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– Este desierto rezuma poder -me susurró don Juan al oído-. No hay tiempo para cortedades.

Echamos a andar de nuevo. Don Juan mantuvo un paso calmado. Tras un rato advertí que habíamos dejado el terreno duro y caminábamos sobre arena suave. Los pies de don Juan se hundían en ella y dejaban huellas profundas.

Caminamos durante horas antes de que don Juan se detuviera. No lo hizo repentinamente; primero me advirtió que iba a pararse, para que no chocara yo con él. El terreno era duro de nuevo, y al parecer subíamos una pendiente.

Don Juan dijo que, si yo necesitaba ir al matorral, lo hiciese, porque de allí en adelante nos quedaba un buen trecho sin una sola pausa. Miré mi reloj; era la una.

Tras un descanso de diez o quince minutos, don Juan me hizo alinearme tras él y nos pusimos otra vez en marcha. Tenía razón: fue un trecho enorme. Jamás había hecho yo algo que requiriera tal concentración. El paso de don Juan era tan rápido, y la tensión de vigilar cada pisada alcanzó tales alturas, que en determinado momento ya no me era posible sentir que caminaba. No sentía las piernas ni los pies. Era como si anduviese sobre el aire y alguna fuerza me transportara sin cesar. Mi concentración era ya tan total que no advertí el cambio gradual de luz. De pronto me di cuenta de que podía ver a don Juan frente a mí. Veía sus pies y sus huellas, en vez de medio adivinarlas como había hecho la mayor parte de la noche.

En cierto momento, don Juan saltó inesperadamente hacia un lado, y mi inercia me hizo avanzar todavía unos veinte metros. Cuando disminuí la velocidad, mis piernas se debilitaron y empezaron a temblar, hasta que finalmente caí por tierra.

Alcé la vista para mirar a don Juan, que me examinaba con toda calma. No parecía fatigado. Yo jadeaba, falto de aire, y estaba empapado de sudor frío.

Jalándome del brazo, don Juan me dio la vuelta en mi posición yacente. Dijo que, si quería recuperar fuerzas, me quedara acostado con la cabeza hacia el este. Poco a poco mi cuerpo dolorido se relajó y descansó. Por fin cobré energía suficiente para levantarme. Quise ver mi reloj, pero él me lo impidió poniéndome la mano en la muñeca. Con mucha gentileza me hizo girar para que mirara al este y dijo que no había necesidad de mi condenado reloj, que estábamos en una hora mágica y que íbamos a saber con seguridad si era yo capaz o no de perseguir el poder.

Miré en torno. Estábamos en la cima de un cerro alto, muy grande. Quise caminar en dirección de algo que parecía un reborde o una grieta en la roca, pero don Juan dio un salto y me contuvo.

Me ordenó imperiosamente permanecer en el sitio donde había caído hasta que el sol saliera detrás de unos negros picos de montaña a corta distancia.

Señaló el este y llamó mi atención hacia un pesado banco de nubes sobre el horizonte. Dijo que sería buena señal si el viento se llevaba las nubes a tiempo para que los primeros rayos del sol dieran en mi cuerpo, allí en lo alto del cerro.

Me indicó quedarme quieto, de pie, con la pierna derecha al frente, como si estuviera caminando, y no mirar directamente el horizonte, sino mirarlo sin enfocar.

Las piernas se me pusieron muy tiesas y las pantorrillas me dolían. Era una postura torturante y los músculos de mis piernas estaban demasiado adoloridos para sostenerme. Soporté lo más que pude. Me hallaba a punto de caer. Las piernas me temblaban fuera de control cuando don Juan puso fin al asunto. Me ayudó a sentarme.

El banco de nubes no se había movido y no habíamos visto el sol despuntar en el horizonte.

El único comentario de don Juan fue:

– Ni modo.

No quise preguntar de inmediato cuáles eran las verdaderas implicaciones de mi fracaso, pero conociendo a don Juan sabía con certeza que él debía seguir el dictado de sus señales. Y esa mañana no había habido señal. Se disipó el dolor de mis pantorrillas y sentí una oleada de bienestar. Me puse a trotar para soltar mis músculos. En voz muy suave, don Juan me dijo que corriera a un cerro adyacente y cortara algunas hojas de un arbusto específico para frotarme las piernas y aliviar el dolor muscular.

Desde donde me hallaba, pude ver claramente un gran arbusto, verde vivo. Las hojas parecían muy húmedas. Las había usado antes. Nunca sentí que me hubiesen ayudado, pero don Juan siempre afirmaba que el efecto de las plantas verdaderamente amistosas era tan sutil que casi no se notaba, pero que siempre producían los resultados debidos.

Corriendo, bajé el cerro y subí el otro. Al llegar a la cima me di cuenta de que el esfuerzo casi había sido demasiado para mí. Tuve dificultades para recuperar el aliento, y mi estómago se revolvía. Me acuclillé y luego me agazapé un momento hasta sentirme relajado. Luego me incorporé y estiré la mano para cortar las hojas indicadas. Pero no hallé el arbusto. Miré en torno. Estaba seguro de hallarme en el sitio correcto, pero en esa zona del cerro no había nada que se pareciera ni remotamente a esa planta particular. Sin embargo, ése tenía que ser el sitio donde la vi. Cualquier otro quedaría fuera del campo de quienquiera que mirase desde el lugar donde don Juan estaba parado.

Abandoné la búsqueda y volví al otro cerro. Don Juan sonrió con benevolencia cuando expliqué mi equivocación.

– ¿Por qué dices que fue una equivocación? -preguntó.

– Por lo visto el arbusto no está allí -dije.

– Pero tú lo viste, ¿o no?

– Creí verlo.

– ¿Qué ves ahora en su lugar?

– Nada.

No había absolutamente ninguna vegetación en el lugar donde antes me pareció ver la planta. Intenté atribuir lo que había visto a una distorsión visual, una especie de espejismo. Yo me hallaba realmente exhausto, y a causa de ello pude fácilmente creer que veía algo que esperaba ver allí, pero que no estaba.

Don Juan chasqueó suavemente la lengua y se me quedó viendo un breve instante.

– Yo no veo ninguna equivocación -dijo-. La planta está allí arriba de ese cerro.

Fue mi turno de reír. Escudriñé cuidadosamente toda el área. No había plantas de ésas a la vista y lo que yo había experimentado era, hasta donde mi conocimiento llegaba, una alucinación.

Con mucha calma, don Juan empezó a bajar la ladera y me hizo seña de seguirlo. Subimos juntos al otro cerro y nos paramos en el mero sitio donde creí ver el arbusto.

Chasquee la lengua con la absoluta certeza de estar en lo cierto. Don Juan me imitó.

– Ve al otro lado del cerro -dijo-. Allí encontrarás la planta.

Hice notar que el otro lado del cerro había estado fuera de mi campo de visión; tal vez hubiera allí una planta, pero eso no significaba nada.

Don Juan hizo un movimiento de cabeza para indicar que lo siguiera. Rodeó la cumbre del cerro en vez de atravesarla directamente, y con dramatismo se detuvo junto a un arbusto verde, sin mirarlo.

Se volvió y me miró. Fue una mirada peculiarmente penetrante.

– Ha de haber cientos de esas plantas por aquí -dije.

Don Juan, con mucha paciencia, descendió la otra ladera del cerro, conmigo en pos suyo. Buscamos en todas partes un arbusto similar. Pero no había ninguno a la vista. Cubrimos cosa de medio kilómetro antes de encontrar otra planta.

Sin decir palabra, don Juan me guió de regreso al primer cerro. Estuvimos en él un momento y luego me llevó a otra excursión, pero en dirección opuesta. Recorrimos con minuciosidad el área y hallamos otros dos arbustos, como a kilómetro y medio de distancia. Habían crecido juntos y resaltaban como un parche de verde vívido e intenso, más lozano que todos los otros arbustos en torno.

Don Juan me miró con expresión de seriedad. Yo no sabía qué pensar del asunto.

– Ésta es una señal muy extraña -dijo.

Regresamos a la cima del primer cerro, dando un amplio rodeo para llegar desde una nueva dirección. Don Juan parecía estar haciendo lo posible por demostrarme que había muy pocas plantas de ésas en los alrededores. No encontramos ninguna otra en nuestro camino. Después de subir al cerro, nos sentamos en silencio total. Don Juan desató sus guajes.