– ¿Cómo elegía a quién enfermar?
– Eso no lo sé. Ni él mismo lo sabía. Así es el poder. Te manda, y sin embargo te obedece.
"Un cazador de poder lo atrapa y luego lo guarda como su hallazgo personal. Así, el poder personal crece, y puede darse el caso de un guerrero que, de tanto poder personal que tiene, se hace hombre de conocimiento."
– ¿Cómo guarda uno el poder, don Juan?
– Eso también es un sentimiento. Depende de la clase de persona que sea el guerrero. Mi benefactor era un hombre de naturaleza violenta. Guardaba poder a través de ese sentimiento. Todo cuanto hacía era fuerte y directo. Dejaba la impresión de algo que pasaba aplastando las cosas. Y todo cuanto le ocurrió tuvo lugar de ese modo.
Me declaré incapaz de comprender cómo se almacenaba el poder a través de un sentimiento.
– No hay forma de explicarlo -dijo tras una larga pausa-. Tienes que hacerlo tú mismo.
Recogió los guajes de comida y los ató a su espalda. Me entregó un cordel con ocho trozos de carne seca colgados de él, e hizo que me lo pusiera al cuello.
– Esta es comida de poder -dijo.
– ¿Qué es lo que la hace comida de poder, don Juan?
– Es la carne de un animal que tenía poder. Un venado, un venado único. Mi poder personal me lo trajo. Esta carne nos mantendrá durante semanas enteras, durante meses si es necesario. Vela mascando por pedacitos, y máscala muy bien. Que el poder se hunda despacio en tu cuerpo.
Echamos a andar. Eran casi las once de la mañana. Don Juan me recordó una vez más el procedimiento a seguir.
– Vigila el viento -dijo-. No dejes que te haga perder el paso. Y no dejes que te fatigue. Masca tu comida de poder y escóndete del viento detrás de mi cuerpo. El viento no me hará daño a mí; nos conocemos muy bien.
Me guió a una vereda que iba recta hacia las altas montañas. El día era nublado y estaba a punto de llover. Pude ver cómo, de lo alto de las montañas, nubes bajas y niebla descendían a la zona donde estábamos.
Caminamos en completo silencio hasta eso de las tres de la tarde. Masticar la carne seca era en verdad vigorizante. Y observar los cambios repentinos en la dirección del viento se convirtió en un asunto misterioso, hasta el punto de que todo mi cuerpo parecía sentir los cambios antes de que ocurrieran. Tenía la impresión de poder sentir las oleadas de aire como una especie de presión en la parte superior de mi pecho, en los bronquios. Cada vez que me hallaba a punto de sentir una racha de viento, experimentaba una comezón en el pecho y la garganta
Don Juan se detuvo un momento y miró en torno. Pareció orientarse y dio vuelta a la derecha. Noté que también mascaba carne seca. Yo me sentía muy fresco y no tenía nada de cansancio. La tarea de atender a los cambios en el viento había sido tan absorbente que no tuve conciencia del tiempo.
Nos adentramos en una profunda cañada y luego subimos uno de sus lados hasta una pequeña meseta en la empinada ladera de una montaña enorme. Estábamos bastante alto, casi en la cima.
Don Juan trepó a una gran roca en el extremo de la meseta y me ayudó a hacer lo mismo. La roca estaba colocada en tal forma que parecía una cúpula sobre muros escarpados. Le dimos la vuelta, caminando despacio. Finalmente, tuve que sentarme para seguir el recorrido, asiéndome a la superficie con los talones y las manos. Estaba empapado de sudor y tenía que secarme las manos repetidas veces.
Desde el otro lado, pude ver una cueva muy grande, de escasa hondura, cerca de la cima de la montaña. Parecía un recinto esculpido en la roca. La erosión había formado, en la piedra arenisca, una especie de balcón con dos columnas.
Don Juan dijo que íbamos a acampar allí, que ése era un sitio muy seguro por ser demasiado poco profundo para cubil de leones o de cualquier otra fiera, demasiado abierto para nido de ratas, y demasiado ventoso para los insectos. Rió y dijo que era un sitio ideal para el hombre, porque ninguna otra criatura viviente podía soportarlo.
Trepó hacia allá como una cabra montés. Me maravilló su estupenda agilidad.
Lentamente me arrastré, sentado, roca abajo, y luego traté de subir corriendo la ladera de la montaña con el fin de alcanzar la saliente. Los últimos metros me agotaron por completo. En son de broma, pregunté a don Juan cuántos años tenía en realidad. Opiné que, para llegar al lugar como él lo había hecho, era necesario ser muy joven y estar en perfectas condiciones.
– Soy tan joven como quiero. -dijo él-. Esto también es cosa de poder personal. Si vas juntando poder, tu cuerpo puede realizar hazañas increíbles. En cambio, si disipas el poder, te pones viejo y gordo de la noche a la mañana.
El largo de la saliente estaba orientado en una línea este-oeste. El lado abierto de la configuración que semejaba un balcón que daba hacia el sur. Caminé hasta el extremo oeste. La vista era estupenda. La lluvia nos había sacado la vuelta. Se veía como una lámina de material transparente colgada sobre la tierra baja.
Don Juan dijo que teníamos suficiente tiempo para construir un albergue. Me dijo que apilara todas las rocas que pudiese llevar al reborde mientras él juntaba ramas para hacer un techo.
En una hora, había construido un muro de 30 centímetros de espesor en el extremo oriental de la saliente. Tendría más de medio metro de largo y casi un metro de alto. Tejiendo y atando unos bultos de ramas que había reunido, don Juan hizo un techo; lo aseguró a dos palos largos terminados en horqueta. Otro lado del mismo largo, sujeto al techo en sí, lo sostenía del otro lado del muro. La estructura parecía una mesa alta con tres patas.
Don Juan tomó asiento bajo ella, cruzando las piernas, en la orilla misma del reborde. Me indicó sentarme junto a él, a su derecha. Permanecimos callados un rato.
Don Juan rompió el silencio. Dijo en un susurro que yo debía actuar como si no hubiera nada fuera de lo común. Pregunté si habría de hacer algo en particular. Respondió que me pusiera a escribir, como si estuviera ante mi escritorio sin ninguna otra preocupación en el mundo. En determinado momento él me daría un codazo y entonces yo debía mirar hacia donde sus ojos señalaran. Me advirtió que, viera lo que viese, no pronunciara una sola palabra. Sólo él podía hablar con impunidad, porque era conocido de todos los poderes en esas montañas.
Seguí sus instrucciones y escribí durante más de una hora. Me embebí en la tarea. De pronto sentí un leve toque en el brazo y vi que los ojos y la cabeza de don Juan se movían para señalar un banco de niebla que se hallaba a unos doscientos metros de distancia y descendía de la cima de la montaña. Don Juan me susurró al oído, en un tono apenas audible incluso a tan corta distancia.
– Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla -dijo-. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos.
Moví los ojos de izquierda a derecha a lo largo del banco de niebla que lentamente caía sobre nosotros. Pasó tal vez media hora. Estaba oscureciendo. La niebla se movía con extrema lentitud. En cierto momento, tuve la sensación súbita de haber vislumbrado un leve resplandor a mi derecha. En un principio creí haber visto un sector de matorral verde a través de la niebla. Al mirarlo directamente no notaba nada, pero mirando sin enfocar podía percibir una vaga zona verdosa.
La señalé a don Juan. Él achicó los ojos y la observó.
– Enfoca los ojos en ese lugar -me susurró al oído-. Mira sin parpadear hasta que veas.
Quise preguntar qué se suponía que yo viera, pero él me miró con fiereza como para recordarme que no debía hablar.