Tales versos circulaban anónimos, en teoría; pero todo el mundo sabía perfectamente quién los fabricaba con la peor intención del mundo. Por supuesto, los otros no se quedaban cortos; y menudeaban los sonetos, y las décimas, y leerlos en los mentideros y afilar su talento Don Francisco atacando y contraatacando con pluma mojada en su más corrosiva hiel, era todo uno. Y si no se trataba de Góngora o de Alarcón podía tratarse de cualquiera; pues los días en que el poeta se levantaba con ganas, hacía fuego con bala rasa contra cuanto se movía:
Y cosas así. De modo que, aun siendo bravo y diestro con la espada, llevar al lado a un hombre como Diego Alatriste a la hora de pasear entre eventuales adversarios siempre resultaba tranquilizador para el malhumorado poeta. Precisamente el citado Fulano del soneto -o alguien que se vio retratado como tal, porque en aquel Madrid de Dios andaban los cornudos de dos en dos- acudió a pedir explicaciones a las gradas de San Felipe, escoltado por un amigo, cierta mañana que Don Francisco paseaba con el capitán Alatriste. El asunto se resolvió al caer la noche con un poco de acero tras la tapia de los Recoletos, de modo que tanto el presunto cornudo como el amigo, una vez sanaron de las respectivas mojadas recibidas a escote, se dedicaron a leer prosa y no volvieron a encarar un soneto durante el resto de sus vidas.
Aquella mañana, en las gradas de San Felipe, el tema de conversación general eran el príncipe de Gales y la infanta; alternándose las hablillas cortesanas con noticias de la guerra que se reavivaba en Flandes. Recuerdo que hacía sol, y el cielo era muy azul y muy limpio sobre los tejados de las casas cercanas, y el mentidero bullía de gente. El capitán Alatriste, que seguía mostrándose en público sin miedo aparente a las consecuencias -la mano, vendada tras el lance del Portillo de las Ánimas, estaba fuera de peligro-, vestía polainas, calzas grises y jubón oscuro cerrado hasta el cuello; y aunque la mañana era tibia, llevaba sobre los hombros la capa para cubrir la culata de una pistola que cargaba en la parte posterior del cinto, junto a la daga y la espada. Al contrario que la mayor parte de los soldados veteranos de la época, Diego Alatriste era poco amigo de usar prendas o adornos de color, y la única nota llamativa en su indumento era la pluma roja que le adornaba la toquilla del chapeo de anchas alas. Aun así, su aspecto contrastaba con la oscura sobriedad del traje negro de Don Francisco de Quevedo, sólo desmentida por la cruz de Santiago cosida al pecho, bajo la capa corta, también negra, que llamábamos herreruelo. Me habían permitido acompañarlos, pues acababa de hacer unos recados para ellos en la Estafeta, y componían el resto del grupo el Licenciado Calzas, Vicuña, el Dómine Pérez y algunos conocidos, departiendo junto a la barandilla de las gradas que daba sobre la calle Mayor. Se comentaba la última impertinencia de Buckingham, quien, se decía de buena tinta, osaba galantear a la esposa del conde de Olivares.
– La pérfida Albión -apuntaba el Licenciado Calzas, que no podía tragar a los ingleses desde que años atrás, viniendo de las Indias, había estado a punto de ser apresado por Walter Raleigh, un corsario que les desarboló un palo y mató quince hombres.
– Mano dura -sugería Vicuña, cerrando el único puño que le quedaba-. Esos herejes sólo entienden que se les asiente bien la mano dura… ¡Así agradecen la hospitalidad del Rey nuestro señor!
Asentían circunspectos los contertulios, entre ellos dos presuntos veteranos de fieros bigotes que no habían oído un arcabuzazo en su vida, dos o tres ociosos, un estudiante de Salamanca de capa raída, alto y con cara de hambre llamado Juan Manuel de Parada, o de Pradas, un pintor joven recién llegado a la Corte y recomendado a Don Francisco por su amigo Juan de Fonseca, y un zapatero remendón de la calle Montera llamado Tabarca, conocido por ejercer la jefatura de los llamados mosqueteros: la chusma teatral o público bajo que seguía las comedias en pie, aplaudiéndolas o silbándolas, y decidía de ese modo su éxito o fracaso. Aunque villano y analfabeto, el tal Tabarca resultaba hombre grave, temible, que se las daba de entendido, cristiano viejo e hidalgo venido a menos -como casi todo el mundo- y era, debido a su influencia entre la gentuza de los corrales, halagado por los autores que buscaban darse a conocer en la Corte, e incluso por algunos que ya lo eran.
– De todos modos -terciaba Calzas, con guiño cínico-. Dicen que la legítima del valido no hace ascos a la hora de tomar varas. Y Buckingham es buen mozo.
Se escandalizaba el Dómine Pérez:
– ¡Por Dios, señor Licenciado!… Repórtese vuestra merced. Conozco a su confesor, y puedo asegurar que la señora doña Inés de Zúñiga es mujer piadosa, y una santa.
– Y entre santa y santa -repuso Calzas, procaz- a nuestro Rey se la levantan.
Reía, atravesado y guasón, viendo al Dómine hacerse cruces mientras echaba miradas temerosas de soslayo. Por su parte, el capitán Alatriste le dirigía fieras ojeadas de censura por hablar con semejante desahogo en mi presencia, y el pintor joven, un sevillano de veintitrés o veinticuatro años, simpático, con mucho acento, llamado Diego de Silva, nos observaba a unos y otros como preguntándose dónde se había metido.
– Con er permiso de vuesa mersede… -empezó a decir, tímido, levantando un dedo índice manchado de pintura al óleo.
Pero nadie le hizo mucho caso. A pesar de la recomendación de su amigo Fonseca, Don Francisco de Quevedo no olvidaba que el joven pintor había ejecutado nada más llegar a Madrid un retrato de Luis de Góngora, y aunque no tenía nada contra el mozo, procuraba hacerle purgar semejante pecado con unos pocos días de ninguneo. Aunque la verdad es que muy pronto Don Francisco y el joven sevillano se hicieron asiduos, y el mejor retrato que se conserva del poeta es, precisamente, el que hizo después aquel mismo joven. Que con el tiempo también fue muy amigo de Diego Alatriste y mío, cuando ya era más conocido por el apellido de su madre: Velázquez.
En fin. Les contaba que, tras el infructuoso intento del pintor por intervenir en la conversación, alguien mencionó la cuestión del Palatinado, y todos se enzarzaron en una animada discusión sobre la política española en Centroeuropa, donde el zapatero Tabarca echó su sota de espadas con todo el aplomo del mundo, opinando sobre el duque Maximiliano de Baviera, el Elector Palatino y el Papa de Roma, quienes tenía por probado se entendían bajo cuerda. Terció uno de los presuntos miles gloriosus, que aseguraba poseer noticias frescas sobre el asunto, suministradas por un cuñado suyo que servía en Palacio; y la conversación quedó interrumpida cuando todos, salvo el Dómine, se inclinaron sobre la barandilla para saludar a unas damas que pasaban en carricoche descubierto, sentadas entre faldas, brocados y guardainfantes, camino de las platerías de la Puerta de Guadalajara. Eran tusonas, o sea, rameras de lujo. Pero en la España de los Austrias, hasta las putas se daban aires.
Cubriéronse todos de nuevo y prosiguió la charla. Don Francisco de Quevedo, que prestaba poca atención, se acercó un poco a Diego Alatriste y, con un gesto de la barbilla, señaló a dos individuos que se mantenían a distancia, entre la gente.
– ¿Os siguen a vos, capitán? -preguntó en voz baja, con aire de hablar de otra cosa- ¿O me siguen a mí?
Alatriste echó un discreto vistazo a la pareja. Tenían aspecto de corchetes, o de gente a sueldo. Al sentirse observados volvieron ligeramente la espalda, con disimulo.
– Yo diría que a mí, Don Francisco. Pero con vuestra merced y con sus versos, nunca se sabe.
El poeta miró a mi amo con el ceño fruncido.
– Supongamos que se trate de vos. ¿Es grave?
– Puede serlo.
– Voto a tal. En ese caso no queda sino batirse… ¿Necesitáis ayuda?