Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía sin máscara.
– Resumiendo -dijo Olivares-. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una, encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos informes, creo recordar… Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de la Corte, hayáis oído algo.
El valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie, escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego Alatriste. El capitán se mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.
Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.
– Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza -dijo, y en su tono extremadamente cauto se traslucía el desconcierto por la presencia de Alatriste-. Algo había oído yo también de la primera conspiración… En cuanto a la segunda… -miró al capitán y la ceja izquierda se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto-. Ignoro lo que este sujeto ha podido, ejem, contar.
El privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.
– Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.
Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír. Digerido aquello, miró a Alatriste y de nuevo a Olivares.
– Pero… -empezó a decir.
– No hay peros.
Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.
– Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí que…
– Pues creísteis mal.
– Disculpadme -el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta, como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido-. Pero no sé si ante un extraño debo…
Alzó el valido una mano autoritaria. Alatriste, que los observaba, habría jurado que Olivares parecía disfrutar con todo aquello.
– Debéis.
Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez lo hizo ruidosamente.
– Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza -su tez pasaba de la extrema palidez al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor-. Lo que puedo imaginar sobre esa segunda conspiración…
– Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.
– Por supuesto, Excelencia -los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos la explicación a lo que estaba ocurriendo-… Os decía que cuanto puedo imaginar, o suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo…
– La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?
– Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos ojos que un hereje…
– Ya veo -cortó el ministro-. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra, por ejemplo. Alatriste vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.
– Yo no he citado a su Paternidad -dijo Alquézar, recobrando la sangre fría- pero ya que vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto, fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.
– Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes sospechas.
Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro de sí.
– Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y troyanos. Hay influencias. Presiones… Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no es partidario de una alianza con Inglaterra… A fin de cuentas se trataría de serviros.
– Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno -la mirada de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo-… Aunque imagino que el oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.
La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró como por ensalmo.
– Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.
– ¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario… Todo esto me aclara un poco las ideas.
Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada en el pecho.
– Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo…
– ¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio -Olivares hizo un gesto displicente con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco, aliviado-… A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire. ¿Verdad?
La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.
– Naturalmente, Excelencia -dijo en voz baja.
– Y menos -prosiguió Olivares- en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras. A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.
Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.
– Vuestra Grandeza sabe -casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la color- que le soy absolutamente fiel.
El valido lo miró con ironía infinita.
– ¿Absolutamente?
– Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.
– Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo yo los cementerios llenos.
Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se dispusiera a firmar una sentencia. Alatriste vio que Alquézar seguía el movimiento de la pluma con ojos angustiados.
– Y ya que hablamos de cementerios -dijo de pronto el ministro-. Os presento a Diego Alatriste, más notorio por el nombre de capitán Alatriste… ¿Lo conocíais?
– No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.
– Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.
De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante señaló con la pluma al capitán.
– Don Diego Alatriste -dijo- es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de fiar… Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos privados para siempre de sus eventuales servicios -miró al secretario del Rey, penetrante-… ¿No lo halláis en razón, Alquézar?
– Muy en razón -se apresuró a confirmar el otro-. Pero con el modo de vida que le imagino, este señor Alatriste se expone a tener cualquier mal encuentro… Un accidente o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.