese modo lo hallé al regresar por la mañana: humeante el candil sin aceite, y él echado sobre la cama con la ropa puesta y arrugada, armas al alcance de la mano, respirando recia y acompasadamente por la boca entreabierta, con una expresión obstinada en el ceño fruncido.
Era fatalista el capitán Alatriste. Tal vez su condición de viejo soldado -había peleado en Flandes y el Mediterráneo tras escapar de la escuela para alistarse como paje y tambor a los trece años- dejó impresa en él aquella manera tan suya de encajar el riesgo, los malos tragos, las incertidumbres y sinsabores de una vida bronca, difícil, con el estoicismo de quien se acostumbra a no esperar otra cosa. Su talante encajaba en la definición que ese mariscal francés, Grammont, haría de los españoles un poco más tarde: «El valor les es bastante natural, así como la paciencia en los trabajos y la confianza en la adversidad… Los señores soldados rara vez se asombran de los malos sucesos, y se consuelan con la esperanza del pronto retorno de su buena fortuna…». O esa otra francesa, Madame de Aulnoy, que contó: «Se les ve expuestos a la injuria de los tiempos, en la miseria; y a pesar de ello, más bravos, soberbios y orgullosos que en la opulencia y la prosperidad»… Vive Dios que todo esto es muy cierto; y yo, que conocí tales tiempos y aun los peores que vinieron después, puedo dar buena fe. En cuanto a Diego Alatriste, el orgullo y la soberbia le iban por dentro, y sólo se manifestaban en sus testarudos silencios. Ya dije que, a diferencia de tantos valentones que se retorcían el mostacho y hablaban fuerte en las calles y mentideros de la Corte, a él nunca lo oí fanfarronear sobre los recuerdos de su larga vida militar. Pero a veces viejos camaradas de armas sacaban a relucir, en torno a una jarra de vino, historias relacionadas con él que yo escuchaba con avidez; pues, para mis pocos años, Diego Alatriste no era sino el trasunto del padre que había perdido honrosamente en las guerras del Rey nuestro señor: uno de esos hombres pequeños, duros y bragados en los que tan pródiga fue siempre España para lo bueno y para lo malo, y a los que se refería Calderón -mi señor Alatriste, esté en la gloria o donde esté, disimulará que cite tanto a Don Pedro Calderón en vez de a su amado Lope- al escribir:
Recuerdo un episodio que me impresionó de modo especial, sobre todo porque marcaba bien a las claras- el talante del capitán Alatriste. Juan Vicuña, que había sido sargento de caballos cuando el desastre de nuestros tercios en las dunas de Nieuport -triste la madre que allí tuvo hijo-, describió varias veces, componiendo trozos de pan y jarras de vino sobre la mesa de la taberna del Turco, la derrota sufrida por los españoles. Él, mi padre y Diego Alatriste habían sido de los afortunados que llegaron a ver ponerse el sol en aquella funesta jornada; cosa que no puede decirse de los 5.000 compatriotas, incluidos 150 jefes y capitanes, que dejaron la piel frente a holandeses, ingleses y franceses; que aunque a menudo guerreaban entre si, no tenían reparo en coaligarse unos con otros cuando se trataba de jodernos bien. En Nieuport les salió a pedir de boca: era muerto el maestre de campo Don Gaspar Zapena, y apresados el almirante de Aragón y otros jefes principales. Ya nuestras tropas en desbandada, Juan Vicuña, caídos todos sus oficiales, herido él mismo en el brazo que perdería de gangrena semanas más tarde, se retiró con su diezmada compañía junto a los restos de las tropas extranjeras aliadas. Y contaba Vicuña que, al mirar por última vez atrás antes de escapar a uña de caballo, vio cómo el veterano Tercio Viejo de Cartagena -en cuyas filas formaban mi padre y Alatriste- intentaba abandonar el campo de batalla sembrado de cadáveres, entre una turba de enemigos que lo arcabuceaban y acribillaban con mosquetes y artillería. Había muertos, agonizantes y fugitivos hasta donde abarcaba la vista, refería Vicuña. Y en pleno desastre, bajo el sol abrasador que deslumbraba las dunas de arena, entre el fuerte viento y los remolinos que lo cubrían de humo y polvo, las compañías del viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después de cada brecha abierta por la artillería enemiga que no osaba acercárseles. En los altos, los soldados conversaban en calma con sus oficiales y luego volvían a ponerse en marcha sin dejar de batirse, terribles incluso en la derrota; cerrados y serenos como si estuvieran en un desfile, al paso que les marcaba el lentísimo redoble de sus tambores.