Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.
– Me hago cargo -dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello-. Pero sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace. ¿No sois de mi opinión, señor secretario real?
– Absolutamente, Excelencia -la voz de Alquézar temblaba de despecho.
– Sería muy penoso para mí.
– Lo comprendo.
– Penosísimo. Casi una afrenta personal.
Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.
– Por supuesto -balbució.
Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.
– Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan cuatro escudos a Don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada… ¿Está claro?
Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el despecho le hacían rechinar los dientes.
– Claro como el agua, Excelencia.
– Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.
Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.
Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán Alatriste.
– Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas -dijo por fin, malhumorado.
– No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.
– Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.
Hubo un silencio. El valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio, cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y oscura.
– De cualquier modo -dijo sin volverse- podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.
– Es cierto que me sorprende -respondió Alatriste-. Sobre todo después de lo que acabo de oír.
– Suponiendo que de veras hayáis oído algo.
– Suponiéndolo.
Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.
– Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y también porque hay quien se interesa en vos.
– Os lo agradezco, Excelencia.
– No lo hagáis -apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus pasos resonaron sobre el entarimado del suelo-. Existe una tercera razón: hay gentes para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo hacerles en este momento -dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido-. Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros… ¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos. Por lo menos, no éste.
Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.
– En cuanto al favor que pueda haberos hecho -continuó-, no cantéis victoria. Acaba de salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio Pérez… Su única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio. Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar del capitán Alatriste, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.
De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.
– Una última cosa -dijo-. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna incomprensible razón, cree estaros obligado… Su vida y la vuestra, naturalmente, es difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al capitán Diego Alatriste si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.
Alatriste abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la tapa. El anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.
– Lo que yo daría -dijo Olivares- por disponer de una carta como ésa.
EPÍLOGO
El cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones. Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte donde habíamos pasado la noche -el capitán dentro y yo fuera-, seguí el carruaje en que los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir -había estado curándose un rasguño sufrido durante la refriega-, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán Alatriste la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el estómago vacío y la inquietud en el corazón.
Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de tiruri-ta-ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura, inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta negra de Gualterio Malatesta.
La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro enemigo por las tripas.
Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.