Выбрать главу

– Pero hay ciertos animales que son imposibles de rastrear -prosiguió-. Hay ciertas clases de venado, por ejemplo, que un cazador con mucha suerte puede encontrarse, a lo mejor, una vez en su vida.,

Don Juan hizo una pausa dramática y me miró con ojos penetrantes. Parecía esperar una pregunta, pero yo no tenía ninguna.

– ¿Qué crees que los hace tan difíciles de hallar, y tan únicos? -preguntó.

Alcé los hombros porque no sabía qué decir.

– No tienen rutinas -dijo él en tono de revelación-. Eso es lo que los hace mágicos

– Un venado tiene que dormir de noche -dije-. ¿No es eso una rutina?

– Seguro; si el venado duerme todas las noches a tal hora y en tal sitio. Pero esos seres mágicos no se portan así. Tal vez algún día puedas verificarlo por ti mismo. Acaso sea tu destino perseguir a uno de ellos el resto de tu vida.

– ¿Qué quiere usted decir?

– A ti te gusta cazar; tal vez algún día, en algún, lugar del mundo, tu camino se cruce con el camino de un ser mágico y vayas en pos de él.

"Un ser mágico es cosa de verse. Yo tuve la fortuna de cruzarme con uno. Nuestro encuentro tuvo lugar cuando yo ya había aprendido y practicado mucha cacería. Una vez estaba en un bosque de árboles densos, en las montañas de Oaxaca, cuando de repente oí un silbido muy dulce. Era desconocido para mí; nunca, en todos mis años de andar por las soledades, había escuchado un sonido así. No podía situarlo en el terreno; parecía venir de distintos sitios. Pensé que a los mejor estaba rodeado por un hatajo de animales desconocidos.

"Volví a oír el encantador silbido; parecía venir de todas partes. Entonces me di cuenta de mi buena suerte. Supe que era un ser mágico, un venado. Sabía también que un venado mágico conoce las rutinas de los hombres comunes y las rutinas de los cazadores.

"Es muy sencillo figurarse qué haría un hombre cualquiera en una situación así. Primero que nada, su miedo lo convertiría inmediatamente en una presa. Una vez que se convierte en presa, le quedan dos cursos de acción. O corre o se planta. Si no está armado, por lo común huye a campo abierto y corre para salvar la vida. Si está armado, prepara su arma y se planta, congelándose en su sitio o tirándose al suelo.

"Un cazador, en cambio, cuando se adentra en el monte, nunca se mete a ninguna parte sin fijar sus puntos de protección; por tanto, se pone de inmediato a cubierto. Deja caer su poncho al suelo, o lo cuelga de una rama, como señuelo, y luego se esconde y espera a ver qué hace la pieza.

"Así pues, en presencia del venado mágico no me porté como ninguno de los dos. Rápidamente me paré de cabeza y me puse a llorar bajito; derramé lágrimas de verdad, y sollocé tanto tiempo que estaba a punto de desmayarme. De pronto sentí un airecito suave; algo me estaba husmeando el cabello atrás de la oreja derecha. Traté de voltear la cabeza para ver qué era, y me caí al suelo y me senté a tiempo de ver una criatura radiante que me miraba. El venado me veía y yo le dije que no le haría daño. Y el venado me habló."

Don Juan se detuvo y me miró. Sonreí involuntariamente. La idea de un venado parlante era enteramente increíble, por decir lo menos.

– Me habló -dijo don Juan sonriendo.

– ¿El venado habló?

– Eso mismo.

Don Juan se puso en pie y recogió el bulto de sus arreos de caza.

– ¿De veras habló? -pregunté en tono de perplejidad.

Don Juan echó a reír.

– ¿Qué dijo? -pregunté, medio en guasa.

Pensé que me estaba embromando. Don Juan quedó callado un momento, como si intentara recordar; luego, con ojos brillantes, me dijo las palabras del venado.

– El venado mágico dijo: "¿Qué tal, amigo? -prosiguió don Juan-. Y yo respondí: "Qué tal". Entonces me preguntó: "¿Por qué lloras?" y yo le dije: "Porque estoy triste". Entonces, la criatura mágica se acercó a mi oído y dijo, tan clarito como estoy hablando ahora: "No estés triste".

Don Juan me miró a los ojos. Tenía un resplandor de malicia pura. Empezó a reír a carcajadas.

Dije que su diálogo con el venado había sido algo tonto.

¿Qué esperabas? -preguntó, riendo aún-. Soy indio.

Su sentido del humor era tan extraño que no pude hacer más que reír con él.

– No crees que un venado mágico hable, ¿verdad?

– Lo siento mucho, pero no puedo creer que ocurran cosas así -dije.

– No te culpo -repuso, confortante-. De veras que está del carajo.

IX. LA ÚLTIMA BATALLA SOBRE LA TIERRA

Lunes, julio 24, 1961

A MEDIA tarde, tras horas de recorrer el desierto, don Juan eligió un sitio para descansar, en un espacio sombreado. Apenas tomamos asiento empezó a hablar. Dijo que yo había aprendido mucho de cacería, pero no había cambiado tanto como él quisiera.

– No basta con saber hacer y colocar trampas -dijo-. Un cazador debe vivir como cazador para sacar lo máximo de su vida. Por desdicha, los cambios son difíciles y ocurren muy despacio; a veces un hombre tarda años en convencerse de la necesidad de cambiar. Yo tardé años, pero a lo mejor no tenía facilidad para la caza. Creo que para mí lo más difícil fue querer realmente cambiar.

Le aseguré que comprendía la cuestión. De hecho, desde que había empezado a enseñarme a cazar, yo mismo empecé a revaluar mis acciones. Acaso el descubrimiento más dramático fue que me agradaban los modos de don Juan. Me simpatizaba como persona. Había cierta solidez en su comportamiento; su forma de conducirse no dejaba duda alguna acerca de su dominio, y sin embargo jamás había ejercido su ventaja para exigirme nada. Su interés en cambiar mi forma de vivir era, sentía yo, semejante a una sugerencia impersonal, o quizá a un comentario autoritario sobre mis fracasos. Me había hecho cobrar aguda conciencia de mis fallas, pero yo no veía en qué forma su línea de conducta podría remediar nada en mí. Creía sinceramente que, a la luz de lo que yo deseaba hacer en la vida, sus modos sólo me habrían producido sufrimiento y penalidades, de aquí el callejón sin salida. Sin embargo, había aprendido a respetar su dominio, que siempre se expresaba en términos de belleza y precisión.

– He decidido cambiar mis tácticas -dijo.

Le pedí explicar; su frase era vaga y yo no estaba seguro de si se refería a mí.

– Un buen cazador cambia de proceder tan a menudo como lo necesita -respondió-. Tú lo sabes.

– ¿Qué tiene usted en mente, don Juan?

– Un cazador no sólo debe conocer los hábitos de su presa; también debe saber que en esta tierra hay poderes que guían a los hombres y los animales y todo lo que vive.

Dejó de hablar. Esperé, pero parecía haber llegado al final de lo que quería decir.

– ¿De qué clase de poderes habla usted? -pregunté tras una larga pausa.

– De poderes que guían nuestra vida y nuestra muerte.

Don Juan calló; al parecer tenía tremendas dificultades para decidir qué cosa decir. Se frotó las manos y sacudió la cabeza, hinchando las quijadas. Dos veces me hizo seña de guardar silencio cuando yo empezaba a pedirle explicar sus crípticas declaraciones.

– No vas a poder frenarte fácilmente -dijo por fin-. Sé que eres terco, pero eso no importa. Mientras más terco seas, mejor será cuando al fin logres cambiarte.

– Estoy haciendo lo posible -dije.

– No. No estoy de acuerdo. No estás haciendo lo posible. Nada más dices eso porque te suena bien; de hecho, has estado diciendo lo mismo acerca de todo cuanto haces. Llevas años haciendo lo posible, sin que sirva de nada. Algo hay que hacer para remediar eso.

Como de costumbre, me sentí impulsado a defenderme. Don Juan parecía atacar, por sistema, mis puntos más débiles. Recordé entonces que cada intento por defenderme de sus críticas había desembocado en el ridículo, y me detuve a la mitad de un largo discurso explicativo.