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Me puse en pie. Mis piernas estaban empapadas, el ala de mi sombrero se había reblandecido y tenía aún un poco de agua, que me cayó encima. No estaba en ninguna cueva, sino bajo unos arbustos espesos. Experimenté un momento de confusión sin paralelo. Me hallaba parado en un pedazo de tierra llana entre dos cerritos cubiertos de matas. No había árboles a mi izquierda ni valle a mi derecha. Justo frente a mí, donde vi el camino en el bosque, había un arbusto gigantesco.

Rehusé creer lo que presenciaba. La incongruencia de mis dos versiones de realidad me hizo tentalear en busca de cualquier explicación. Se me ocurrió que era perfectamente posible que don Juan, aprovechando mi profundo sueño, me hubiera llevado a cuestas hasta otro sitio sin despertarme.

Examiné el lugar donde había estado dormido. La tierra estaba seca, y lo mismo en el sitio de junto, el que ocupó don Juan.

Lo llamé un par de veces y luego tuve un ataque de angustia y bramé su nombre lo más fuerte que pude. Salió detrás de unas matas. Inmediatamente me di cuenta de que él sabía lo que pasaba. Su sonrisa tenía tanta malicia que acabé por sonreír a mi vez.

No quería perder tiempo jugando con él. Dije sin más ni más lo que me ocurría. Expliqué con todo el cuidado posible cada detalle de mi prolongada alucinación nocturna. Escuchó sin interrumpir. No podía, sin embargo, conservar la seriedad, y dos veces le ganó la risa, pero recobró en el acto la compostura.

En tres o cuatro ocasiones pedí sus comentarios; se limitó a menear la cabeza como si todo el asunto fuera también incomprensible para él.

Cuando terminé mi recuento, me miró y dijo:

– Te ves de la chingada. A lo mejor necesitas ir al matorral.

Soltó una breve risa, como un cacareo, y añadió que me quitara las ropas y las exprimiera para que se secaran.

La luz del sol era radiante. Había muy pocas nubes. Era un fresco día de viento.

Don Juan se alejó, diciéndome que iba a buscar unas plantas y que yo debía ponerme en orden y comer algo y no llamarlo hasta hallarme calmado y fuerte.

Mi ropa estaba en verdad mojada. Me senté en el sol a secarme. Sentí que la única manera de relajarme era sacar mi libreta y escribir. Comí mientras trabajaba en mis notas.

Después de un par de horas me hallaba más tranquilo, y llamé a don Juan. Respondió desde un sitio cercano a la cumbre de la colina. Me dijo que recogiera los guajes y subiese a donde se encontraba. Cuando llegué al sitio, lo encontré sentado en una roca lisa. Abrió los guajes y se sirvió comida. Me dio dos grandes trozos de carne.

Yo no sabía por dónde empezar. Había muchas cosas que deseaba preguntarle. Él parecía consciente de mi estado de ánimo y río con gran deleite.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó parodiando amabilidad.

No quise decir nada. Seguía trastornado.

Don Juan me instó a tomar asiento en la laja. Dijo que esa piedra era un objeto de poder y que yo me renovaría después de estar allí un rato.

– Siéntate -me ordenó con sequedad.

No sonreía. Su mirada era penetrante. Obedecí automáticamente.

Dijo que, al actuar de mala gana, estaba yo tratando con descuido el poder, y que, si no ponía un alto, el poder se volvería contra nosotros y jamás saldríamos con vida de aquellos montes desolados.

Tras una pausa momentánea, preguntó en tono casuaclass="underline"

– ¿Cómo va tu soñar?

Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del concepto. No tenía yo el menor problema para recordarme que debía mirarme las manos. Pero la excitación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.

– Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir -dijo él-. Conseguir una banda tiene sus dificultades. No puedo dártela, porque tú mismo debes hacerla desde el principio. Pero no puedes hacerla hasta que no tengas una visión de ella al soñar. ¿Ves lo que te decía? La banda tiene que hacerse de acuerdo a la visión particular. Y debe tener una tira a lo largo que ajuste bien en la cabeza. O muy bien puede ser una gorra apretada. Soñar es más fácil cuando se tiene un objeto de poder encima de la cabeza. Podrías usar tu sombrero o ponerte capucha, como un fraile, y luego dormirte, pero esas cosas sólo causarían sueños intensos, no soñar.

Quedó en silencio un momento y luego procedió a decirme, en rápida andanada verbal, que la visión de la banda no tenía que ocurrir exclusivamente al "soñar", sino que podía presentarse en estados de vigilia y como resultado de cualquier evento ajeno y sin relación alguna, como el observar el vuelo de las aves, el movimiento del agua, las nubes, y así por el estilo.

– Un cazador de poder vigila todo -prosiguió-. Y cada cosa le dice algún secreto.

– ¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? -pregunté.

Pensé que tal vez tenía una fórmula específica que le permitía hacer interpretaciones "correctas".

– La única forma de estar seguro es seguir todas las instrucciones que te he estado dando desde el primer día que viniste a verme -dijo-. Para tener poder, hay que vivir con poder.

Sonrió, benévolo. Parecía haber perdido su fiereza; incluso me dio un leve codazo en el brazo.

– Come tu comida de poder -me instó.

Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones. Por un momento casi sentí alivio. Si don Juan había puesto algo en la carne, mis espejismos eran perfectamente comprensibles. Le pedí decirme si había cualquier cosa en la "carne de poder".

Rió, pero sin dar una respuesta directa. Insistí, asegurándole que no estaba enojado, ni siquiera molesto, pero tenía que saber para poder explicar a mi propia satisfacción los eventos de la noche pasada. Lo insté a decirme la verdad, traté de sacársela con halagos, y finalmente le supliqué.

– Estás más loco que una cabra -dijo él, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad-. Tienes una tendencia insidiosa. Insistes en tratar de explicarlo todo a tu satisfacción. No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, porque ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia. estupidez.

"Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La niebla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una batalla así."

Mi argumento fue que el evento no podía ser una batalla de poder porque no había sido real.

– ¿Y qué cosa es real? -me preguntó don Juan con mucha calma.

– Esto, lo que estamos viendo es real -dije, señalando en derredor.

– Pero también lo era el puente que viste anoche, y también el bosque y todo lo demás.

– Pero si eran reales. ¿dónde están ahora?

– Están aquí. Si tuvieras suficiente poder, podrías hacer que volvieran. En este momento no puedes porque te parece muy útil seguir dudando y discutiendo. No lo es, amigo mío. No lo es. Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros. Y no son cosa de risa. Anoche si no te hubiera agarrado el brazo, habrías caminado por ése puente, quisieras o no. Y un poco más temprano tuve que protegerte del viento que te andaba buscando.

– ¿Qué habría sucedido si usted no me hubiera protegido?

Como no tienes poder suficiente, el viento te habría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Pero la niebla fue, anoche, lo último. Dos cosas pudieron pasarte en la niebla. Pudiste cruzar el puente hasta el otro lado, o pudiste caerte y matarte. Cualquiera de las dos habría dependido del poder. Pero una cosa es cierta. Si no te hubiera protegido, habrías tenido que caminar por ese puente fuera como fuera. Ésa es la naturaleza del poder. Como ya te dije, te manda y sin embargo está a tus órdenes. Anoche, por ejemplo, el poder te habría forzado a cruzar el puente y habría estado a tu disposición para sostenerte mientras cruzabas. Te detuve porque sé que no tienes medios de usar el poder, y sin poder, el puente se hubiera caído.