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– Esta vez será distinto -dijo-. De ahora en adelante vamos a ir a sitios de poder; vas a aprender a ponerte al alcance del poder.

Expresé nuevamente mi conflicto. Dije no estar calificado para tal empresa.

– Vamos, te estás entregando a miedos tontos -dijo él en voz baja, dándome palmadas en la espalda y sonriendo con benevolencia-. He estado alimentando tu espíritu de cazador. Te gusta dar vueltas conmigo por este hermoso desierto. Es demasiado tarde para volverte atrás.

Echó a andar para adentrarse en el chaparral. Con la cabeza me hizo gesto de seguirlo. Yo habría podido ir a mi coche y marcharme, pero me gustaba andar con él por ese hermoso desierto. Me gustaba la sensación, experimentada sólo en su compañía, de que éste era en verdad un mundo tremendo y misterioso, pero bello. Como él decía, me hallaba enganchado.

Don Juan me condujo a los cerros hacia el este. Fue una larga caminata. El día era cálido; sin embargo, el calor, que de ordinario me habría parecido insoportable, pasaba desapercibido de alguna manera.

Nos adentramos bastante en una cañada, hasta que don Juan hizo un alto y tomó asiento a la sombra de unos peñascos. Yo saqué de mi mochila unas galletas, pero me dijo que no perdiera mi tiempo en eso.

Dijo que debía sentarme en un sitio prominente. Señaló un peñasco aislado, casi redondo, a tres o cuatro metros de distancia, y me ayudó a trepar a la cima. Pensé que. también él se sentaría allí, pero escaló sólo parte del camino para darme unos trozos de carne seca. Me dijo, con una expresión mortalmente seria, que era carne de poder y debía mascarse muy despacio y no había que mezclarla con otra comida. Luego regresó a la zona sombreada y tomó asiento con la espalda contra una roca. Parecía relajado, casi soñoliento. Permaneció en la misma postura hasta que hube acabado de comer. Entonces enderezó la espalda e inclinó la cabeza a la derecha.

Parecía escuchar con atención. Me miró dos o tres veces, se puso en pie abruptamente y empezó a recorrer el entorno con los ojos, como haría un cazador. Automáticamente me congelé en mi sitio; sólo movía los ojos para seguir sus movimientos. Con mucho cuidado se metió detrás de unas rocas, como si esperara que llegasen presas al área donde nos hallábamos. Advertí entonces que estábamos en un recodo redondo, a manera de ensenada en la cañada seca, rodeado por peñascos de piedra arenisca.

Repentinamente, don Juan dejó la protección de las rocas y me sonrió. Estiró los brazos, bostezó y fue hacia el peñasco donde me encontraba. Relajé mi tensa posición y torné asiento.

– ¿Qué pasó? -pregunté en un susurro.

Él me respondió, gritando, que no había por allí nada de qué preocuparse.

Sentí de inmediato una sacudida en el estómago. La respuesta estaba fuera de lugar, y me resultaba inconcebible que hablase a gritos sin tener una razón específica para ello.

Empecé a deslizarme hacia tierra, pero él gritó que debía quedarme allí un rato más.

– ¿Qué hace usted? -pregunté.

Sentándose, se ocultó entre dos rocas al pie del peñasco donde yo estaba, y luego dijo, en voz muy alta, que sólo había estado cerciorándose porque le pareció haber oído un ruido.

Pregunté si había oído a algún animal grande. Se llevó la mano a la oreja y gritó que no me oía y que yo debía gritar. a mi vez. Me sentía incómodo vociferando, pero él me instó, en voz alta, a hablar fuerte. Grité que quería saber qué ocurría, y él respondió de igual manera que de verdad no había nada por allí. Preguntó si veía yo algo fuera de lo común desde la cima del peñasco. Dije que no, y me pidió describirle el terreno hacia el sur.

Conversamos a gritos durante un rato, y luego me hizo seña de bajar. Cuando estuve a su lado, me susurró al oído que los gritos eran necesarios para dar a conocer nuestra presencia, pues yo tenía que hacerme accesible al poder de ese ojo de agua específico.

Miré en torno, pero no vi el ojo de agua. Don Juan indicó que estábamos parados sobre él.

– Aquí hay agua -dijo en un susurro- y también poder. Aquí hay un espíritu y tenemos que sonsacarlo; a lo mejor viene tras de ti.

Quise más información acerca del supuesto espíritu, pero don Juan insistió en el silencio total. Me aconsejó permanecer absolutamente quieto, sin dejar escapar un susurro ni hacer el menor movimiento que traicionara nuestra presencia.

Al parecer, le era fácil pasar horas enteras en completa inmovilidad; para mí, sin embargo, resultaba una tortura. Se me durmieron las piernas, la espalda me dolía, y la tensión aumentaba en torno a mi cuello y mis hombros. Tenía todo el cuerpo frío e insensible. Me hallaba en gran incomodidad cuando don Juan finalmente se puso de pie. Simplemente se incorporó de un salto y me tendió la mano para ayudarme a levantarme.

Al tratar de estirar las piernas, tomé conciencia de la facilidad inconcebible con que don Juan se puso en pie tras horas de inmovilidad. Mis músculos tardaron un buen rato en recobrar la elasticidad necesaria para caminar.

Don Juan emprendió el regreso a la casa. Caminaba con extrema lentitud. Marcó un largo de tres pasos como la distancia a la cual yo debía seguirlo. Dio rodeos en torno a la ruta de costumbre y la cruzó cuatro o cinco veces en distintas direcciones; cuando por fin llegamos a su casa, la tarde declinaba.

Traté de interrogarlo sobre los eventos del día. Explicó que hablar era innecesario. Por el momento, debía abstenerse de hacer preguntas hasta que estuviésemos en un sitio de poder.

Me moría por saber a qué se refería e intenté susurrar una pregunta, pero él me recordó, con una mirada fría y severa, que hablaba en serio.

Estuvimos horas sentados en su pórtico. Yo trabajaba en mis notas. De tiempo en tiempo, él me daba un trozo de carne seca; finalmente, la penumbra se adensó demasiado para escribir. Traté de pensar en los acontecimientos del día, pero alguna parte de mí mismo rehusó hacerlo y me quedé dormido.

Sábado, agosto 19, 1961

Ayer en la mañana, don Juan y yo fuimos al pueblo y desayunamos en una fonda. Él me aconsejó no cambiar demasiado drásticamente mis hábitos alimenticios.

– Tu cuerpo no está acostumbrado a la carne de poder -dijo-. Te enfermarías si no comieras tu comida.

Él mismo comió con gran apetito. Cuando hice una broma al respecto, se limitó a decir:

– A mi cuerpo le gusta todo.

A eso del mediodía regresamos a la cañada. Procedimos a darnos a notar al espíritu por medio de "conversación a viva voz" y de un silencio forzado que duró horas.

Cuando dejamos el lugar, en vez de dirigirse a la casa, don Juan echó a andar en dirección de las montañas. Llegamos primero a unas cuestas suaves, y luego trepamos a la cima de unos cerros altos. Allí, eligió un sitio para descansar en el área abierta, sin sombra. Me dijo que debíamos esperar hasta el crepúsculo y que me condujera en la forma más natural posible, lo cual incluía preguntar cuanto quisiera.

– Sé que el espíritu anda por ahí, al acecho -dijo en voz muy baja.

– ¿Dónde?

– Ahí, en los matorrales.

– ¿Qué clase de espíritu es?

Me miró con expresión intrigada y repuso:

– ¿Cuántas clases hay?

Ambos reímos. Yo hacía preguntas por puro nerviosismo.

– Saldrá a la puesta del sol -dijo-. Nomás tenemos que esperar.

Permanecí en silencio. Me había quedado sin preguntas.

– Ahora es cuando hay que seguir hablando -dijo-. La voz humana atrae a los espíritus. Hay uno ahí acechando en estos momentos. Nos estamos poniendo a su alcance, así que sigue hablando.

Experimenté un sentido idiota de vacuidad. No se me ocurría nada que decir. Don Juan rió y me palmeó la espalda.

– Eres todo un caso -dijo-. Cuando tienes que hablar, pierdes la lengua. Anda, dale a las encías.

Hizo un gesto hilarante de entrechocar las encías, abriendo y cerrando la boca a gran velocidad.