Apenas quedaba día en el cielo de Madrid; si acaso alguna claridad recortando tejados y campanarios hacia la ribera del Manzanares y el Alcázar Real. Y así, entre dos luces, con las sombras adueñándose poco a poco de las calles, anduve siguiendo de lejos el carruaje, cerrado y con tiro de cuatro mulas, donde Martín Saldañia y sus corchetes se llevaban al capitán. Pasaron ante el colegio de la Compañía de Jesús, calle de Toledo abajo, y en la plazuela de la Cebada, sin duda para evitar vías concurridas, torcieron hacia el cerrillo de la fuente del Rastro antes de volver de nuevo a la derecha, casi en las afueras de la ciudad; muy cerca del camino de Toledo, del matadero y de un viejo lugar que era antiguo cementerio moro, y de ahí conservaba, por mal nombre, el de Portillo de las Ánimas. Sitio que, por su macabra historia y a tan funesta hora, no resultaba tranquilizador en absoluto.
Se detuvieron cuando ya entraba la noche, ante una casa de apariencia ruin, con dos pequeñas ventanas y un zaguán grande que más parecía entrada de caballerías que otra cosa; sin duda una vieja posada para tratantes de ganado. Los estuve observando, jadeante, escondido junto al guardacantón de una esquina con mi atado bajo el brazo. De ese modo vi bajar a Alatriste, resignado y tranquilo, rodeado por Martín Saldaña y los corchetes; y al cabo los vi salir sin el capitán, subir al carruaje y marcharse todos de allí. Aquello me inquietó, pues ignoraba quién más podía estar dentro. Acercarme era excusado, pues corría riesgo cierto de que me atraparan. Así que, lleno de angustia pero paciente como -según le había oído alguna vez al mismo Alatriste- debía serlo todo hombre de armas, apoyé la espalda en la pared hasta confundirme con la oscuridad, y me dispuse a esperar. Confieso que tenía frío y tenía miedo. Pero yo era hijo de Lope Balboa, soldado del Rey, muerto en Flandes. Y no podía abandonar al amigo de mi padre.
VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS
Aquello parecía un tribunal, y a Diego Alatriste no le cupo la menor duda de que lo era. Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí, con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.
No había más sillas, así que el capitán Alatriste permaneció de pie mientras era interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en Alatriste. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor, preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él. Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía ser. O lo que parecía.
Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado Diego Alatriste. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán, contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón. De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie, sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de cabeza. El coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una letra muy despaciosa y correcta, de amanuense, y el fraile mantenía fija en Alatriste aquella mirada hipnótica y febril capaz de ponerle los pelos de punta al más ahigadado. En el ínterin, el capitán se preguntó para sus adentros si nadie iba a interrogarlo sobre por qué había desviado la espada del italiano. Por lo visto a todos les importaban un carajo sus personales razones en el asunto. Y en ese instante, cual si fuera capaz de leer sus pensamientos, fray Emilio Bocanegra movió una mano sobre la mesa y la dejó inmóvil, apoyada en la madera oscura, con su lívido dedo índice apuntando al capitán.
– ¿Qué impulsa a un hombre a desertar del bando de Dios y pasarse a las filas impías de los herejes?
Tenía gracia, pensó Diego Alatriste, calificar como bando de Dios al formado por él mismo, el amanuense del antifaz y aquel siniestro espadachín italiano. En otras circunstancias se habría echado a reír; pero no estaba el horno para bollos. Así que se limitó a sostener sin pestañear la mirada del dominico; y también la del otro, que había dejado de escribir y lo observaba con muy escasa simpatía a través de los agujeros de su careta.
– No lo sé -dijo el capitán-. Tal vez porque uno de ellos, a punto de morir, no pidió cuartel para él, sino para su compañero.
El inquisidor y el enmascarado cambiaron una breve mirada incrédula.
– Dios del Cielo -murmuró el fraile.
Sus ojos lo medían llenos de fanatismo y desprecio. Estoy muerto, pensó el capitán, leyéndolo en aquellas pupilas negras y despiadadas. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijese, esa mirada implacable lo tenía tan sentenciado como la aparente flema con que el enmascarado manejaba de nuevo la pluma sobre el papel. La vida de Diego Alatriste y Tenorio, soldado de los tercios viejos de Flandes, espadachín a sueldo en el Madrid del Rey Don Felipe Cuarto, valía lo que a esos dos hombres aún les interesara averiguar. Algo que, según podía deducirse del giro que tomaba la conversación, ya no era mucho.
– Pues vuestro compañero de aquella noche -el hombre de la careta hablaba sin dejar de escribir, y su tono desabrido sonaba funesto para el destinatario- no pareció tener tanto escrúpulo como vos.