Durante horas traté de imitar sus movimientos y de producirme el ánimo que recomendaba. Él, con mucha paciencia, trotaba en el mismo sitio enfrente de mí, o echaba una carrera corta y volvía a donde me hallaba, para enseñarme cómo se movía. Incluso me empujaba para hacerme correr unos cuantos metros.
Luego se fue y me llamó con una serie de gritos de buho. De alguna manera inexplicable, me moví con un grado inesperado de confianza en mí mismo. Que yo supiera, nada había hecho para despertar ese sentimiento, pero mi cuerpo parecía tener conocimiento de las cosas sin pensar en ellas. Por ejemplo, no me era posible ver realmente las rocas dentadas en mi camino, pero mi cuerpo siempre se las arreglaba para pisar los bordes y no las ranuras, con excepción de algunas ocasiones en que perdí el equilibrio por distraerme. El grado de concentración. necesario para ir barriendo el área directamente enfrente tenía que ser total. Como don Juan me había advertido, cualquier leve vistazo a los lados, o demasiado lejos al frente, alteraba el fluir.
Localicé a don Juan tras una larga búsqueda. Estaba sentado junto a unas formas oscuras que parecían ser árboles. Vino hacia mí y dijo que iba yo muy bien, pero era hora de terminar porque había estado usando su silbido bastante tiempo y de seguro ya para entonces otros podrían imitarlo.
Estuve de acuerdo en que era hora de parar. Mis intentos me tenían al borde del agotamiento. Me sentí aliviado y le pregunté quién imitaría su llamado.
– .Poderes, aliados, espíritus, quién sabe -dijo en un susurro.
Explicó que esas "entidades de la noche" solían hacer sonidos muy melodiosos, pero se hallaban en desventaja para reproducir lo rasposo de los gritos humanos o los cantos de aves. Me recomendó dejar de moverme siempre que oyera un sonido de ésos, y tener en mente todo lo que él me decía, porque quizá alguna otra vez necesitara realizar la identificación correspondiente. En tono confortante, dijo que yo ya tenía una muy buena idea de cómo era la marcha de poder, y que para dominarlo no necesitaba sino un ligero empujón, que podíamos dejar para el futuro, cuando nos aventurásemos de nuevo en la noche. Me dio palmaditas en el hombro y anunció que estaba listo para irse.
– Vámonos de aquí -dijo y echó a correr.
– ¡Espere! ¡Espere! -grité, frenético-. Vamos caminando.
Don Juan se detuvo y se quitó el sombrero.
– ¡Caray! -dijo en tono perplejo-. Estamos fregados. Ya sabes que no puedo caminar en lo oscuro. Sólo puedo correr. Me rompería las piernas si camino.
Tuve la sensación de que sonreía al decir eso, aunque no podía verle la cara.
Añadió en tono confidencial que era demasiado viejo para caminar y que lo poquito de la marcha de poder que yo había aprendido esa noche debía estirarse para cumplir con la ocasión.
– Si no usamos la marcha de poder, nos cortarán como hierba -me susurró al oído.
– ¿Quiénes?
– Hay cosas en la noche que actúan sobre la gente -susurró en un tono que me produjo escalofríos.
Dijo que no era importante que me mantuviera a la par con él, porque iba a dar señales repetidas -cuatro gritos de buho a la vez- para permitirme seguirlo.
Sugerí que nos quedáramos en esos montes hasta el amanecer y después nos fuéramos. Replicó, en un tono muy dramático, que permanecer allí sería suicida; e incluso si salíamos con vida, la noche habría chupado nuestro poder personal hasta el punto en que no podríamos evitar ser víctimas del primer azar del día.
– No perdamos más tiempo -dijo con un timbre de urgencia en la voz-. Vámonos de aquí.
Me aseguró que trataría de ir lo más despacio posible. Sus instrucciones finales fueron que no tratara yo de emitir sonido alguno, ni siquiera un jadeo, pasara lo que pasase. Me dio la dirección general que íbamos a seguir y empezó a correr a un paso marcadamente más lento. Lo seguí, pero por más despacio que él avanzara no podía mantenerme a la par, y no tardó en desaparecer en la oscuridad ante mis ojos.
Después de quedarme solo tomé conciencia de que había adoptado un andar bastante rápido sin darme cuenta. Y eso fue un choque para mí. Traté largo rato de mantener ese paso, y entonces oí el llamado de don Juan ligeramente a mi derecha. Silbó cuatro veces en sucesión.
Tras un rato muy corto volví a oír su canto de buho, esta vez totalmente a la derecha. Para seguirlo, tuve que dar una vuelta de cuarenta y cinco grados. Empecé a avanzar en la nueva dirección, esperando que los otros tres silbidos de la serie me permitieran una mejor orientación.
Oí un nuevo llamado, que colocaba a don Juan casi en la dirección de donde veníamos. Me detuve a escuchar. Oí un sonido muy nítido a corta distancia. Algo como dos piedras golpeadas una contra otra. Me esforcé por escuchar y noté una serie de ruidos suaves, como si alguien frotara dos piedras suavemente. Hubo otro canto de buho y entonces supe a qué se había referido don Juan. Había en el sonido algo verdaderamente melodioso. Era definitivamente más largo que el canto de un buho verdadero, e incluso más dulce.
Experimenté una extraña sensación de susto. Mi estómago se contrajo como si algo jalara hacia abajo la parte media de mi cuerpo. Di la vuelta y empecé a semitrotar en la dirección contraria.
Oí un apagado canto de buho en la distancia. Hubo una rápida sucesión de otros tres gritos. Eran de don Juan. Corrí en su dirección. Sentí que debía ya de estar como a medio kilómetro, y si mantenía ese paso no tardaría en dejarme irremediablemente solo en aquellos cerros. Yo no comprendía por qué don Juan se adelantaba, cuando podría haber corrido en torno mío, si necesitaba mantener ese paso.
Advertí entonces que algo parecía moverse conmigo, a mi izquierda. Casi podía verlo en la periferia extrema de mi campo visual. Estaba a punto de ceder al pánico, pero una idea tranquilizante cruzó mi mente. No era posible que viese nada en la oscuridad. Quise mirar en esa dirección, pero temía perder impulso.
otro grito de buho me sacó bruscamente de mis deliberaciones. Venía de mi izquierda. No lo seguí porque era sin duda el grito más dulce y melodioso que jamás había oído. Sin embargo, no me asustó. Había en él algo muy atrayente, o quizá obsesivo, o incluso triste.
Entonces, una masa oscura muy veloz cruzó de izquierda a derecha delante de mí. Lo repentino de su movimiento me hizo mirar adelante, perdí el equilibrio y choqué ruidosamente contra unos arbustos. Caí de costado y entonces oí el sonido melodioso unos pasos a mi izquierda. Me levanté, pero antes de que pudiera avanzar de nuevo hubo otro sonido, más urgente y apremiante que el primero. Era como si algo que había allí quisiera hacer que me detuviese y escuchara. El sonido del canto de buho fue tan prolongado y suave que calmó mis temores. Me habría detenido en verdad, de no haber oído en ese preciso momento los cuatro silbidos rasposos de don Juan. Parecían más cerca. Di un salto y eché a correr en esa dirección.
Tras un momento noté de nuevo cierto parpadeo, o una onda, en la oscuridad a mi izquierda. No era propiamente una percepción visual, sino más bien un sentimiento, y sin embargo me hallaba casi seguro de estarlo captando con los ojos. Se movía más aprisa que yo, y de nuevo cruzó de izquierda a derecha, haciéndome perder el equilibrio. Esta vez no caí, y extrañamente el no caer me molestó. De pronto me puse furioso, y la incongruencia de mis sentimientos me produjo un verdadero pánico. Traté de acelerar mi paso. Quería lanzar yo mismo un canto de tecolote para que don Juan supiera mi paradero, pero no me atrevía a desobedecer sus instrucciones.
En ese momento, una cosa grotesca se presentó a mi atención. Había en verdad algo como un animal a mi izquierda, casi tocándome. Salté involuntariamente y viré a la derecha. El susto casi me sofocó. Me hallaba tan intensamente dominado por el miedo que no había pensamientos en mi mente mientras corría en las tinieblas lo más rápido posible. El miedo parecía ser una sensación física sin nada que ver con mis ideas. Esa condición me resultaba insólita. En él curso de mi vida, mis temores siempre habían tenida como marco una matriz intelectual, y se habían engendrado en situaciones sociales ominosas, o en rasgos peligrosos en la conducta de la gente hacia mí. Esta vez, empero, mi miedo era una verdadera novedad. Procedía de una parte desconocida del mundo y me afectaba en una parte desconocida de mi ser.