Y otras lindezas por el estilo. Imagino que mi pobre madre viuda, allá en su pueblecito vasco, no habría estado muy tranquila de imaginar a qué extrañas compañías me vinculaba el oficio de paje del capitán. Pero, en lo que al jovencísimo Íñigo Balboa se refiere, a mis trece años todo aquello suponía un espectáculo fascinante, y una muy singular escuela de vida. Ya referí hace un par de capítulos que tanto Don Francisco como el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, el boticario Fadrique y los otros amigos del capitán solían frecuentar la taberna, enzarzándose en largas discusiones sobre política, teatro, poesía o mujeres, sin olvidar un puntual seguimiento de las muchas guerras en las que había andado o andaba envuelta aquella pobre España nuestra, todavía poderosa y temida en el exterior, pero tocada de muerte en el alma. Guerras cuyos campos de batalla era diestro en reproducir sobre la mesa, usando trozos de pan, cubiertos y jarras de vino, el extremeño Juan Vicuña; que por ser antiguo sargento de caballos, mutilado en Nieuport, se las daba de consumado estratega. A lo de las guerras le había vuelto sobrada actualidad, pues cuando el asunto de los enmascarados y los ingleses iban ya para dos o tres, creo recordar, los años de la reanudación de hostilidades en los Países Bajos, expirada la tregua de doce que el difunto y pacífico Rey Don Felipe Tercero, padre de nuestro joven monarca, había firmado con los holandeses. Esa larga tregua, o sus efectos, era precisamente causa de que tantos soldados veteranos anduviesen todavía sin trabajo por las Españas y el resto del mundo, incrementando las filas de desocupados fanfarrones, jaques y valentones dispuestos a alquilar su brazo para cualquier felonía barata; y que entre ellos se contara Diego Alatriste. Sin embargo, el capitán pertenecía a la variedad silenciosa, y nunca lo vio nadie alardear de campañas o heridas, a diferencia de tantos otros; además, cuando volvió a redoblar el tambor de su viejo Tercio, Alatriste, como mi padre y tantos otros hombres valientes, se había apresurado a alistarse de nuevo con su antiguo general, Don Ambrosio Spínola, y a intervenir en lo que hoy conocemos como principio de la Guerra de los Treinta Años. En ella habría servido ininterrumpidamente de no mediar la gravísima herida que recibió en Fleurus. De cualquier modo, aunque la guerra contra Holanda y en el resto de Europa era tema de conversación en aquellos días, muy pocas veces oí al capitán referirse a su vida de soldado. Eso me hizo admirarlo todavía más, acostumbrado a cruzarme con varios cientos que, entre escupir por el colmillo y fantasear sobre Flandes, pasaban el día hablando alto y galleando sobre supuestas hazañas, mientras hacían sonar por la Puerta del Sol o la calle Montera la punta de su espada, o se pavoneaban en las gradas de San Felipe con el cinto coruscado de cañones de hojalata llenos de menciones honoríficas por sus campañas y valor acreditado, todas ellas más falsas que un doblón de plomo.
Había llovido un poco muy de mañana y quedaban huellas de barro por el suelo de la taberna, con ese olor a humedad y serrín que en los lugares públicos dejan los días de agua. El cielo se despejaba, y un rayo de sol, tímido primero y seguro de sí un poco más tarde, encuadraba la mesa donde Diego Alatriste, el Licenciado Calzas, el Dómine Pérez y Juan Vicuña componían tertulia después del yantar. Yo estaba sentado en un taburete cerca de la puerta, haciendo prácticas de caligrafía con una pluma de ave, un tintero y una resma de papel que el Licenciado me había traído a sugerencia del capitán:
– Así podrá instruirse y estudiar leyes para sangrar de su último maravedí a los pleiteantes; como hacen vuestras mercedes los abogados, escribanos y otras gentes de mal vivir.
Calzas se había echado a reír. Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen humor a prueba de cualquier cosa, y su amistad con Diego Alatriste era antigua y confianzuda.
– A fe mía que gran verdad es ésa -había sentenciado, risueño, guiñándome un ojo-. La pluma, Íñigo, es más rentable que la espada.
– Longa manus calami -apostilló por su cuenta el Dómine.
Principio en que todos los contertulios estuvieron de acuerdo, por unanimidad o por disimular la ignorancia del latín. Al día siguiente el Licenciado me trajo recado de escribir, que sin duda había distraído con habilidad de los juzgados donde se ganaba la vida con no poca holgura merced a las corruptelas propias de su oficio. Alatriste no dijo nada, ni me aconsejó el uso a dar a la pluma, el papel y la tinta. Pero leí la aprobación en sus ojos tranquilos cuando vio que me sentaba junto a la puerta a practicar caligrafía. Lo hice copiando unos versos de Lope que había oído recitar varias veces al capitán, entre los de aquellas noches en que la herida de Fleurus lo atormentaba más de la cuenta:
El hecho de que el capitán riese de vez en cuando entre dientes al recitar aquello, tal vez para disimular los pesares de su vieja herida, no bastaba para empañar el hecho de que a mí se me antojaran unos lindos versos. Como aquellos otros, que también me aplicaba a escribir esa mañana, por habérselos oído igualmente en sus noches en blanco a Diego Alatriste:
Terminaba justo de escribir la última línea cuando el capitán, que se había levantado a beber un poco de agua de la tinaja, cogió el papel para echarle un vistazo. De pie a mi lado leyó los versos en silencio y luego me miró largamente: una de esas miradas que yo le conocía bien, serenas y prolongadas, tan elocuentes como podían serlo todas aquellas palabras que yo me acostumbré a leer en sus labios aunque nunca las pronunciara. Recuerdo que el sol, todavía un quiero y no puedo entre los tejados de la calle de Toledo, deslizó un rayo oblicuo que iluminó el resto de las hojas en mi regazo y los ojos glaucos, casi transparentes, del capitán, fijos en mí; terminando de secar la tinta aún fresca de los versos que Diego Alatriste tenía en la mano. No sonrió, ni hizo gesto alguno. Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavía lo vi dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la conversación con sus amigos.