– Hay ciertas cosas de las que sólo hablaremos, de hoy en adelante, en sitios de poder -prosiguió-. Te he traído aquí porque ésta es tu primera prueba. Éste es un sitio de poder, y aquí sólo podemos hablar de poder.
– Yo en realidad no sé lo que es el poder -dije.
– El poder es algo con lo cual un guerrero se las ve -repuso-. Al principio es un asunto increíble, traído a la mala; hasta pensar en el poder es difícil. Eso es lo que te está pasando ahora. Luego, el poder se convierte en cosa seria; uno capaz ni lo tenga, o ni siquiera se dé cuenta cabal de que existe, pero uno sabe que hay algo allí, algo que no se notaba antes. Es en ese entonces que el poder se manifiesta como algo incontrolable que le viene a uno. No me es posible decir cómo viene ni qué es en realidad. No es nada, y sin embargo hace aparecer maravillas delante de tus propios ojos. Y finalmente, el poder es algo dentro de uno mismo, algo que controla nuestros actos y a la vez obedece nuestro mandato.
Hubo una corta pausa. Don Juan me preguntó si había entendido. Me sentí ridículo al responder que sí. Él pareció advertir mi desaliento, y chasqueó la lengua.
– Voy a enseñarte aquí mismo el primer paso hacia el poder -dijo como si me estuviera dictando una carta-. Voy a enseñarte cómo arreglar los sueños.
Volvió a mirarme y me preguntó si entendía lo que él quería decir. No lo había comprendido. Me sonaba casi incoherente. Explicó que "arreglar los sueños" significaba tener un dominio conciso y pragmático de la situación general de un sueño, comparable al dominio que uno tiene en el desierto sobre cualquier decisión que uno haga, como la de trepar a un cerro o quedarse en la sombra de una cañada.
– Tienes que empezar haciendo algo muy sencillo -dijo-. Esta noche, en tus sueños, debes mirarte las manos.
Solté la risa. Su tono era tan objetivo que parecía estarme indicando algo común y corriente.
– ¿De qué te ríes? -preguntó, sorprendido.
– ¿Cómo puedo mirarme las manos en sueños?
– Muy sencillo, enfoca en ellas tus ojos, así.
Inclinó la cabeza hacia adelante y se quedó viendo sus manos, con la boca abierta. El gesto era tan cómico que no pude menos que reír.
– En serio, ¿cómo espera usted que haga eso? -pregunté.
– Como te dije -respondió, seco-. Claro, puedes mirarte lo que te dé tu chingada gana: los pies, o la panza, o el pito, si quieres. Te dije las manos porque fueron lo que a mí se me hizo más fácil mirar. No pienses que es un chiste. Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo,.
"Tómalo como una cosa divertida. Imagina todas las cosas inconcebibles que podrías lograr. Un hombre que caza poder no tiene casi ningún límite en su soñar."
Le pedí darme algunas indicaciones o señales más precisas.
– No hay ninguna indicación -dijo. Sólo que te mires las manos.
– Tiene que haber algo más que usted puede decirme -insistí.
Sacudió la cabeza y achicó los ojos, lanzándome vistazos breves.
– Cada uno de nosotros es distinto -dijo por fin-. Lo que tú llamas señales precisas no sería sino lo que yo mismo hice cuando estaba aprendiendo. No somos iguales; ni siquiera nos parecemos un poco.
– Quizá me ayude cualquier cosa que usted diga.
– Sería más sencillo que empezaras a mirarte las manos, y ya.
Parecía estar organizando sus ideas; su cabeza osciló de arriba a abajo.
– Cada vez que miras una cosa en tus sueños, esa cosa cambia de forma -dijo tras un largo silencio-. La movida de arreglar los sueños, está claro, no es sólo mirar las cosas, sino mantenerlas a la vista. El soñar es real cuando uno ha logrado poner todo en foco. Entonces no hay diferencia entre lo que haces cuando duermes y lo que haces cuando no estás dormido. ¿Ves a qué me refiero?
Confesé que, si bien comprendía lo que me había dicho, era incapaz de aceptar su planteamiento. Hice la observación de que, en un mundo civilizado, numerosas personas sufrían ilusiones y no podían distinguir entre los hechos del mundo real y lo que tenía lugar en sus fantasías. Tales personas, dije, eran sin duda enfermos mentales, y mi inquietud crecía siempre que don Juan me recomendaba actuar como un loco.
Después de mi larga explicación, don Juan hizo un cómico gesto de desesperanza llevándose las manos a las mejillas y suspirando hondamente.
– Deja en paz tu mundo civilizado -dijo-.!Déjalo! Nadie te pide que te portes como un loco. Ya te lo he dicho: un guerrero necesita ser perfecto para manejar los poderes que caza; ¿cómo puedes concebir que un guerrero no sea capaz de diferenciar las cosas?
"En cambio, tú, amigo mío, que conoces lo que es el mundo real, te perderías y morirías en un instante si tuvieras que depender de tu capacidad para distinguir qué cosa es real y cuál no."
Evidentemente, yo no había expresado lo que en verdad tenía en mente. Cada vez que protestaba, no hacía más que dar voz a la insoportable frustración de hallarme en una posición insostenible.
– No trato de convertirte en un hombre enfermo y loco -prosiguió don Juan-. Eso puedes hacerlo tú mismo sin ayuda mía. Pero las fuerzas que nos guían te trajeron a mí, y yo me he esforzado por enseñarte a cambiar tus costumbres idiotas y vivir la vida fuerte y clara de un cazador. Luego las fuerzas volvieron a guiarte y me dijeron que debes aprender a vivir la vida impecable de un guerrero. Al parecer no puedes. Pero ¿quién sabe? Somos tan misteriosos y tan temibles como este mundo impenetrable, conque ¿quién sabe de lo que seas capaz?
Un tono de tristeza se entramaba en la voz de don Juan. Quise disculparme, pero él empezó a hablar de nuevo.
– No tienes que mirarte las manos -dijo-. Como ya te dije, escoge cualquier cosa. Pero escógela por anticipado y encuéntrala en tus sueños. Te dije que tus manos porque tus manos siempre estarán allí.
"Cuando empiecen a cambiar de forma, debes apartar la vista de ellas y elegir alguna otra cosa, y cuando esa otra cosa empiece a cambiar de forma debes mirarte otra vez las manos. Lleva mucho tiempo perfeccionar esta técnica."
Me había concentrado tanto en escribir que no había notado que estaba oscureciendo. El sol ya había desaparecido en el horizonte. El cielo estaba nublado y el crepúsculo era inminente. Don Juan se puso en pie y miró de soslayo hacia el sur.
– Vámonos -dijo-. Tenemos que caminar al sur hasta que el espíritu del ojo de agua se manifieste.
Caminamos una media hora. El terreno cambió abruptamente y llegamos a una zona sin arbustos. Había un cerro grande y redondo donde había ardido la maleza. Parecía una cabeza calva. Caminamos hacia él. Pensé que don Juan iba a subir la suave ladera, pero en vez de ello se detuvo y adoptó una postura muy atenta. Su cuerpo pareció haberse contraído como una sola unidad, y se estremeció por un instante. Luego se relajó de nuevo y quedó en pie, flácido. No pude explicarme cómo se mantenía erecto con los músculos relajados a tal punto.
En ese momento, una racha muy fuerte de viento me sacudió. El cuerpo de don Juan giró en la dirección del viento, hacia el oeste. No usó los músculos para dar la vuelta, o al menos no los usó como yo los usaría al girar. Más bien, pareció que lo jalaban desde afuera. Era como si otra persona le hubiese acomodado el cuerpo para que pudiera mirar en otra dirección.
Yo tenía la vista fija en él. Don Juan me miraba con el rabo del ojo. En su rostro había una expresión decidida, resuelta. Todo su ser se hallaba alerta, y yo lo contemplaba maravillado. Jamás me había visto en una situación que requiriese una concentración tan extraña.
De pronto, su cuerpo se estremeció como rociado por un súbito chubasco de agua fría. Experimentó otra sacudida y luego echó a andar como si nada hubiera pasado.
Lo seguí. Flanqueamos el cerro pelado, por el costado oriental, hasta hallarnos en su parte media; allí se detuvo, volviéndose a encarar el oeste.
Desde donde estábamos, la cima del cerro no era tan redonda y lisa como había parecido a distancia. Había una cueva, o un hoyo, cerca de la cumbre. Fijé allí la vista porque don Juan hacía lo mismo. Otra fuerte racha de viento hizo trepar un escalofrío por mi espina dorsal. Don Juan volteó hacia el sur y escudriñó el área con los ojos.