Observé de nuevo. El trozo de niebla que había descendido colgaba como un pedazo de materia sólida. Se alineaba en el sitio justo donde advertí el tinte verde. Conforme mis ojos se fatigaban de nuevo, y bizqueaban, vi primero el trozo de niebla superpuesto al banco de niebla, y luego vi entre ambos una delgada tira de niebla que parecía una escueta estructura sin soportes, un puente que unía la montaña por encima de mí y el banco de niebla frente a mí. Por un momento creí ver cómo la niebla transparente, empujada montaña abajo por el viento, pasaba por el puente sin alterarlo. Era como si el puente fuese en verdad sólido. En cierto instante el espejismo se hizo tan completo que yo podía discernir la oscuridad de la parte bajo el puente propiamente dicho, en contraste con el claro color arenoso de su costado.
Atónito, contemplé el puente. Y entonces me alcé a su nivel, o bien el puente bajó al mío. De pronto me hallaba mirando una viga recta frente a mí. Era una viga sólida inmensamente larga, angosta y sin barandales, pero lo bastante amplia para caminar sobre ella.
Don Juan me sacudió vigorosamente por el brazo. Sentí mi cabeza oscilar de arriba a abajo y luego noté que los ojos me ardían terriblemente. Me los froté en forma por entero inconsciente. Don Juan siguió sacudiéndome hasta que volví a abrirlos. Virtió agua del guaje en el cuenco de su mano y me roció la cara. La sensación fue muy desagradable. Tan fría estaba el agua que sentí las gotas como llagas en la piel. Advertí entonces que tenía el cuerpo muy caliente. Estaba febril.
Apresuradamente, don Juan me dio de beber y luego salpicó agua en mis oídos y mi cuello.
Oí, muy fuerte, un grito de ave, extraño y prolongado. Don Juan escuchó con atención un instante y luego empujó con el pie las rocas del muro, derribando el techo. Lo arrojó en los matorrales y, una por una, tiró las piedras por el borde.
– Bebe un poco de agua y masca tu carne seca -susurró en mi oído-. No podemos quedarnos aquí. Ese grito no fue de pájaro.
Descendimos del reborde y empezamos a caminar aproximadamente hacia el este. De un momento a otro oscureció tanto que era como si hubiese una cortina frente a mis ojos. La niebla se antojaba una barrera impenetrable. Nunca me había dado cuenta de lo paralizante que era la niebla de noche. No podía concebir cómo caminaba don Juan. Yo me asía a su brazo como un ciego.
De algún modo, tenía la sensación de caminar al borde de un precipicio. Mis piernas rehusaron seguir adelante. Mi razón confiaba en don Juan y se hallaba dispuesta a proseguir, pero no así mi cuerpo, y don Juan tuvo que arrastrarme en la oscuridad total.
Debe haber conocido el terreno hasta el último detalle. En cierto punto se detuvo y me hizo tomar asiento. Yo no me atrevía a soltar su brazo. Mi cuerpo sentía, sin el menor lugar a dudas, que me hallaba sentado en un monte pelado con forma de cúpula, y que si me movía una pulgada a la derecha caería, sobrepasado el punto de tolerancia, en un abismo. Estaba yo absolutamente seguro de encontrarme en una ladera curva, porque mi cuerpo se movía inconscientemente a la derecha. Pensé que lo hacía para conservar la verticalidad, de modo que intenté compensar inclinándome a la izquierda, contra don Juan, lo más posible.
De repente, don Juan se apartó de mí, y sin el apoyo de su cuerpo caí al suelo. Al tocar tierra recobré mi sentido del equilibrio. Yacía en un área llana. Empecé a explorar a tientas mi entorno inmediato. Reconocí hojas y ramas secas.
Hubo un súbito relámpago que iluminó toda la zona, y un trueno tremendo. Vi a don Juan de pie a mi izquierda. Vi árboles enormes y una cueva pocos metros detrás de él.
Don Juan me dijo que me metiera en el hoyo. Entré por él, reptando, y me senté de espaldas contra la roca.
Sentí a don Juan inclinarse sobre mí para susurrar que yo debía guardar silencio completo.
Hubo tres relámpagos, uno tras otro. De un vistazo percibí a don Juan sentado a mi izquierda con las piernas cruzadas. La cueva era una configuración cóncava lo bastante grande para que dos o tres personas se sentaran dentro. El hoyo parecía haber sido labrado en la parte inferior de un peñasco. Sentí que en verdad había sido perspicaz el entrar arrastrándome, porque de haberlo hecho erguido me habría golpeado la cabeza contra la roca.
El brillo de los relámpagos me daba una idea de la densidad del banco de niebla. Noté los troncos de árboles gigantescos como siluetas oscuras contra la opaca masa gris claro de la niebla.
Don Juan susurró que la niebla y el rayo estaban confabulados y que yo debía realizar una vigilia agotadora porque estaba metido en una batalla de poder. En ese momento, un espléndido destello hizo fantasmagórica toda la escena. La niebla era como un filtro blanco que escarchaba la luz de la descarga eléctrica y la difundía uniformemente; la niebla era como una densa sustancia blanquecina colgada entre los altos árboles, pero justo frente a mí, al nivel del suelo, la niebla estaba disipándose. Discerní con claridad las características del terreno. Estábamos en un bosque de pinos. Árboles de gran altura nos rodeaban. Eran tan extremadamente grandes que, de no haber sabido previamente nuestro paradero, yo podría haber jurado que nos hallábamos entre los gigantescos pinos rojos de California.
Hubo un bombardeo de rayos que duró varios minutos. Cada destello hacía más discernibles los detalles que yo había observado. Al frente de mí vi un sendero definido. No tenía vegetación. Parecía terminar en un espacio despejado de árboles.
Los relámpagos eran tan frecuentes que no me era posible saber de dónde venía cada uno. Sin embargo, el contorno se iluminaba tan profusamente que me sentía mucho más tranquilo. Mis temores e incertidumbres habían desaparecido apenas hubo luz suficiente para alzar la pesada cortina de la oscuridad.
Así, cuando se produjo una larga pausa entre los destellos, la negrura en torno ya no me desorientó.
Don Juan susurró que probablemente ya había yo vigilado bastante, y que debía enfocar mi atención en el sonido del trueno. Para mi asombro, advertí que no había hecho ningún caso del trueno, pese al hecho de que en verdad era tremendo. Don Juan añadió que siguiera yo el sonido y mirara en la dirección de la cual pareciera venir.
Ya no había estallidos continuos de rayos y truenos, sino sólo destellos esporádicos de luz y sonido intensos. El trueno parecía venir siempre de mi derecha. La niebla se alzaba y, ya acostumbrado a las tinieblas, yo podía discernir masas de vegetación. El rayo y el trueno continuaban, y de pronto se abrió todo el lado derecho y pude ver el cielo.
La tormenta eléctrica parecía desplazarse hacia mi derecha. Hubo otro relámpago y vi una montaña distante a mi extrema derecha. La luz iluminó el trasfondo, dejando en silueta la voluminosa masa de la montaña. Vi árboles en su cima; parecían pulcros recortes negros superpuestos al cielo blanco brillante. Vi incluso nubes tipo cúmulo sobre las montañas.
La niebla se había disipado por entero en torno nuestro. Soplaba un viento continuo y yo oía crujir las ramas de los grandes árboles a mi izquierda. La tormenta eléctrica estaba demasiado lejos para iluminar los árboles, pero sus masas oscuras permanecían discernibles. La luz de la tormenta me permitió establecer, sin embargo, que había a mi derecha una cordillera distante y que el bosque se hallaba limitado hacia el lado izquierdo. Al parecer miraba yo un valle oscuro, que no podía ver en absoluto. La cordillera sobre la cual tenía lugar la tormenta eléctrica estaba en el otro lado del valle.
Entonces comenzó a llover. Pegué la espalda a la roca lo más que pude. Mi sombrero servía como una buena protección. Me hallaba sentado con las rodillas contra el pecho, y sólo se mojaron mis pantorrillas y mis zapatos.
Llovió largo rato. La lluvia era tibia. La sentía contra los pies. Y luego me dormí.
Me despertó el ruido de los pájaros. Miré alrededor buscando a don Juan. No estaba allí; de ordinario me hubiera preguntado si no me habría dejado solo en ese sitio, pero el sobresalto de ver en torno casi me paralizó.