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Cuando se hizo de noche, don Juan escogió un sitio para dormir. Exigió silencio completo.

A la mañana siguiente comimos frugalmente y continuamos nuestro viaje más o menos hacia el este. La vegetación ya no constaba de matorrales desérticos, sino de densos arbustos y árboles verdes, de montaña.

Al mediar la tarde trepamos a la cima de un gigantesco risco de roca conglomerada, como un muro. Don Juan tomó asiento y me hizo seña de imitarlo.

– Éste es un sitio de poder -dijo tras una pausa momentánea-. Éste es el sitio donde los guerreros se enterraban hace mucho tiempo.

En aquel instante un cuervo voló sobre nuestras cabezas, graznando. Don Juan siguió su vuelo con una mirada fija.

Examiné la roca, y me preguntaba cómo y dónde habrían enterrado a los guerreros cuando don Juan me tocó el hombro.

– Aquí no, idiota -dijo sonriendo-. Allá abajo.

Señaló el campo a nuestros pies, al fondo del risco, hacia el este; explicó que dicho campo estaba rodeado por un corral natural de peñascos. Desde donde me hallaba, vi un área que tendría como cien metros de diámetro y parecía un circulo perfecto. Arbustos espesos cubrían su superficie, camuflando los peñascos. Yo no habría notado su redondez perfecta si don Juan no me la hubiera señalado.

Dijo que había montones de sitios así esparcidos en el viejo mundo de los indios. No eran exactamente sitios de poder, como ciertos cerros o formaciones de tierra que eran morada de espíritus, sino más bien sitios de instrucción donde uno podía recibir lecciones, resolver dilemas.

Todo lo que tienes que hacer es venir aquí -dijo-. O pasar la noche en esta roca para poner en orden tus sentimientos.

– ¿Vamos a pasar la noche aquí?

– Eso pensaba yo, pero un cuervito acaba de decirme que no lo hagamos.

Traté de averiguar más sobre el cuervo, pero él me silenció con un ademán impaciente.

– Mira ese círculo de peñascos -dijo-. Grábatelo en la memoria y luego, algún día, un cuervo te llevará a otro de estos sitios. Mientras más perfecta sea su redondez, mayor es su poder.

– ¿Todavía están sepultados aquí los huesos de los guerreros?

Don Juan hizo un cómico gesto de desconcierto y luego sonrió ampliamente.

– Éste no es un cementerio -dijo-. Nadie está sepultado aquí. Dije que en otro tiempo los guerreros se enterraban aquí. Quise decir que venían a enterrarse una noche, o dos días, o el tiempo que necesitaran. No decía que aquí estuvieran enterrados huesos de muertos. No me interesan los cementerios. No hay poder en ellos. En los huesos de un guerrero sí hay poder, pero nunca están en cementerios. Y en los huesos de un hombre de conocimiento todavía hay más poder, pero sería prácticamente imposible encontrarlos.

– ¿Quién es un hombre de conocimiento, don Juan?

– Cualquier guerrero podría llegar a ser hombre de conocimiento. Como ya te dije, un guerrero es un cazador impecable que caza poder. Si logra cazar, puede ser un hombre de conocimiento.

– ¿Qué es lo que usted…?

Detuvo mi pregunta con un ademán. Se puso en pie, me hizo seña de seguirlo y empezó a descender por la empinada ladera oriental del risco. Había una vereda definida en la superficie casi perpendicular, y llevaba al área redonda.

Descendimos lentamente por el peligroso sendero, y al llegar a tierra don Juan, sin detenerse para nada, me guió por el denso chaparral hasta el centro del círculo. Allí utilizó unas gruesas ramas secas para barrer un sitio donde sentarnos. El sitio era también perfectamente redondo.

– Tenía la intención de enterrarte aquí toda la noche -dijo-. Pero ahora sé que todavía no te da. No tienes poder. Nada más voy a enterrarte un ratito.

Me puse muy nervioso con la idea de verme sepultado y le pregunté cómo planeaba enterrarme. Rió como un niño travieso y empezó a juntar ramas secas. No me dejó ayudarlo; dijo que me sentara y aguardase.

Echó las ramas que juntaba dentro del círculo despejado. Luego me hizo acostarme con la cabeza hacia el este, puso mi saco bajo mi cabeza e hizo una jaula en torno a mi cuerpo. La construyó clavando en la tierra suave trozos de ramas, de unos 75 centímetros de largo; las ramas, terminadas en horquetas, sirvieron de soportes para unos palos largos que dieron a la jaula un marco y la apariencia de un ataúd abierto. Cerró esa especie de caja colocando ramas pequeñas y hojas sobre las varas largas, encajonándome de los hombros para abajo. Dejó mi cabeza fuera, con el saco como almohada.

Luego tomó un trozo grueso de madera seca y, usándolo como coa, aflojó la tierra en torno de mí y cubrió con ella la jaula.

El marco era tan sólido y las hojas estaban tan bien puestas que no entró tierra. Yo podía mover libremente las piernas y, de hecho, entrar y salir, deslizándome.

Don Juan dijo que por lo común el guerrero construía la jaula y luego se metía en ella y la sellaba desde adentro.

– ¿Y los animales? -pregunté-. ¿Pueden rascar la tierra de encima y colarse en la jaula y hacer daño al hombre?

– No, ésa no es preocupación para un guerrero. Es preocupación para ti porque tú no tienes poder. Un guerrero, en cambio, está guiado por su empeño inflexible y puede alejar cualquier cosa. Ninguna rata, ni serpiente, ni puma podría molestarlo.

– ¿Para qué se entierran, don Juan?

– Para recibir instrucción y para ganar poder.

Experimenté un sentimiento extremadamente agradable de paz y satisfacción; el mundo en aquel momento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante. No me hallaba acostumbrado a ese tipo de silencio. Traté de hablar, pero don Juan me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Dije a don Juan que yo no merecía estar allí, que su mundo era fuerte y bello y yo era débil, y que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

Él rió y amenazó con cubrirme la cabeza con tierra si seguía hablando en esa vena. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha, y la naturaleza de nuestros actos carecía de importancia siempre y cuando actuáramos como guerreros.

Bajando la voz casi hasta un susurro, dijo que, si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo -purificarlo, hacerlo perfecto- porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu era buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera.

Hizo una larga pausa y luego dijo, con un tono de profunda convicción:

– Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra hombría.

Sus palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga insoportable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que llevaba tanto tiempo de andar errante que me había encallecido al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me daba cuenta de mi soledad y de mi impotencia.

Don Juan no dijo nada. Me tomó por los sobacos y me sacó a rastras de la jaula. Me senté al verme libre. Él también tomó asiento. Un silencio incómodo se ahondó entre nosotros. Pensé que me estaba dando tiempo de recobrar la compostura. Tomé mi cuaderno y, por nerviosismo, me puse a garabatear.

– Te sientes como una hoja a merced del viento, ¿no? -dijo al fin, mirándome.

Así me sentía exactamente. Don Juan parecía compenetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a cantarla en tono bajo; su voz cantante era muy agradable y la letra me arrebató: "Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento."