Don Juan me examinó con curiosidad y rió. Dijo, en tono muy bondadoso, que ya me había dicho que todos somos unos tontos. Yo no era la excepción.
– Siempre te sientes obligado a explicar tus actos, como si fueras el único hombre que se equivoca en la tierra -dijo-. Es tu viejo sentimiento de importancia. Tienes demasiada; también tienes demasiada historia personal. Por otra parte, no te haces responsable de tus actos; no usas tu muerte como consejera y, sobre todo, eres demasiado accesible. En otras palabras, tu vida sigue siendo el desmadre que era cuando te conocí.
De nuevo tuve un genuino empellón de orgullo y quise rebatir sus palabras. Él me hizo seña de callar.
– Hay que hacerse responsable de estar en un mundo extraño -dijo-. Estamos en un mundo extraño, has de saber.
Moví la cabeza en sentido afirmativo.
– No estamos hablando de lo mismo -dijo él-. Para ti el mundo es extraño porque cuando no te aburre estás enemistado con él. Para mí el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, impenetrable; mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy corto para presenciar todas las maravillas que existen.
Insistí que aburrirse con el mundo o enemistarse con él era la condición humana.
– Pues cámbiala -repuso con sequedad-. Si no respondes al reto, igual te valdría estar muerto.
Me instó a nombrar un asunto, un elemento de mi vida que hubiera ocupado todos mis pensamientos. Dije que el arte. Siempre quise ser artista y durante años me dediqué a ello. Todavía conservaba el doloroso recuerdo de mi fracaso.
– Nunca has aceptado la responsabilidad de estar en este mundo impenetrable -dijo en tono acusador-. Por eso nunca fuiste artista, y quizá nunca seas cazador.
– Hago lo mejor que puedo, don Juan.
– No. No sabes lo que puedes.
– Hago cuanto puedo.
– Te equivocas otra vez. Puedes hacer más. Hay una cosa sencilla que anda mal contigo: crees tener mucho tiempo.
Hizo una pausa y me miró como aguardando mi reacción.
– Crees tener mucho tiempo -repitió.
– ¿Mucho tiempo para qué, don Juan?
– Crees que tu vida va a durar para siempre.
– No. No lo creo.
– Entonces, si no crees que tu vida va a durar para siempre, ¿qué cosa esperas? ¿Por qué titubeas en cambiar?
– ¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?
– Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cambiar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.
Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitrario. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.
– No tienes tiempo para esta explosión, idiota -dijo con tono severo-. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Puede muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.
– Ya lo sé -dije con ira contenida.
– No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un cazador.
Repuse que tenía conciencia de mi muerte inminente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.
– Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota -dijo calmadamente-. Estas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.
Estuvimos callados un momento. Mis pensamientos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.
– No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo -dijo.
– Estoy de acuerdo, don Juan, pero…
– No me des la razón por las puras -tronó-. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.
– ¿Así no más?.
– Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.
Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba preparando para el cambio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.
– No has cambiado en nada -repuso-. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.
No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.
– Quizás haya que decirlo de otra manera -dijo-. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no tenemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente. Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?
Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.
– Vivir lo más felices que podamos -dije.
– ¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?
Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que podía usar como ejemplos a varias personas que conocía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.
– No -dije-. En verdad no.
– Yo sí -dijo don Juan-. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de…
Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios.
Los actos tienen poder -dijo-. Sobre todo cuando la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.
– Yo no estaba de acuerdo. Para mí, la felicidad consistía en suponer que había una continuidad inherente a mis actos y que yo podría seguir haciendo, a voluntad, cualquier cosa que estuviera haciendo en ese momento, especialmente si la disfrutaba. Le dije que mi desacuerdo, lejos de ser banal, brotaba de la convicción de que el mundo y yo mismo poseíamos una continuidad determinable.
Don Juan pareció divertirse con mis esfuerzos por lograr coherencia. Rió, meneó la cabeza, se rascó el cabello, y finalmente, cuando hablé de una "continuidad determinable", tiró su sombrero al suelo y lo pisoteó.
Terminé riendo de sus payasadas.
– No tienes tiempo, amigo mío -dijo él-. Ésa es la desgracia de los seres humanos. Ninguno de nosotros tiene tiempo suficiente, y tu continuidad no tiene sentido en este mundo de pavor y misterio.
"Tu continuidad sólo te hace tímido. Tus actos no pueden de ninguna manera tener el gusto, el poder, la fuerza irresistible de los actos realizados por un hombre que sabe que está librando su última batalla sobre la tierra. En otras palabras, tu continuidad no te hace feliz ni poderoso."
Admití mi temor de pensar en que iba a morir, y lo acusé de provocarme una gran aprensión con sus constantes referencias a la muerte.
– Pero todos vamos a morir -dijo.
Señaló unos cerros en la distancia.
– Hay algo allí que me está esperando, de seguro; y voy a reunirme con ello, también de seguro. Pero a lo mejor tú eres distinto y la muerte no te está esperando en ningún lado.