– No, por el momento -el capitán miraba a los espadachines con los párpados un poco entornados, como si pretendiera grabarse sus caras en la memoria-… Además, bastantes enojos tiene ya vuestra merced para cargar con los míos.
Don Francisco estuvo unos instantes callado. Luego se retorció el mostacho y, tras ajustarse los anteojos, dirigió abiertamente a los dos fulanos una mirada resuelta y furiosa.
– De cualquier modo -concluyó- si hay lance, dos a dos resulta cifra pareja. Podéis contar conmigo.
– Lo sé -dijo Alatriste.
– Zis, zas, sus y a ellos -el poeta apoyaba la mano en el pomo de su espada, que le alzaba por detrás el herreruelo-. Os debo eso y más. Y mi maestro no es precisamente Pacheco.
El capitán compartió su maliciosa sonrisa. Luis Pacheco de Narváez era el más reputado maestro de esgrima de Madrid, habiendo llegado a serlo del Rey nuestro señor. Había escrito varios tratados sobre la destreza de las armas, y hallándose en casa del presidente de Castilla hubo discusión entre él y Don Francisco de Quevedo sobre algunos puntos y conclusiones; de resultas que, tomadas las espadas para una demostración amistosa, al primer asalto dióle Don Francisco al maestro Pacheco en la cabeza, derribándole el sombrero. Desde entonces la enemistad entre ambos era mortaclass="underline" el uno había denunciado al otro ante el tribunal de la Inquisición, y el otro había retratado al uno con escasa caridad en la Vida del buscón llamado Pablos; que aunque fue impresa dos o tres años más tarde, ya corría en copias manuscritas por todo Madrid.
– Ahí viene Lope -dijo alguien.
Todos se quitaron los sombreros cuando Lope, el gran Félix Lope de Vega Carpio, apareció caminando despacio entre los saludos de la gente que se apartaba para dejarle paso, y se detuvo unos instantes a departir con Don Francisco de Quevedo, quien lo felicitó por la comedia que representaban al día siguiente en el corral del Príncipe: acontecimiento teatral al que Diego Alatriste había prometido llevarme, y yo iba a presenciar por primera vez en mi vida. Después, Don Francisco hizo algunas presentaciones.
– El capitán Don Diego Alatriste y Tenorio… Ya conoce vuestra merced a Juan Vicuña… Diego Silva… El jovencito es Íñigo Balboa, hijo de un militar caído en Flandes.
Al oír aquello, Lope me tocó un momento la cabeza con espontáneo gesto de simpatía. Fue la primera vez que lo vi, aunque tendría después otras ocasiones; y recordaré siempre su continente sexagenario y grave, su digna figura clerical vestida de negro, el rostro enjuto con cabellos cortos, casi blancos, el bigote gris y la sonrisa cordial, algo ausente, como fatigada, que nos dedicó a todos antes de proseguir camino rodeado por muestras de respeto.
– No olvides a ese hombre ni este día -me dijo el capitán, dándome un afectuoso pescozón en el mismo sitio donde Lope me había tocado.
Y no lo olvidé nunca. Todavía hoy, tantos años después de aquello, me llevo la mano a la coronilla y siento allí el contacto de los dedos afectuosos del Fénix de los Ingenios. Ni él, ni Don Francisco de Quevedo, ni Velázquez, ni el capitán Alatriste, ni la época miserable y magnífica que entonces conocí, existen ya. Pero queda, en las bibliotecas, en los libros, en los lienzos, en las iglesias, en los palacios, calles y plazas, la huella indeleble que aquellos hombres dejaron de su paso por la tierra. El recuerdo de la mano de Lope desaparecerá conmigo cuando yo muera, como también el acento andaluz de Diego de Silva, el sonido de las espuelas de oro de Don Francisco al cojear, o la mirada glauca y serena del capitán Alatriste. Pero el eco de sus vidas singulares seguirá resonando mientras exista ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España.
Tampoco he olvidado lo que ocurrió después. En ésas estábamos, cercana ya la hora del ángelus, cuando frente a las covachuelas que había al pie de San Felipe se detuvo una carroza negra que yo conocía bien. Estaba apoyado en la barandilla de las gradas, algo apartado, oyendo hablar a los mayores. Y la mirada que descubrí allá abajo, fija en mí, parecía reflejar el color del cielo que se abría sobre nuestras cabezas y los tejados pardos de Madrid, hasta el punto de que todo cuanto me rodeaba, salvo ese color, o ese cielo, o esa mirada, desapareció de mi vista. Era como una dulce agonía de azul y de luz, a la que resultaba imposible sustraerse. Si un día muero -pensé en ese mismo instante-, quiero morir así: sumergido en semejante color. Entonces me separé un poco más del grupo y fui bajando despacio las escaleras, sin apenas voluntad; como prisionero de un filtro hipnótico. Y por un instante, como relámpago de lucidez en medio de mi enajenación, mientras bajaba de San Felipe hacia la calle Mayor sentí que me seguían, desde miles de leguas de distancia, los ojos preocupados del capitán Alatriste.
X. EL CORRAL DEL PRÍNCIPE
Caí en la trampa. O, para ser más exacto, cinco minutos de conversación bastaron para que ellos urdieran la trampa. Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace siglos. Decidir quiénes son los auténticos responsables de todo eso ya es otra cuestión que llevaría largo rato discutir; y éste no es lugar ni oportunidad para ello. Podemos resumirlo diciendo, por ahora, que de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de Alquézar estaba dotada en grado sumo.
Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe, su recuerdo en la ventanilla de la carroza negra, bajo las gradas de San Felipe, me desazonaba como cuando durante una ejecución musical que parece perfecta descubres una nota o un movimiento inseguros, o falsos. Me había limitado a acercarme y cambiar unas palabras, fascinado por su cabello rubio en tirabuzones y su misteriosa sonrisa. Sin bajar de la carroza, mientras una dueña se ocupaba de comprar algunas cosas en las covachuelas y el cochero permanecía inmóvil junto a las mulas, sin molestarme -cosa que hubiera debido ponerme sobre aviso-, Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste, al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo confieso. Aquellos ojos muy azules y muy abiertos que parecían escuchar asombrados me alentaron a contar más de la cuenta. Hablé de Lope, a quien acababa de conocer arriba en las gradas, como de un viejo amigo. Y mencioné el propósito de asistir, con el capitán, a la representación de la comedia El Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo. «Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. Y ella me miró divertida, sin decir palabra, durante un rato tan largo que me sentí transportado a las puertas del Paraíso. Después vino el ama, reparó en mí el cochero, alejóse el carruaje, y quedé inmóvil entre la gente que iba y venía, con la sensación de haber sido arrancado, paf, de algún lugar maravilloso. Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación -a ninguna jovencita de buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad de la calle- empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al borde de algo peligroso y desconocido. Y llegué a preguntarme si aquello guardaría relación con los accidentados sucesos de unos días antes. De un modo u otro, cualquier vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía descabellado. Y por otra parte, la perspectiva de asistir a la comedia de Lope restaba claridad a mi juicio. Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.