– ¿Esperas a alguien?
Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del sombrero y en los pliegues de la capa.
– Creo que saldrá pronto -dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista en la fachada del Palacio.
– Yo también lo esperaba -añadió pensativo, sin dejar de mirar las puertas del Alcázar-. Por motivos diferentes a los tuyos, claro.
Parecía ensimismado, casi divertido por algún aspecto de la situación.
– Diferentes -repitió.
Pasó un carruaje con el cochero envuelto en una capa encerada. Eché un vistazo para ver si podía distinguir a su pasajero. No era el capitán. A mi lado, el italiano se había vuelto a observarme. Mantenía la fúnebre sonrisa.
– No te preocupes. Me han dicho que saldrá por su propio pie. Libre.
– ¿Y cómo lo sabe vuestra merced?
Mi pregunta coincidió con un cauto gesto de mi mano hacia la parte del cinto cubierta por el herreruelo, movimiento que no pasó inadvertido al italiano. Se acentuó su sonrisa.
– Bueno -dijo lentamente-. Yo también lo esperaba, como tú. Para darle un recado. Pero acababan de decirme que el recado ya no es necesario, de momento… Que lo aplazan sine die.
Lo miré con una desconfianza tan evidente que el italiano se echó a reír. Una risa que parecía crujir como maderos rotos: chasqueante, opaca.
– Voy a irme, rapaz. Tengo cosas que hacer. Pero quiero que me hagas un favor. Un mensaje para el capitán Alatriste… ¿Te importa?
Yo lo seguía observando receloso, y no dije palabra. Él volvió a mirar a mi espalda y luego a uno y otro lado, y me pareció oírlo suspirar muy despacio, cual para sus adentros. Allí, negro e inmóvil bajo la lluvia que arreciaba poco a poco, también él parecía cansado. Quizás los malvados se cansan tanto como los corazones leales, pensé un instante. A fin de cuentas, nadie elige su destino.
– Cuéntale al capitán -dijo el italiano- que Gualterio Malatesta no olvida la cuenta pendiente entre ambos. Y que la vida es larga, hasta que deja de serlo… Dile también que nos encontraremos de nuevo, y que en esa ocasión espero darme más maña que hasta ahora, y matarlo. Sin acaloramientos ni rencores: con calma, espacio y tiempo. Se trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional, estoy seguro de que él lo entenderá perfectamente… ¿Le darás el mensaje? -de nuevo el destello blanco le cruzó la cara, peligroso, como un relámpago-. Voto a Dios que eres un buen mozo.
Se quedó absorto, mirando de nuevo un punto indeterminado de la plaza llena de veladuras grises. Hizo después un gesto como para irse, pero se detuvo antes.
– Por cierto -añadió, sin mirarme-. La otra noche, en el Portillo de las Ánimas, estuviste muy bien. Aquellos pistoletazos a bocajarro… Pardiez. Supongo que Alatriste sabrá que te debe la vida.
Sacudió las gotas de agua de los pliegues de la capa y se embozó con ella. Sus ojos, negros y duros como piedras de azabache, se detuvieron por fin en mí.
– Imagino que nos volveremos a ver -dijo, y echó a andar. De pronto se detuvo, vuelto a medias-. Aunque, ¿sabes? Debería acabar contigo, ahora que aún eres un chiquillo… Antes de que seas un hombre y me mates tú a mí.
Después volvió la espalda y se fue, convertido de nuevo en la sombra negra que siempre había sido. Y oí su risa alejándose bajo la lluvia.
Madrid, septiembre de 1996
EXTRACTOS DE LAS FLORES DE POESIA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA CORTE
Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).
AGRADECIMIENTOS
A Sealtiel, por prestarnos el apellido.
A Julio Ollero, por la Topografía de Madrid de Pedro Texeira.
Y a Alberto Montaner Frutos, por las notas al margen, los apócrifos de Quevedo y Guadalmedina, su inteligente buen juicio y su generosa amistad.