– ¿Qué pasa? -pregunté, alarmado.
– Vigila la dirección en la que el viento se llevará tus hojas -dijo-. Cuéntalas rápido. El viento viene. Guarda la mitad y vuélvetelas a poner en la barriga.
Conté veinte hojas. Metí diez bajo mi camisa, y entonces una fuerte racha de viento esparció las otras diez en una dirección occidental. Al ver volar las hojas, tuve la extraña sensación de que una entidad real las barría deliberadamente hacia la masa amorfa de matorrales verdes.
Don Juan volvió a donde me hallaba y se sentó junto a mí, a mi izquierda, mirando al sur.
No dijimos palabra en largo tiempo. Yo no sabía qué decir. Estaba exhausto. Quería cerrar los ojos, pero no me atrevía. Don Juan debe haber notado mi condición y dijo que estaba bien dormirse. Me indicó poner las manos en el abdomen, sobre las hojas, y tratar de sentir que me hallaba suspendido en el lecho de "cuerdas" que él me había preparado en el "sitio de mi predilección". Cerré los ojos, y el recuerdo de la paz y plenitud que experimenté durmiendo en aquel otro cerro me invadió. Quise descubrir si en verdad podía sentirme suspendido, pero me dormí.
Desperté justamente antes del crepúsculo. El sueño me había refrescado y vigorizado. Don Juan también se había dormido. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo. Soplaba viento, pero yo no tenía frío. Las hojas sobre mi estómago parecían haber actuado como estufa, como una especie de calentador.
Examiné el derredor. El sitio que había elegido para descansar era como una pequeña cuenca. Era posible sentarse en él como en un diván largo; había suficiente muro rocoso para servir de respaldo. También descubrí que don Juan había traído mis libretas y las había puesto bajo mi cabeza.
– Hallaste el sitio correcto -dijo con una sonrisa-. Y toda la operación tuvo lugar como yo te dije. El poder te guió aquí sin ningún plan de tu parte.
– ¿Qué clase de hojas me dio usted? -pregunté.
El calor que irradiaba de las hojas y me conservaba en un estado tan cómodo sin mantas ni ropa gruesa, era en verdad un fenómeno absorbente para mí.
– Nada más eran hojas -dijo don Juan.
– ¿Quiere usted decir que yo podría agarrar hojas de cualquier arbusto y me producirían el mismo efecto?
– No. No quiero decir que tú mismo puedas hacer eso. Tú no tienes poder personal. Quiero decir que cualquier clase de hojas ayuda, siempre y cuando la persona que te las dé tenga poder. Lo que te ayudó hoy no fueron las hojas, sino el poder.
– ¿El poder de usted, don Juan?
– Supongo que puedes decir que fue mi poder, aunque eso no es realmente exacto. El poder no pertenece a nadie. Algunos de nosotros podemos guardarlo, y luego se le podría dar directamente a otra persona. Verás, la clave del poder así guardado es que sólo puede usarse para ayudar a alguien más a guardar poder.
Le pregunté si eso significaba que su poder estaba limitado exclusivamente a ayudar a los otros. Don Juan explicó pacientemente que él podía usar su poder personal en la forma que quisiera, en cualquier cosa que deseara, pero cuando se trataba de darlo directamente a otra persona, era inútil a menos que esa persona lo utilizara para su propia búsqueda de poder personal.
– Todo lo que hace un hombre gira sobre su poder personal -prosiguió don Juan-. Así pues, para quien no tiene, los hechos de un hombre poderoso son increíbles. Se necesita poder hasta para concebir lo que es el poder, Esto es lo que he estado tratando dé decirte todo el tiempo. Pero sé que no entiendes, no porque no quieras sino porque tienes muy poco poder personal.
– ¿Qué debo hacer, don Juan?
– Nada. Sigue como vas. El poder hallará el modo.
Se puso de pie y dio la vuelta en circulo completo, clavando la mirada en todo lo que había en torno. Su cuerpo se movía al mismo tiempo que sus ojos; el efecto total era el de un hierático juguete mecánico que giraba ejecutando un movimiento circular preciso e inmutable.
Lo miré con la boca abierta. Él ocultó una sonrisa, consciente de mi sorpresa.
– Hoy vas a cazar poder en la oscuridad del día -dijo y tomó asiento.
– ¿Cómo dijo?
– Esta noche te aventurarás en aquellos cerros desconocidos. En la oscuridad esos no son cerros.
– ¿Qué son?
– Son otra cosa. Algo que no te imaginas, porque nunca has presenciado su existencia.
– ¿Qué quiere usted decir, don Juan? Siempre me asusta usted con esas cosas fantasmagóricas.
Se rió y pateó suavemente mi pantorrilla.
– El mundo es un misterio -dijo-. Y no es para nada cómo te lo representas
Pareció reflexionar un momento. Su cabeza empezó a subir y bajar rítmicamente; luego sonrió y añadió:
– Bueno, también es como te lo representas, pero eso no es todo lo que hay en el mundo; hay mucho más. Has estado descubriendo eso todo el tiempo, y a lo mejor esta noche añades un pedazo más.
Su entonación me dio escalofríos.
– ¿Qué planea usted? -pregunté.
– Yo no planeo nada. Todo lo decide el mismo poder que te permitió encontrar este sitio.
Don Juan se puso en pie y señaló algo a la distancia. Supuse que deseaba que me levantase a mirar. Traté de incorporarme de un salto, pero antes de que pudiera enderezarme por entero don Juan me empujó hacia abajo con terrible fuerza.
– No te pedí seguirme -dijo con voz severa. Luego suavizó el tono y añadió: -Esta noche la vas a pasar un poco difícil, y necesitarás todo el poder personal que puedas juntar. Quédate donde estás y guárdate para más tarde.
Explicó que no estaba señalando nada, sino sólo cerciorándose de que ciertas cosas estaban allí. Me aseguró que todo se hallaba en orden y que yo debía sentarme en silencio y ocuparme en algo, porque tenía mucho tiempo para escribir antes de que la oscuridad terminara de cubrir la tierra. Su sonrisa era contagiosa y muy confortante.
– ¿Pero qué vamos a hacer, don Juan?
Meneó la cabeza de lado a lado en un gesto exagerado de incredulidad.
– ¡Escribe! -ordenó y me volvió la espalda.
No me quedaba nada más que hacer. Trabajé en mis notas hasta que oscureció demasiado.
Don Juan conservó la misma posición todo el tiempo que estuve trabajando. Parecía absorto en contemplar la distancia hacia el oeste. Pero apenas me detuve se volvió hacia mí y dijo en tono jocoso que las únicas maneras de callarme eran darme de comer, hacerme escribir o dormirme.
Sacó de su mochila un bulto pequeño, y ceremoniosamente lo abrió. Contenía trozos de carne seca. Me dio uno y tomó otro para sí y empezó a mascarlo. Me informó, como al descuido, que era comida de poder, necesaria para ambos en esa ocasión. Yo estaba demasiado hambriento para pensar en la posibilidad de que la carne contuviese alguna sustancia psicotrópica. Comimos en completo silencio hasta que la carne se acabó, y para entonces la oscuridad era total.
Don Juan se puso en pie y estiró los brazos y la espalda. Me sugirió hacer lo mismo. Dijo que era buena costumbre estirar todo el cuerpo después de dormir, estar sentado o caminar.
Seguí su consejo y algunas de las hojas que conservaba bajo la camisa se escurrieron por las piernas de mi pantalón. Me pregunté si debería tratar de recogerlas, pero él dijo que lo olvidara, que ya no había ninguna necesidad de ellas y que las dejase caer donde quisiera.
Entonces don Juan se acercó mucho y me susurró en el oído derecho que yo debía seguirlo muy de cerca e imitar todo lo que hiciera. Dijo que estábamos a salvo en el sitio donde nos hallábamos, porque estábamos, por así decirlo, al filo de la noche.
– Esto no es la noche -susurró, pateando la roca donde pisábamos-. La noche está allá afuera.
Señaló la oscuridad que nos circundaba.
Luego revisó mí red portadora para ver si los guajes de comida y mis cuadernos de notas estaban asegurados, y en voz suave dijo que un guerrero siempre se cercioraba de que todo estuviese en orden, no porque creyera que iba a sobrevivir la prueba que se hallaban a punto de emprender, sino porque era parte de su conducta impecable.