Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. El joven monarca, más amigo de fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio -vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla-, y Rodrigo Calderón, otro de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía existiendo sobre la tierra.
Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego Alatriste al verse ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo, abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. El mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.
Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo malo era que con instrumentos de cuerda Diego Alatriste cantaba fatal; así que el procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al Alcázar:
– A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.
– Otras veces lo he tenido peor.
– No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando estocadas.
De cualquier modo, Alatriste tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí mismo lo mataran.
– En pas ahora esteumos -había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con Alatriste y puestos en un calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado junto a ese mismo calabozo. Vacío.
El conde de Olivares seguía concentrado en su correo, y el capitán miró la ventana con sombría esperanza. Aquello quizás le ahorrase el verdugo y abreviara el expediente, aunque una caída de treinta pies sobre el patio no era mucho; se exponía a quedar vivo y que lo subieran a la mula para colgarlo con las piernas quebradas, lo que no iba a ser gallardo espectáculo. Y aún otro problema: si después de todo había alguien más allá, lo de la ventana se lo iba a tomar fatal durante el resto de una eternidad no por hipotética menos inquietante. Así que, puestos a tocar retreta, mejor era irse sacramentado y de mano ajena, por si las moscas. A fin de cuentas, se consoló, por mucho que duela y tardes en morir, al final siempre te mueres, Y quien muere, descansa.
En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían estudiarlo con fijeza. Alatriste, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.
– ¿Me habéis visto alguna vez, antes?
La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita prudencia.
– No. Nunca.
– ¿Nunca?
– Eso he dicho a vuestra Excelencia.
– ¿Ni siquiera en la calle, en un acto público?
– Bueno -el capitán se pasó dos dedos por el bigote, como obligándose a recordar-. Tal vez en la calle… Me refiero a la Plaza Mayor, los Jerónimos y sitios así -movió la cabeza afirmativo, con supuesta y deliberada honradez-… Ahí es posible que si.
Olivares le sostenía la mirada, impasible.
– ¿Nada más?
– Nada más.
Por un brevísimo instante el capitán creyó advertir una sonrisa entre la feroz barba del valido. Pero nunca estuvo seguro de eso. Olivares había tomado uno de los legajos que tenía sobre la mesa y pasaba sus hojas con aire distraído.
– Servisteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y Berbería… Una larga vida de soldado.
– Desde los trece años, Excelencia.
– Lo de capitán es un apodo, supongo.
– Algo así. Nunca pasé de sargento, e incluso se me privó de ese grado tras una reyerta.
– Sí, aquí lo dice -el ministro seguía hojeando el legajo-. Reñisteis con un alférez, dándole de estocadas… Me sorprende que no os ahorcaran por ello.
– Iban a hacerlo, Excelencia. Pero ese mismo día se amotinaron nuestras tropas en Maastricht: llevaban cinco meses sin paga. Yo no me amotiné, y tuve la fortuna de poder defender de los soldados al señor maestre de campo Don Miguel de Orduña.
– ¿No os gustan los motines?
– No me gusta que se asesine a los oficiales.
El valido enarcó una ceja, displicente.
– ¿Ni a los que os pretenden ahorcar?
– Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.
– Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres, dice por aquí.
– Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio, Alatriste, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón, metí mano, y aquello me valió el indulto.
Escuchaba Olivares, el aire atento. De vez en cuando echaba un nuevo vistazo a los papeles y miraba a Diego Alatriste con reflexivo interés.
– Ya veo -dijo-. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante el enemigo… ¿Se os llegó a conceder?
– No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de secretarios, administradores y escribanos… Al reclamarlos me los redujeron a cuatro escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy.