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Al menos, se dijo fugazmente al desnudar la blanca, un par de aquellos hideputas iban a acompañarlo bien servidos al infierno. Sin tan siquiera componerse en guardia, lanzó un tajo horizontal con la espada hacia la derecha para alejar a los rufianes que tenía más próximos, y echando atrás la mano izquierda sacó la daga vizcaína de la funda que le pendía del cinto bajo los riñones. Alborotaba el público dejando espacio, gritaban las mujeres en la cazuela, se inclinaban los ocupantes de los aposentos por las ventanas para ver mejor. No era extraño en aquel tiempo, como hemos dicho, que el espectáculo se desplazase en los corrales del escenario al patio; y todos se preparaban a disfrutar una vez más del suceso adicional y gratuito: en un momento se había hecho un círculo alrededor de los contendientes. El capitán, seguro de no resistir mucho rato frente a cinco hombres armados y diestros en el oficio, decidió no andarse con lindezas de esgrima, y en vez de curar su salud procuró desbaratar la de sus enemigos. Dio una cuchillada al de la capa doblada en cuatro, y sin pararse a ver el resultado -que no fue gran cosa-, se agachó intentando desjarretar a otro con la vizcaína. Puestos a seguir con la aritmética, cinco espadas y cinco dagas sumaban diez hojas de acero cortando el aire; así que le llovían estocadas como granizo. Una anduvo tan cerca que cortó una manga del jubón, y otra le hubiera pasado el cuerpo de no enredarse en su capa. Revolvióse lanzando molinetes y tajos a diestro y siniestro; hizo retroceder a un par de adversarios, trabó el acero con uno y la vizcaína con otro, y sintió que alguien lo acuchillaba en la cabeza: el filo cortante y frío de la hoja, y la sangre chorreándole entre las cejas. Estás pero que bien jodido, Diego, se dijo con un último rastro de lucidez. Hasta aquí has llegado. Y lo cierto es que se sentía exhausto. Los brazos le pesaban como el plomo y la sangre lo cegaba. Alzó la mano izquierda, la de la daga, para limpiarse los ojos con el dorso, y entonces vio una espada que se dirigía hacia su garganta, y a Don Francisco de Quevedo que gritando: «¡Alatriste! ¡A mí! ¡A mí!», con voz atronadora, saltaba desde los bancos a la viga del degolladero e interponía la suya desnuda, parando el golpe.

– ¡Cinco a dos ya está mejor! -exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre inclinación de cabeza al capitán-… ¡No queda sino batirse!

Y se batía, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le estorbase lo más mínimo. Meditando sin duda la décima que iba a componer si sacaba la piel de aquello. Los anteojos le habían caído sobre el pecho y colgaban de su cinta, junto a la cruz roja de Santiago; y acometía feroz, sudoroso, con toda la mala leche que solía reservar para sus versos y que, en ocasiones como ésa, también sabía destilar en la punta de su espada. Lo arrollador e inesperado de su carga contuvo a los que atacaban, e incluso alcanzó a herir a uno con buen golpe que le pasó la banda del tahalí hasta el hombro. Después, rehechos los contrincantes, cerraron de nuevo y la querella hirvió en un remolino de cuchilladas. Hasta los actores habían salido a mirar desde el escenario.

Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos. Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al orden público en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa. Pero hombre joven, gallardo y de espíritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro oculto sentido, que sus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espontánea de bravura por parte de sus súbditos, con los que a fin de cuentas solían encontrarse a menudo en el campo de batalla. Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo estrechado tan de cerca. Dudó el Rey nuestro señor, según cuentan, entre el protocolo y la afición; por eso se demoraba en ordenar al jefe de su escolta de guardias vestidos de paisano que interviniese para cortar el tumulto. Y justo cuando por fin iba a abrir la boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don Francisco de Quevedo, conocidísimo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.

Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de Alatriste al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto, vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.

– ¡Alatruiste! -exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo como se dirigió a nuestro monarca:

– Diesculpad, Siure… Hombrue ese y yo tener deuda… Mi vida debo.

Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a Buckingham con perfecta sangre fría.

– Steenie -dijo.

Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias, trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y Diego Alatriste. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos, gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un tris de perder los papeles.

XI. EL SELLO Y LA CARTA

Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas de Palacio llegaban hasta Diego Alatriste por la ventana abierta a uno de los grandes patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción, como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta. Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo ante él a Diego Alatriste por corredores secretos, retirándose después. El hombre de la mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.