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En fin. Esos pormenores se encuentran de sobra en los anales de la época. A ellos remito al lector interesado en más detalles, pues ya no guardan relación directa con lo que atañe al hilo de esta historia. Sólo diré, en lo concerniente al capitán Alatriste y a mí, que ni participábamos en los festejos de la Corte, que no tuvo a bien invitarnos, ni maldita la gana, aunque alguien lo hubiese hecho. Los días siguientes al lance del Portillo de las Ánimas transcurrieron como ya dije sin sobresaltos, sin duda porque quienes movían los hilos andaban harto ocupados con las idas y venidas públicas de Carlos de Gales como para resolver pequeños detalles -y al hablar de pequeños detalles me refiero a nosotros-; pero éramos conscientes de que tarde o temprano recibiríamos la factura, y ésta no sería parva. A fin de cuentas, por mucho que nuble, la sombra siempre termina despuntando cosida a los pies de uno. Y nadie puede escapar de su propia sombra.

Me he referido antes a los mentideros de la Corte, lugar de cita de los ociosos y centro de toda suerte de noticias, hablillas y murmuraciones que por Madrid corrían. Los principales eran tres, y entre ellos -San Felipe, Losas de Palacio y Representantes- el de las gradas de la iglesia agustina de San Felipe, entre las calles de Correos, Mayor y Esparteros, era el más concurrido. Las gradas formaban la entrada de la iglesia, y por el desnivel con la calle Mayor quedaban elevadas sobre ésta, constituyendo por debajo una serie de pequeñas tiendas o covachuelas donde se vendían juguetes, guitarras y baratijas, y por encima una vasta azotea a la intemperie, cubierta de losas de piedra, en forma de alto paseo protegido con barandillas. Desde aquella especie de palco podía verse pasar gente y carruajes, y también pasear y departir de corro en corro. San Felipe era el sitio más animado, bullicioso y popular de Madrid; su proximidad al edificio de la Estafeta de los correos reales, donde se recibían las cartas y noticias del resto de España y de todo el mundo, así como la circunstancia de dominar la vía principal de la ciudad, lo convertían en vasta tertulia pública donde se cruzaban opiniones y chismes, fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de bolsas y lucían su ingenio los poetas. Lope, Don Francisco de Quevedo y el mejicano Alarcón, entre otros, frecuentaban el mentidero. Cualquier noticia, rumor, embuste allí lanzado, rodaba como una bola hasta multiplicarse por mil, y nada escapaba a las lenguas que de todo conocían, vistiendo de limpio desde el Rey al último villano. Muchos años después todavía citaba ese lugar Agustín Moreto, cuando en una de sus comedias hizo decir a un paisano y a un bizarro militar:

-¡Que no sepáis salir de aquestas gradas!-Amigo, aquí se ven los camaradas.Estas losas me tienen hechizado;que en todo el mundo tierra no he encontradotan fértil de mentiras.

Y hasta el gran Don Miguel de Cervantes, que Dios tenga en lo mejor de su gloria, había dejado escrito en su Viaje al Parnaso:

Adiós, de San Felipe el gran paseo,donde si baja el turco o sube el galgo,como en gaceta de Venecia leo.

Lo que cito a vuestras mercedes para que vean hasta qué punto era el lugar famoso. Discutíanse en sus corrillos los asuntos de Flandes, Italia y las Indias con la gravedad de un Consejo de Castilla, repetíanse chistes y epigramas, se cubría de fango la honra de las damas, las actrices y los maridos cornudos, se dedicaban pullas sangrientas al conde de Olivares, narrábanse en voz baja las aventuras galantes del Rey… Era, en fin, lugar amenísimo y chispeante, fuente de ingenio, novedad y maledicencia, que se congregaba cada mañana en torno a las once; hasta que el tañido de la campana de la iglesia, tocando una hora más tarde al ángelus, hacía que la multitud se quitase los sombreros y se dispersara luego, dejando el campo a los mendigos, estudiantes pobres, mujerzuelas y desharrapados que aguardaban allí la sopa boba de los agustinos. Las gradas volvían a animarse por la tarde, a la hora de la rúa en la calle Mayor, para ver pasar a las damas en sus carrozas, a las mujeres equívocas que se las daban de señoras, o a las pupilas de las mancebías cercanas -había, por cierto, una muy notoria justo al otro lado de la calle-: motivo todas ellas de conversación, requiebros y chanzas. Duraba esto hasta el toque de oración de la tarde, cuando, tras rezar sombrero en mano, de nuevo se dispersaban hasta el día siguiente, cada uno a su casa y Dios a la de todos.

He dicho más arriba que Don Francisco de Quevedo frecuentaba las gradas de San Felipe; y en muchos de sus paseos se hacía acompañar por amigos como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña o el capitán Alatriste. Su afición a mi amo obedecía, entre otros, a un aspecto práctico: el poeta andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o más que la espada. Algunos, como Luis de Góngora o Juan Ruiz de Alarcon, se la tenían jurada, y no sólo por escrito. Decía, por ejemplo, Góngora de Don Francisco de Quevedo:

Musa que sopla y no inspira,y sabe por lo traidorponer sus dedos mejoren mi bolsa que en su lira.

Y al día siguiente, viceversa. Porque entonces contraatacaba Don Francisco con su más gruesa artillería:

Esta cima del vicio del insulto;éste en quien hoy los pedos son sirenas.Éste es el culo, en Góngora y en culto,que un bujarrón le conociera apenas.

O se despachaba con aquellos otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:

Hombre en quien la limpieza fue tan poca,no tocando a su cepa,que nunca, que yo sepa,se le cayó la mierda de la boca.

Lindezas que el implacable Don Francisco hacía también extensivas al pobre Ruiz de Alarcón, con cuya desgracia física -una corcova, o joroba- gustaba de ensañarse con despiadado ingenio:

¿Quién tiene con lamparonespecho, lado y espaldilla?Corcovilla.