– Hay que ganarse el pan, zagal- dijo.
Después se herró el cinto con la espada -siempre se negó, salvo en la guerra, a llevarla colgada del hombro como los valentones y jaques de medio pelo-, comprobó que ésta salía y entraba en la vaina sin dificultad, y se puso la capa que aquella misma tarde le había prestado Don Francisco. Lo de la capa, amén de que estábamos en marzo y las noches no eran para afrontarlas a cuerpo limpio, tenía otra utilidad: en aquel Madrid peligroso, de calles mal iluminadas y estrechas, esa prenda era muy práctica a la hora de reñir al arma blanca. Terciada al pecho o enrollada sobre el brazo izquierdo, servía como broquel para protegerse del adversario; y arrojada sobre su acero, podía embarazarlo mientras se le asestaba una estocada oportuna. A fin de cuentas, lo de jugar limpio cuando iba a escote el pellejo, eso era algo que tal vez contribuyera a la salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, suponía, sin duda, el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero en el hígado. Y Diego Alatriste no tenía ninguna maldita prisa.
El farol daba una luz aceitosa al portillo cuando el capitán golpeó cuatro veces, como le había indicado Saldaña. Después de hacerlo desembarazó la empuñadura de la espada y mantuvo atrás la mano siniestra, cerca del pomo de la vizcaína. Al otro lado se oyeron pasos y la puerta se abrió silenciosamente. La silueta de un criado se recortó en el umbral.
– ¿Vuestro nombre?
– Alatriste.
Sin más palabras el fámulo se puso en marcha, precediéndolo por un sendero que discurría bajo los árboles de una huerta. El edificio era un viejo lugar que al capitán le pareció abandonado. Aunque no conocía demasiado aquella zona de Madrid, próxima al camino de Hortaleza, ató cabos y creyó recordar los muros y el tejado de un decrépito caserón que alguna vez había entrevisto, de paso.
– Aguarde aquí vuestra merced a que lo llamen.
Acababan de entrar en un pequeño cuarto de paredes desnudas, sin muebles, donde un candelabro puesto en el suelo iluminaba antiguas pinturas en la pared. En un ángulo de la habitación había un hombre embozado en una capa negra y cubierto por un sombrero del mismo color y anchas alas. El embozado no hizo ningún movimiento al entrar el capitán, y cuando el criado -que a la luz de las velas se mostró hombre de mediana edad y sin librea que lo identificara- se retiró dejándolos solos, permaneció inmóvil en su sitio, como una estatua oscura, observando al recién llegado. Lo único vivo que se veía entre la capa y el sombrero eran sus ojos, muy negros y brillantes, que la luz del suelo iluminaba entre sombras, dándoles una expresión amenazadora y fantasmal. Con un vistazo de experto, Diego Alatriste se fijó en las botas de cuero y en la punta de la espada que levantaba un poco, hacia atrás, la capa del desconocido. Su aplomo era el de un espadachín, o el de un soldado. Ninguno cambió con el otro palabra alguna y permanecieron allí, quietos y silenciosos a uno y otro lado del candelabro que los iluminaba desde abajo, estudiándose para averiguar si se las habían con un camarada o un adversario; aunque en la profesión de Diego Alatriste podían, perfectamente, darse ambas circunstancias a la vez.
– No quiero muertos -dijo el enmascarado alto.
Era fuerte, grande de espaldas, y también era el único que se mantenía cubierto, tocado con un sombrero sin pluma, cinta ni adornos. Bajo el antifaz que le cubría el rostro despuntaba el extremo de una barba negra y espesa. Vestía ropas oscuras, de calidad, con puños y cuello de encaje fino de Flandes, y bajo la capa que tenía sobre los hombros brillaban una cadena de oro y el pomo dorado de una espada. Hablaba como quien suele mandar y ser obedecido en el acto, y eso se veía confirmado por la deferencia que le mostraba su acompañante: un hombre de mediana estatura, cabeza redonda y cabello escaso, cubierto con un ropón oscuro que disimulaba su indumentaria. Los dos enmascarados habían recibido a Diego Alatriste y al otro individuo tras hacerlos esperar media hora larga en la antesala.
– Ni muertos ni sangre -insistió el hombre corpulento-. Al menos, no mucha.
El de la cabeza redonda alzó ambas manos. Tenía, observó Diego Alatriste, las uñas sucias y manchas de tinta en los dedos, como las de un escribano; pero lucía un grueso sello de oro en el meñique de la siniestra.
– Tal vez algún picotazo -le oyeron sugerir en tono prudente-. Algo que justifique el lance.
– Pero sólo al más rubio -puntualizó el otro.
– Por supuesto, Excelencia.
Alatriste y el hombre de la capa negra cambiaron una mirada profesional, como consultándose el alcance de la palabra picotazo, y las posibilidades -más bien remotas- de distinguir a un rubio de otro en mitad de una refriega, y de noche. Imaginad el cuadro: sería vuestra merced tan amable de venir a la luz y destocarse, caballero, gracias, veo que sois el más rubio, permitid que os introduzca una cuarta de acero toledano en los higadillos. En fin. Respecto al embozado, éste se había descubierto al entrar, y ahora Alatriste podía verle la cara a la luz del farol que había sobre la mesa, iluminando a los cuatro hombres y las paredes de una vieja biblioteca polvorienta y roída por los ratones: era alto, flaco y silencioso; rondaba los treinta y tantos años, tenía el rostro picado con antiguas marcas de viruela, y un bigote fino y muy recortado le daba cierto aspecto extraño, extranjero. Sus ojos y el pelo, largo hasta los hombros, eran negros como el resto de su indumentaria, y llevaba al cinto una espada con exagerada cazoleta redonda de acero y prolongados gavilanes, que nadie, sino un esgrimidor consumado, se hubiera atrevido a exponer a las burlas de la gente sin los arrestos y la destreza precisos para respaldar, por vía de hechos, la apariencia de semejante tizona. Pero aquel fulano no tenía aspecto de permitir que se burlaran de él ni tanto así. Era de esos que buscas en un libro las palabras espadachín y asesino, y sale su retrato.
– Son dos caballeros extranjeros, jóvenes -prosiguió el enmascarado de la cabeza redonda-. Viajan de incógnito, así que sus auténticos nombres y condición no tienen importancia. El de más edad se hace llamar Thomas Smith y no pasa de treinta años. El otro, John Smith, tiene apenas veintitrés. Entrarán en Madrid a caballo, solos, la noche de mañana viernes. Cansados, imagino, pues viajan desde hace días. Ignoramos por qué puerta pasarán, así que lo más seguro parece aguardarlos cerca de su punto de destino, que es la casa de las Siete Chimeneas… ¿La conocen vuestras mercedes?
Diego Alatriste y su compañero movieron afirmativamente la cabeza. Todo el mundo en Madrid conocía la residencia del conde de Bristol, embajador de Inglaterra.
– El negocio debe transcurrir -continuó el enmascarado- como si los dos viajeros fuesen víctimas de un asalto de vulgares salteadores. Eso incluye quitarles cuanto llevan. Sería conveniente que el más rubio y arrogante, que es el mayor, quede herido; una cuchillada en una pierna o un brazo, pero de poca gravedad. En cuanto al más joven, basta con dejarlo librarse con un buen susto -en este punto, el que hablaba se volvió ligeramente hacia el hombre corpulento, como en espera de su aprobación-. Es importante hacerse con cuanta carta y documento lleven encima, y entregarlos puntualmente.
– ¿A quién? -preguntó Alatriste.
– A alguien que aguardará al otro lado del Carmen Descalzo. El santo y seña es Monteros y Suizos.
Mientras hablaba, el hombre de la cabeza redonda introdujo una mano en el ropón oscuro que cubría su traje y sacó una pequeña bolsa. Por un instante Alatriste creyó entrever en su pecho el extremo rojo del bordado de una cruz de la Orden de Calatrava, pero su atención no tardó en desviarse hacia el dinero que el enmascarado ponía sobre la mesa: la luz del farol hacía relucir cinco doblones de a cuatro para su compañero, y cinco para él. Monedas limpias, bruñidas. Poderoso caballero, habría dicho Don Francisco de Quevedo, de terciar en aquel lance. Metal bendito, recién acuñado con el escudo del Rey nuestro señor. Gloria pura con la que comprar cama, comida, vestido y el calor de una mujer.