Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron ¡sombreros! los mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado imitaba la Torre del Oro.
Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la vida del capitán Alatriste y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con Don Lope y Toledo, su criado.
Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:
Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación, centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego Alatriste seguía callado e inmóvil, el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del público, y Alatriste y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro individuos no nos quitaban ojo de encima.
Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda jornada desde donde estaban. Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del primer acto. Vi entonces por vez primera sus rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado en la frente y las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después. Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones de plata -fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo acababa de dictar-, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas palabras con sus acompañantes, en los que el entusiasmo del público había reconocido, junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el incógnito oficial -todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí-, invitar al espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas, lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy celebradas por el público que llenaba el corral de comedias, y levantaron no pocos requiebros, golpes de abanico y miradas devastadoras en la cazuela de las mujeres.
Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la última de las palabras y gestos de los representantes; y durante ésta, justo cuando en el escenario el capitán Fajardo decía aquello de:
«Prima» la llama. No sé
si esta prima es verdadera;
más no es la cuerda primera
que por prima falsa esté.
… volvió en ese punto a chistarle a Diego Alatriste el valentón de la capa doblada en cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían ido acercando. El propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el negocio estaba más claro que el agua; sobre todo habida cuenta de que los dos matachines restantes venían también poco a poco entre la gente. Miró el capitán a su alrededor, por ver la suerte en que se hallaba. Detalle significativo: ni el alcalde de Casa y Corte ni los alguaciles que solían cuidar del orden en las representaciones aparecían por parte alguna. En cuanto a otro socorro, el Licenciado Calzas no era hombre de armas, y el cincuentón Juan Vicuña poca destreza podía hacer con una sola mano. Respecto a Don Francisco de Quevedo, se hallaba dos filas de bancos más lejos, atento al escenario y ajeno a lo que a sus espaldas se tramaba. Y lo peor era que, influidos por el chistar de los provocadores, algunos del público empezaban a mirar mal al propio Alatriste, como si realmente éste molestase la representación. Lo que estaba a punto de ocurrir era tan cierto como que dos y dos eran cuatro. En aquel caso concreto, tres y dos sumaban cinco. Y cinco a uno era demasiado, incluso para el capitán.
Intentó zafarse en dirección a la puerta más cercana. Obligado a reñir, lo haría con más espacio en la calle que allí adentro, embarazado por todos, donde no iban a tardar un Jesús en coserlo a puñaladas. También había cerca un par de iglesias donde acogerse a sagrado, si al cabo terciaba además la justicia en el lance. Pero ya los otros le cerraban las espaldas, y la cosa tomaba un feo cariz. Terminaba en eso el segundo acto, sonaron los aplausos, y con ellos arreciaron las increpaciones de los valentones contra el capitán. Ya la chusma empezaba a hacer corro. Trabáronse de palabras, subió el tono. Y por fin, entre dos reniegos y por vidas de, alguien pronunció la palabra bellaco. Entonces Diego Alatriste suspiró muy hondo, para sus adentros. Aquello era negocio hecho. Así que, resignado, metió mano a la espada y sacó el acero de la vaina.