El ministro hizo un lento gesto con la cabeza, como si también a él le retuvieran de vez en cuando sus beneficios o salarios. O quizá sólo se limitaba a aprobar la renuencia de secretarios, administradores y escribanos a soltar dinero público. Alatriste vio que seguía pasando papeles con minuciosidad de funcionario.
– Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa… -prosiguió Olivares. Ahora miraba el apósito en la frente del capitán-. Tenéis cierta propensión a ser herido, por lo que veo.
– Y a herir, Excelencia.
Diego Alatriste se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.
– Eso parece -concluyó-. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las banderas son menos ejemplares que en la vida militar… Veo aquí una riña en Nápoles con muerte incluida… ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los rebeldes moriscos en Valencia -el privado frunció el ceño-… ¿Acaso os pareció mal el decreto de expulsión firmado por Su Majestad?
El capitán tardó en contestar.
– Yo era un soldado -dijo al cabo-. No un carnicero.
– Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.
– Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez preceptos, y de mi Rey ninguno.
Enarcó una ceja el valido.
– Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña…
– Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas, forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.
Olivares lo escuchaba con expresión impenetrable.
– Contrarios todos ellos a la verdadera religión -apostilló-. Y reacios a abjurar de Mahoma.
El capitán encogió los hombros con sencillez.
– Quizás -repuso-. Pero ésa no era mi guerra.
– Vaya -el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa-. ¿Y asesinar por cuenta ajena sí lo es?
– Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.
– Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?
– Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que pudieran defenderse.
El valido estuvo mirándolo un momento, sin decir nada. Después volvió a los papeles de la mesa. Parecía meditar sobre las últimas palabras de Alatriste.
– Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad -dijo por fin-. El joven Guadalmedina, por ejemplo. O Don Francisco de Quevedo, que tan bizarramente conjugó ayer la voz activa; aunque Quevedo igual beneficia que perjudica a sus amigos, según los altibajos de sus gracias y desgracias -el privado hizo una pausa larga y significativa-… También, según parece, el flamante duque de Buckingham cree deberos algo -hizo otra pausa más larga que la anterior-… Y el Príncipe de Gales.
– No lo sé -Alatriste se encogía otra vez de hombros, el rostro impasible-. Pero esos gentiles hombres hicieron ayer más que suficiente para saldar cualquier deuda, real o imaginaria.
Olivares hizo un lento gesto negativo con la cabeza.
– No creáis -su tono era un suspiro de fastidio-. Esta misma mañana Carlos de Inglaterra ha tenido a bien interesarse de nuevo por vos y vuestra suerte. Hasta el Rey nuestro señor, que no sale de su asombro por lo ocurrido, desea estar al corriente… -puso el legajo a un lado con brusquedad-. Todo esto crea una situación enojosa. Muy delicada.
Ahora el valido miraba a Diego Alatriste de arriba abajo, como preguntándose qué hacer con él.
– Lástima -prosiguió- que aquellos cinco jaques de ayer no desempeñaran mejor su oficio. Quien los pagó no andaba errado… En cierta forma eso lo hubiese resuelto todo.
– Lamento no compartir vuestro pesar, Excelencia.
– Me hago cargo… -la mirada del ministro había cambiado: ahora se tornaba más dura e insondable-. ¿Es cierto eso que cuentan, sobre que hace unos días salvasteis la vida a cierto viajero inglés cuando un camarada vuestro estaba a punto de matarlo?
Alarma. Corred al arma con redobles de caja y trompetas, pensó Alatriste. Aquel giro tenía más peligro que una salida nocturna de los holandeses con todo el Tercio durmiendo a pierna suelta en las fajinas. Conversaciones como ésa lo llevaban a uno en línea recta a meter el cuello en una soga. Y en ese momento no daba un ardite por el suyo.
– Vuestra Excelencia disimule, más no recuerdo semejante cosa.
– Pues os conviene hacer memoria.
Ya lo habían amenazado muchas veces en su vida, antes; y además estaba seguro de no salir con bien de aquélla. Así que, puestos a darle lo mismo, el capitán se mantuvo impasible. Eso no fue obstáculo para que escogiera con tiento las palabras:
– Desconozco si a alguien salvé la vida -dijo tras meditar un poco-. Pero recuerdo que, cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no quería muertes en aquel lance.
– Vaya. ¿Eso dijo?
– Eso mismo.
Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.
– ¿Y quién era ese principal? -preguntó con peligrosa suavidad.
Alatriste ni pestañeó.
– No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.
Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.
– Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?
– No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.
– ¿Otros?… -el ministro parecía muy interesado en aquel plural-. Por las llagas de Dios que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.
– Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una memoria infame. Y los antifaces…
Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la mirada que dirigió a Alatriste era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo en su interior.
– Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos capaces de avivársela al más pintado.
– Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.
Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y Alatriste creyó que iba a llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció convencerlo.
– Quizá tengáis razón -asintió el privado-. Me atrevería a jurar que sois de los olvidadizos. O de los mudos.
Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.
– Debo despachar unos asuntos -dijo-. Espero que no os importe aguardar aquí un poco más.
Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más atención al capitán.
El aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto Alatriste oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano para completar cuadrilla. El recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión -primero sorprendida y luego desdeñosa y fría- que cruzó su rostro al descubrir a Diego Alatriste.